A salto de mata – 58 ¡Frío, frío!

Qué supone “comulgar”

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El título de la reflexión de hoy parece dictado por el duro invierno que estamos sufriendo en el hemisferio norte, a la vez que connota un divertido juego como expresión de lo muy perdido que anda el jugador en la búsqueda de un determinado objeto. Si lo primero es válido para una parte importante de los sacrificados seguidores de este blog, lo segundo vale para todos cuando la prenda que se busca es nada menos que la mejora de la sociedad en que nos toca vivir, especialmente la religiosa. Se trata de una búsqueda que no hará gritar, pero no con risas sino con gran preocupación, un desencantado “¡frío, frío!”, a pesar de los ríos de lava incandescente que está lanzando en todas direcciones el volcán en que se ha convertido el papa Francisco.

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Bastaría que sucediera algo tan simple como que el sol se apagara veinticuatro horas para que todos los seres humanos quedáramos irremisiblemente congelados sin la más mínima posibilidad de resucitación. La simple hibernación humana, muy distante de la congelación, es tema útil solo en las películas de ciencia ficción. Sí, ya sé que hay etnias o razas adaptadas a fríos extremos y hasta parecen haberse aliado con él, como los esquimales. Pero se las ingenian para cubrir sus cuerpos y sus viviendas con poderosos aislantes, muy útiles para preservar el calor del propio cuerpo o el que produce una fuente de energía externa. Es obvio que el funcionamiento de la vida humana requiere un calor moderado que anime el cuerpo y mantenga activo el espíritu.

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El espíritu humano necesita un cierto calor que no le viene precisamente del propio cuerpo, sino de la compañía de otros seres, de la comunión con ellos. Calor humano, cuando procede de los seres humanos que nos acompañan y colaboran con nosotros; calor divino, cuando procede de la presencia de un Dios que nos inspira confianza. La soledad absoluta, la que se produce cuando la mente humana cierra todas sus puertas de entrada, es necesariamente mortífera. El paciente corre entonces un serio peligro de suicidio. Sin duda, el desencadenante último de la mayoría de los suicidios que se producen en todo el mundo es invariablemente una soledad desoladora, valga la redundancia.

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Solo en España se producen unos cuatro mil suicidios al año, tremenda cifra que, sin duda, atormenta a cuantos seguidores españoles de este blog hayan sufrido alguna descarga en su entorno social. Lo mismo cabe decir del resto de un mundo en cuyos dominios, tan poblados, está haciendo estragos la soledad de los individuos. Cuando un ser humano se descerraja un tiro en la sien, se lanza al vacío desde un puente, se cuelga de un árbol, se tira a las ruedas de un tren, estrella su coche a gran velocidad contra un árbol, o ingiere una cantidad desorbitada de barbitúricos  seguramente lo hace con el espíritu completamente congelado.

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Corren tiempos en los que es preciso combatir a fondo ambas clases del frío que padecemos: el que produce la búsqueda a tientas por sendas perdidas de algo que dé sentido a nuestra vida y el que, por carecer del combustible necesario, impide que nuestro cuerpo y nuestra mente funcionen como es debido. Seguramente, ambos son un mismo frío, pues, a fin de cuentas, el resultado es que la vida no funciona como es debido no solo por emprender caminos equivocados, sino también por quedarnos sin intendencia para caminar. La vida bien emplazada requiere no solo tener una meta clara y un equipo adecuado para caminar, sino también la fuerza necesaria para recorrer la distancia que nos separa de ella.

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Tome uno el rumbo que tome para desencadenar una reflexión serena y seria, aunque lo haga en el ámbito particular del cristianismo, desembocará forzosamente en el mismo mar de inquietudes, dudas y preocupaciones. Tanto si nos fijamos en la marcha global de la sociedad como si lo hacemos en el rumbo de la vida particular de cada cual, arribaremos invariablemente a la necesidad de una radical “conversión” o mejora permanente. Nuestra Iglesia institucional necesita convertirse tanto como lo necesitamos cada uno de sus miembros. De hecho, el camino cristiano se reduce a una permanente conversión a Jesús, a seguir sus pasos, a soportar intrépidos los clavos de su cruz y, sobre todo y principalmente, a saborear las delicias de su resurrección. A medida que van pasando los años, desde la lejanía de la ancianidad se descubre asombrado que el colorido y el relieve del dinero, del poder y de la fama se apagan o se allanan como por ensalmo hasta perder cualquier posible atractivo. Convertirse significa desengrasar el cuerpo eliminando toxinas, atemperar el frío invernal calentándose al fuego de la hermosa chimenea de la fraternidad humana, resistir las embestidas aniquiladoras del tiempo inyectando eternidad en lo efímero que nos envuelve, adquirir conciencia de la propia envergadura imprimiendo una huella indeleble en la historia.

