Acción de gracias 52 ¡Feliz Navidad!

Más que palabras

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La celebración esta semana de la Nochebuena me pide a gritos que aproveche esta entrada para felicitar como es debido a cuantos lean o se asomen a ella. Para que así suceda, todos sus seguidores deben saber que no trato únicamente de desearles “feliz Navidad” como para salir del paso, sino de regalar algo consistente como, por ejemplo, un agradecimiento reflexivo por su seguimiento y una “oración de acción de gracias” porque todos ellos se dignan formar parte de lo que bien podríamos valorar como una familia cohesionada por la forma de entender la fe cristiana y por el deseo permanente de lograr una forma de vida humana mejor.

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De atenernos a la expresión que estos días está en boca de la mayor parte de la humanidad en tantas lenguas, lo mismo si se es creyente que no, debemos recrearnos en repetir “¡feliz Navidad!”. Aunque a veces no se trate más que de una exclamación rutinaria, un tanto cansina y sin más consistencia ni contenido que el de un simple “flatus vocis” circunstancial de buena voluntad, lo cierto es que por lo general va cargada de un profundo sentimiento de alegría, acorde con el sincero deseo de felicidad que proclama. A los seguidores de este blog no les debe caber la más mínima duda de que, en nuestro caso, diciendo “feliz Navidad” expresamos el deseo sincero de una felicidad y de una paz que no solo llenen estos días, sino también todos los del próximo año, previsto como muy problemático, y los del resto de una vida que siempre será difícil ganarse.

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El ambiente festivo envolvente debería ayudarnos a entender el denso contenido de palabras tan bellas, que tan bien suenan y que tanto decimos y repetimos a lo largo de todo el mes de diciembre. El adjetivo “feliz” connota el mejor de los sentimientos, y el sustantivo “Navidad” hace referencia directa a un acontecimiento cuyo desarrollo inunda la tierra de alegría por el candor de la historia que cuenta y por la trascendencia del mensaje que transmite, a despecho de quienes, por cerrazón o querencias, no se plieguen a tales hermosuras.

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Yendo todavía más lejos y más al fondo, pienso que lo más importante de la Navidad, revivida cada año como endulzamiento de nuestras propias relaciones sociales, no es la historia que en ella se cuenta, sino la fuerza que el relato tiene para convertirnos a nosotros mismos en protagonistas. No se trata de que nos regocijemos celebrando el cumple del risueño niño divino Jesús o de reanimarlo en los candorosos nacimientos que construimos en el salón de nuestras casas o en los pórticos de nuestras iglesias, sino de que la invitación permanente que el cristianismo nos hace a renacer nos recuerde, una vez más, que los adultos también somos niños, aunque, como es mi caso, seamos ya octogenarios. Seguro que, enfocada así, la Navidad nos aliviará de las inútiles tensiones que padecemos como adultos y nos devolverá a la niñez confiada que nunca debimos abandonar.

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Según pude palpar hace unos días viajando por Tierra Santa, seguro que Jesús tuvo una infancia feliz, llena de alegrías familiares, y que llevó una vida de alegrías laborales, como el artesano carpintero que se supone que fue, y también de alegrías sociales en la convivencia con sus vecinos de Nazaret y con sus discípulos y seguidores durante el corto tiempo que le permitieron predicar el Reino de Dios. Pero su condición de Mesías le exigió entregarse hasta la extenuación, hasta el sacrificio cruento de su propia vida, en favor de todo el pueblo. Si nos miramos en su espejo, cualquier contrariedad actual, por dura que sea, como la pandemia de la empecinada Covid-19 que nos azota o el hambre y el frio que muchos están padeciendo en estos momentos, y cualquier agudo dolor que nos salga inoportunamente al paso nos parecerán livianos y soportables.

“Feliz Navidad”, pues, más allá o al margen de los deterioros y de las carencias que el paso del tiempo nos vaya endosando calladamente. Y, si ya he lidiado los días pasados con los autores y seguidores de RD, llevándolos a todos de la mano, por así decirlo, por toda Tierra Santa, no me será difícil seguir haciendo lo propio a lo largo de los próximos días de Navidad y durante el inquietante año nuevo que nos espera. Les ruego, por ello, que tengan a bien incluir mi simpatía y mi oración en su menú de Nochebuena.

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Los textos litúrgicos que me sirven de base para alimentar esta reflexión dominical nos exhortan hoy, siguiendo al profeta Miqueas en la primera lectura, a mirar a Belén, la más pequeña de los clanes de Judá, pero que se volverá la más grande cuando sea ella la que “pastoree con la fuerza del Señor”. En ella, según canta el salmo, crecerá la cepa que plantó la mano divina. Al Dios de los cielos, a quien no complacen ni las ofrendas ni los sacrificios, la cepa divina plantada en Belén le ofrecerá su cuerpo, según se nos asegura en la segunda lectura de hoy, tomada de la Carta a los Hebreos. Belén, cualesquiera que hayan sido los acontecimientos históricos que hayan ocurrido allí, es símbolo y motor del continuo renacer cristiano, altar de la ofrenda de la humanidad al Dios de que ella misma es impronta o sello.

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Por su parte, el evangelio elegido para este domingo nos sitúa en Ein Karen como espectadores del encuentro entre Isabel y María para asistir a la explosión de alegría que dio pie, por un lado, al hermoso contenido del Avemaría con que se desahoga Isabel, llena del Espíritu Santo, y a la entonación del Magníficat que hace la humilde sierva del Señor, María, expresando ambas así la fuerza que ya anidaba en sus vientres. El encuentro de Isabel y María es de por sí un vigoroso y sabroso aperitivo de una Navidad permanente.

Celebraremos la Nochebuena el próximo viernes, día 24 de diciembre, y Navidad al día siguiente, pero hoy, cuarto domingo de Adviento, día 19 de diciembre, igual que lo fue ayer y que lo seguirá siendo cualquier otro día del año, también es Navidad.

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Dios no creó el mundo en un momento determinado, por más que algunos lo fijen en el Big Bang, ocurrido según dicen hace unos quince mil millones de años, sino que lo está creando en todo instante; Jesús no redimió el mundo en el acontecimiento histórico de su muerte y resurrección, sino quelo redime cada vez que un ser humano realiza una acción valiosa. De ahí que podamos decir igualmente que Dios no nació niño un buen día de hace hoy algo más de dos mil años, sino que nace o renace continuamente en la vida de cada ser humano que se esfuerza por mejorar. Que la dinámica de nuestra condición social celebre un acontecimiento tan relevante como la Navidad en un día o en una época determinada del año no le resta fuerza operativa al renacer continuo que es el cristianismo.

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