A salto de mata – 33 Fuego y cruz (de Lucas a Hebreos)

¡Que arda la tierra y el placer se atempere!

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Ignoro la razón, pero, en mi empecinada obsesión por realzar las esencias del cristianismo que me alimenta y librarlo de tantas adherencias, hoy no puedo zafarme de los textos litúrgicos de este mismo domingo. Que el cristianismo sea todo él y esencialmente una religión de alegría no significa de ningún modo que no queme en las manos y que frene el placer cuando se convierte en poco menos que orgía satánica. Aunque se impliquen y hasta puedan identificarse, la verdad es que hay mucha diferencia entre la alegría y el placer, pues mientras la alegría despeja el horizonte, hay placeres que matan. En cuanto al fuego, es obvio que tras su paso no todo se convierte en cenizas, como desgraciadamente está ocurriendo este verano con la piel de nuestra sufrida España, pues a los metales duros únicamente los vuelve maleables y a los preciosos, puros.

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En los tiempos que estamos atravesando, de tanta sequedad, egoísmos y malquerencias, es peligroso hablar de “prender fuego a la tierra” (palabras del propio Jesús según el Lucas de hoy) porque, si añadimos fuego a la sequía que estamos padeciendo, convertimos la tierra en infierno. Y este sí que es un infierno de carne y hueso porque en él arde el monte, se queman los bosques y las viviendas y se convierten en pavesas las ilusiones y las esperanzas de los ciudadanos, sus principales víctimas. Sin pretender “mentar la soga en casa del ahorcado”, lo cierto es que el cristianismo no debe tener ningún miedo a afrontar los temas más duros de la vida humana, tales como el sufrimiento humano y la muerte.

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El tema de la muerte, comenzando por el tema más espinoso que se nos plantea como seres racionales que demandan el porqué de las cosas, se resuelve de forma relativamente fácil al reducirla, a conveniencia propia, a un simple cambio de vida a mejor, aunque sea doloroso. El cambio es tan hondo y radical que la nueva vida se presenta como la consumación de todas las potencialidades que conforman la persona humana. ¿Razón para tan gran optimismo? Una esperanza, limpia y radical, que nos lleva a fiarnos por completo de la palabra del mejor de los amigos y del mejor de los padres. Quien de verdad se ha dejado impregnar del cristianismo afronta confiado la muerte porque sabe que, aunque a ella se llegue exhausto y jadeante, deshilachado y hecho una piltrafa, es la meta de un maratón muy exigente en la que, coronado de victoria, el muerto recibe la medalla de oro por ganar la larga y exigente olimpiada de la vida.

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Pero, ¿y el que sufre? No es preciso cebarse ahora en describir situaciones dramáticas, horrorosamente desesperadas, para alimentar esta reflexión, pues seguramente todos tenemos personas muy queridas cuya vida ha sido o está siendo un infierno. A tal extremo los llevan los insoportables sufrimientos que padecen, trátese de dolores físicos irresistibles incluso tras atiborrarse de analgésicos, o psíquicos, que no solo son más insoportables, sino también que cuentan con escasos remedios paliativos. ¿Qué hacer entonces frente a nuestras personas queridas en tal situación o frente al dolor propio? ¿Blasfemar como desahogo mental en lo que, paradójicamente, podría ser un sólido acto de fe, porque el blasfemo confiesa en su exabrupto que Dios anda metido de lleno en las cosas de su vida? Que el sufrido lector me disculpe, porque francamente no tengo ninguna respuesta a tan inquietante pregunta. Aunque es posible que aquí cupiera recordar el convencimiento general de que “Dios escribe derecho con renglones torcidos” y también que toda situación de desesperación absoluta tiene que tener alguna razón de ser y algún contenido positivo, como, por ejemplo, los de la mierda que se convierte en compost para nutrir las plantas.

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Fuego y cruz. El fuego purifica, convierte la maleza en vapor y humo y reblandece el metal para que pueda ser moldeado con facilidad. Sin duda, nosotros somos maleza a quemar y metal necesitado de suavidad y brillo. La cruz, por su parte, ese horroroso instrumento de tortura, el más cruel imaginado por el mundo romano, se ha convertido tras el sacrificio de Jesús de Nazaret en el altar en que se ofrece el más preciado de los sacrificios, el de la propia vida. Regalar su tiempo (servir) y compartir sus bienes (amar), dos primorosas exigencias evangélicas, no le bastan al auténtico cristiano que sabe que, además, debe convertirse él mismo en eucaristía (sacrificar su vida partiéndola y compartiéndola). Habida cuenta de todo ello, ¿podemos seguir afirmando todavía que el cristianismo es una religión de alegría? Eso parece si tenemos en cuenta que el tiempo es tan efímero que “no hay mal que cien años dure” y que sufrir garantiza que la vida transcurre por su debido cauce, pues no en vano creemos y confesamos que “la vida es un hermoso valle de lágrimas”, muchas de ellas de alegría.

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Desde la hondura y la profundidad de campo de estas consideraciones no es de extrañar que a un cristiano como yo le importen muy poco los escándalos sexuales de algunos eclesiásticos depredadores, aunque hayan alcanzado el episcopado, o que la Iglesia católica institucional siga patrones políticos que le acarrean deserciones, o que se discuta bizantinismos como si conviene destronar a santos que puede que estén usurpando las hornacinas que ocupan en los templos. De una u otra forma, ya se encargará la vida de emplazar en el lugar merecido a los malnacidos que han destrozado para siempre la vida de tantos niños y adolescentes. Por su parte, si la Iglesia institucional mariposea con sensibilidades y partidismos políticos, nada tiene de extraño que pierda fuste y se adelgace la “práctica sacramental” hasta hacerla caer en la anorexia de los templos vacíos. Por lo demás, que un ser humano suba a los altares tras su muerte o sea destronado después de haber sido examinada su vida con lupa es cuestión baladí que no merece un segundo de cavilación, aunque se trate de personajes famosos, porque, a fin de cuentas, toda canonización no deja de ser burda propaganda si realmente creemos que el único santo es Dios y que quienes están con él, todos nuestros muertos, participan ya de esa santidad.

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Esta reflexión me exige llegar a una conclusión que me resisto a explicitar porque hacerlo me disgusta seriamente: que no es lo mismo servir la causa de Jesús de Nazaret que la de la Iglesia católica institucional. Y no lo es porque en esta se juegan muchos intereses relativos al poder y al dinero, que nada tienen que ver con su propia razón de ser de ajustarse por completo en su proceder a la causa de Jesús de Nazaret. De ahí, la necesidad de que “nuestra Iglesia” sufra en el armazón de su misma estructura el impacto demoledor de los tiempos que vivimos, tan reacios a mitos y tiranías, y de que el Espíritu se vuelva fuego en sus entrañas, convirtiéndolas en un crisol del que debe brotar hermoso el Evangelio de Jesús, la eucaristía del “partir y compartir” los alimentos y la misma vida y la generosidad sin límite del “mandamiento nuevo”, que son el verdadero fundamento de la fraternidad universal de todos los seres humanos.

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