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¿De veras se está convirtiendo permanentemente nuestra Iglesia? No hay duda de que el papa actual, al que nos hemos referido como un volcán en plena erupción, ha iniciado un camino penitencial y de que en él continúa con ejemplar coraje como el que estos días está demostrando en África, pero sus pasos parecen desesperadamente lentos y cortos para las expectativas que flagelan a muchos. ¿Acaso no es el Espíritu el que engendra en sus corazones ansiedades y urgencias de mejora? También hoy, y quizá de forma más notoria, escasean los “operarios” en la viña del Señor. Y, para mayor inri, una imperiosa necesidad de honradez ayuda a descubrir con gran escándalo que no pocos de los “operarios” con que cuenta la Iglesia demuestran ineptitudes clamorosas e incluso se comportan como oportunistas depredadores sexuales. Sin embargo, en el pueblo de Dios abundan los operarios aptos y serviciales para ejercer cualquier ministerio sagrado a poco que quienes toman las decisiones cambien de rumbo (se conviertan ellos mismos), rectifiquen y apuesten en serio por la grey de la que deben ocuparse. Naturalmente, me refiero a ellas y ellos: ellas, célibes o casadas; ellos, ídem de ídem. Solo hace falta romper las cadenas de una tradición oportunista, que incluso sueña con elevar a categoría de dogma intocable celibatos y masculinidades que nada tienen que ver de suyo con el ministerio eclesial. A la luz de nuestro tiempo, continuar empeñados en que la implantación del reino de Dios siga todavía hoy dependiendo de testículos castrados o de vaginas aletargadas es una barbaridad que incluso provoca cierta hilaridad.

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¿De veras nos estamos convirtiendo seriamente nosotros mismos? Que cada cual mire hacia sus adentros y sea sincero consigo mismo. ¿Anidamos en nuestro interior algún tipo de rencor y odio? Ya conocemos el procedimiento: antes de poner la propia ofrenda en el altar es preciso tomar la iniciativa del perdón incondicional, sea cual sea el calibre de la ofensa recibida. Más aún, ¿hemos vendido ya cuanto tenemos para darlo a los pobres? Lo primero debe producirse a iniciativa propia y lo segundo solo puede hacerse compartiendo facultades y haberes con quienes necesitan apoyo para seguir en pie porque no pueden subsistir por ellos mismos. En otros términos, debemos tener muy presente que la “comunión” que nos hace cristianos no consiste en tragar un trozo de pan, sino en asimilar el cuerpo y la sangre de Cristo, en celebrar dignamente la Cena del Señor sirviendo a los hermanos, amándolos como a Dios mismo y compartiendo con ellos cuanto tenemos.

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Pronto pasarán los rigores del invierno en este hemisferio nuestro, tan atormentado por el costo excesivo de cualquier energía para calentarse. Ojalá tenga éxito la esforzada búsqueda que muchos pretenden de una Iglesia cristiana mejor, bien asentada en una sociedad que necesita claramente ser reconducida por caminos de justicia y de amor. Si ya de por sí los seres humanos suspiramos por el amor, una Iglesia bien plantada debe lograr que en nuestra sociedad enraíce y fructifique el amor de un Dios tan especial que es todo y solo amor. ¡Al diablo (nunca mejor dicho) el poder, la riqueza y la gloria que solo se cimientan en la volatilidad del tiempo! La consistencia de lo que somos radica en un “más allá” que llena el vacío abisal de nuestro atormentado “más acá” y que es capaz de convertir sus efímeros intereses en eternos. Lejos del “¡frío, frío!” juguetón de la búsqueda que hemos emprendido en nuestra reflexión de hoy, ojalá que nos abrasemos de lleno al descubrir y contemplar complacidos el gran relieve que en nuestras vidas tienen el Evangelio y la impresionante figura de Jesús de Nazaret.

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