Lo que importa – 4 Fuego en el corazón

“infunde amorem cordibus”

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Voy de corazón a corazón y tiro porque me toca, presto a flotar sobre las convulsas contingencias políticas y eclesiales actuales para anclarme a lo que realmente importa. Hay momentos en la vida, muchos, en los que la desolación se apodera por completo de mi espíritu, aturdido y doblegado no solo por mi propio desbarajuste vital, sino también por la ciénaga social en que me parece que chapotean muchos seres humanos con el único propósito de mantenerse a flote y salir adelante. Me encorajina, sobre todo, ver pasar primaveras y veranos sin flores ni frutos, descafeinados por la descorazonadora desfachatez de políticos “pesebreros” que sangran al pueblo, por la altivez de engreídos sin cimientos, por la voracidad de parásitos con sus tinajas llenas de sudores ajenos y por la despreocupación con que los deshumanizados siembran soledad en su derredor.

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Sin embargo, a pesar de todos los pesares, en la envergadura humana hay potencialidad para hacer frente a todas las quiebras posibles, de cualquier orden que sean, y para mantener a flote el barco que conduce la humanidad a buen puerto. Jesús de Nazaret, el mayor faro que ilumina el horizonte humano, actúa también como poderoso imán que no permite desviaciones. Al margen de cualquier elucubración que pueda hacerse tanto sobre su propia entidad divina y humana como sobre la historia de los acontecimientos que jalonaron su vida, los contenidos esenciales de su mensaje de salvación no ofrecen dudas. Las limitaciones inherentes a su condición de hombre que vive en un determinado tiempo nada restan a la profundidad y a la extensión de un mensaje válido para todos los tiempos y para todos los seres humanos cualesquiera que sean las circunstancias que atraviesen.

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Fue el suyo un mensaje revulsivo, de rectificación de las conductas, de conversión. Mensaje que no desdeña un lenguaje de alto voltaje, que habla de fuego, de espada, de cruz e incluso de ruptura familiar y que se cimienta en la penitencia. Obviamente, su implacable violencia verbal se desencadena en el interior de cada cual y descarga su furia únicamente en el corazón y en la mente de sus seguidores para ahormar sin miramientos sus propios comportamientos. De puertas a fuera,  se plasma inequívocamente en el hecho evidente de que vivimos un corto período de tiempo, regalo de un Dios providente que se comporta con nosotros como el mejor padre. De ahí que la relación de cada cristiano con él deba ser filial y concretarse en una confiada oración frecuente.

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Esta convicción básica genera la fuerza suficiente para que la conducta de los auténticos cristianos no desborde los márgenes del mensaje esencial de Jesús y discurra por la difícil y exigente senda del servicio y del amor que prescribe y exige. No es con invocaciones piadosas ni con golpes de pecho punzantes como se sigue a Jesús, sino con la entrega incondicional a su causa, es decir, con la práctica de las bienaventuranzas que él proclama: quitar hambres, curar llagas, pacificar los ánimos, etc. Si en la reflexión anterior, hablando de “lo que importa”, nos centrábamos en cómo debe celebrarse y vivirse la eucaristía, en esta lo hacemos sobre la figura misma de Jesús como modelo de comportamiento humano y sobre su mensaje salvador, mensaje de dulzura hiriente, de bondad sacrificada, de ternura incandescente.

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Para seguir a Jesús no hay otro camino que negarse a sí mismo y cargar con la propia cruz, en la que se depositan, como ocurrió en su caso, todos los “pecados” del mundo, los propios y los ajenos. Hablamos de una actitud cristiana que contrasta poderosamente con la de tantísimos dirigentes eclesiásticos y doctores de la Iglesia que transforman su fe en un trono para exhibir su propia valía y para quienes nada significa en realidad algo tan esencial como que los últimos serán los primeros. Sin duda alguna, la senectud, de la que hoy me honro, es una gracia peculiar que ayuda a ver con gran claridad la fatuidad y la vacuidad de todas las cosas y a entender a fondo y saborear sin prisas algo tan digno y precioso como que los últimos serán los primeros en el reino de Dios.

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Frente a Dios no hay más alternativas que la dependencia absoluta. El ateo, lo proclame o no, no es más que un creyente despistado. De hecho, nos pasamos la vida entera blasfemando o rezando, odiando o amando. Nuestro error supino proviene de no discernir con claridad que es mucho mejor lo segundo que lo primero, como lo es también ser último que primero. ¿Beneficios de una guerra? Si nos referimos a beneficios consistentes, la respuesta tajante es ninguno. ¿Beneficios de una equilibrada cooperación entre los pueblos? Si la cooperación es justa, la respuesta pertinente es muchos y de toda índole. No cabe la más mínima duda de que es muchísimo más rentable vivir amándose que odiándose. Sobre el dilema bien-mal, conveniente-desfavorable, valor-contravalor, ningún cristiano debería tener la más mínima duda pues la auténtica fe pone toda la carne en el asador de los últimos y de los que aman frente a los primeros y los que odian.

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La fecha me lleva a fijarme hoy en dos efemérides importantes. La primera se refiere a que, en este domingo en que celebramos la Ascensión del Señor, los españoles nos encontrarnos en plena campaña para las elecciones autonómicas y municipales del 28 de mayo, campaña en la que todos los candidatos prometen autonomías y ayuntamientos mejores. En las circunstancias actuales, como persona que valora la oración como el aire que respira, ruego fervorosamente al Dios benefactor en quien creo que ilumine la mente y guie la mano de los españoles para que alijan a los candidatos que realmente puedan lograr esa mejora. Sin duda, la elección tiene por sí gran trascendencia, razón por la que introducir en la urna un voto u otro acarrea responsabilidades. Urge por el bien de todos no solo que los candidatos oportunistas y aprovechados queden eliminados, sino también que salgan elegidos los más sacrificados servidores del pueblo. Solo los políticos austeros que de verdad sirven al pueblo ennoblecen la política al desempeñar lo que nunca debería dejar de ser una honrosa misión.

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La segunda efeméride se refiere a que el día de las elecciones celebraremos la fiesta de Pentecostés, fiesta que reaviva litúrgicamente la fuerza del Espíritu Santo, el Paráclito, el que consuela, ilumina, fortalece y enardece a tenor del himno que se canta en la Iglesia desde hace ya más de mil años: “Accende lumen sensibus / infunde amorem cordibus, / infirma nostri corporis, / virtute firmans perpeti(enciende con tu luz nuestros sentidos,/ infunde tu amor en nuestros corazones / y, con tu perpetuo auxilio, / fortalece nuestra frágil carne). La fe confía al creyente la “hechura” del mundo en que vivimos, gigantesca tarea para la que el Espíritu se hace iluminación, amor y fuerza. Confío plenamente en que el próximo domingo su fuerza y su luz se hagan presentes en los cielos de la sufrida España que padecemos y gozamos.

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