Desayuna conmigo (miércoles, 19.8.20) Gracia, gratuidad

 

Por una sociedad cristiana

SOS
El concepto de “gratuidad” es uno de los más densos y transcendentales para el pensamiento cristiano y también uno de los más atractivos para este cronista, empeñado como está en hacer una relectura audaz del cristianismo en orden a poner de relieve su nervio y de aflorar sus enormes potencialidades para encauzar la vida de los hombres de nuestro tiempo. Desde luego, es un concepto sorprendente. Sus tentáculos se agigantan hasta “abrazar” todo el mundo. Que hoy celebremos el “día mundial de la asistencia humanitaria” no solo favorece, sino que fuerza esta reflexión matinal. Esa celebración se inserta, en esta ocasión, en un ambiente de gran tensión y necesidad, originado por la terrible acción y persistencia del coronavirus. Este día viene celebrándose desde hace 12 años, a propuesta la ONU, en memoria del brutal atentado terrorista contra su sede en Bagdad en el que, el 19 de agosto de 2003, murieron 22 personas.

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En términos generales, la celebración de este día nos emplaza frente a un mundo cuyas necesidades básicas no son cubiertas, ni mucho menos, por lo que los “trabajadores” producen. Me atrevo a apostar por el hecho de que las contraposiciones de mundo cristiano-no cristiano, de mundo de trabajadores-no trabajadores, de mundo del norte-sur, de mundo desarrollado-subdesarrollado, no aportan, ni mucho menos, a la hora de englobar a todos los hombres, la luz y la profundidad que dimana de los conceptos de mercadería-gratuidad, de mundo mercantil-mundo de acción humanitaria. Frente al convencimiento general de que vivimos en un mundo tan egoísta que en él “nadie da nada por nada” (mundo mercantilista, en cuyas redes han caído muchas veces no solo el cristianismo, sino también el trato directo de los creyentes con Dios en la oración y cuantos realizan promesas o “mandas” a cambio de grandes favores, rayanos en el milagro), existe la evidencia de que son muchísimos los seres humanos que dan todo de sí, tiempo y haberes, sin esperar nada a cambio, por el solo hecho de sentir que se comportan “humanamente”.

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La asistencia humanitaria, contemplada por este día, mira de frente las necesidades de los entornos y las condiciones en que se encuentran los “trabajadores humanitarios”. En la celebración del año pasado, se tuvo especialmente en cuenta a los voluntarios que, por razón de su vocación de gratuidad, fueron asesinados o resultaron heridos, sin obviar, claro está, el reconocimiento de la labor de cuantos están prestando asistencia y protección a millones de personas en todo el mundo. A tal efecto, no está de más recordar que, en 2019, 483 trabajadores humanitarios fueron agredidos en 277 ocasiones y que, a resultas de esas agresiones, 125 fueron asesinados, 234 fueron heridos y 124 más, secuestrados; que la mayoría de esos ataques se produjeron en Siria, Sudán del Sur, Congo, Afganistán, República Centroafricana, Yemen y Malí y que la OMS denunció más de mil ataques a trabajadores sanitarios, con el resultado de 199 muertos y 628 heridos.

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Por otro lado, la ayuda humanitaria registrada ese año arroja los siguientes datos: 28,9 millones de niños fueron vacunados contra el sarampión; 6,9 millones de niños, mujeres embarazadas y lactantes con desnutrición aguda fueron ingresados para recibir tratamiento; 32,2 millones de personas tuvieron acceso al agua potable para beber, cocinar e higiene personal; 2,6 millones de niños y cuidadores recibieron servicios de salud mental y apoyo psicosocial y 42 millones de cabezas de ganado fueron vacunadas y sometidas a tratamiento. Nos referimos, claro está, solo a datos de estadísticas que no pueden cuantificar la enorme cantidad de acciones gratuitas que se llevaron a efecto en el ámbito de las familias, del vecindario y de la comunidad ciudadana.

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Este año, la celebración se produce cuando el mundo se encuentra luchando todavía a brazo partido contra la pandemia del covid-19. Aunque son muchos los profesionales obligados por su profesión a afrontar directamente lo más espinoso del trabajo de contención y curación de los atrapados por ese virus, de todos es bien sabido que la inmensa mayoría de ellos están haciendo mucho más que lo que les exigen sus profesiones, es decir, que hay mucha voluntariedad y gratuidad no solo en el hecho de dedicar a su trabajo más horas de las reglamentarias, sino también de correr riesgos a los que, si no se tratara de salvar tantas vidas, jamás aceptarían enfrentarse.

Como en el sentir providencial de un cristiano “no hay mal que por bien no venga”, el ciclón del coronavirus ha puesto de manifiesto la urgente necesidad de que los seres humanos nos arropemos unos a otros mucho más allá de lo que nadie puede exigir por ninguna ley, es decir, la urgente necesidad de que en todo el mundo crezca a ojos vista la gratuidad de los comportamientos humanos.

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Llevamos un par de siglos inmersos en un mundo sumamente mercantilista, regido por la rentabilidad de toda inversión y la remuneración de todo trabajo. Ello nos ha llevado en muchas partes del mundo a un crecimiento económico espectacular, que ha aumentado considerablemente la calidad de vida de la inmensa mayoría de los ciudadanos. Sin embargo, en los primeros compases del s. XXI, estamos descubriendo la enorme fragilidad del crecimiento continuo que hemos tenido y lo enormemente frágiles que seguimos siendo en cuanto al hecho de conservar la vida se refiere. Ello nos ha servido para quitarnos de encima la enorme presión con que el mundo religioso ha atenazado las conciencias y aplastando los desarrollos económicos durante siglos y también para tirar por tierra las elucubraciones fantasiosas del coto período de la Ilustración. Pero nuestro mundo, tan real y pragmático, se ha convertido en un mundo achatado o aplanado al valorar el dinero, que de suyo no es más que un instrumento de vida, como un objetivo vital de primera magnitud. Hemos entronizado de nuevo el becerro de oro Y, claro está, no solo de pan vive el hombre, ni con dinero se puede comprar todo, como, por ejemplo, la salud y el contento del ánimo.

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El coronavirus debe obligarnos a una profunda reflexión sobre el rumbo que lleva en estos momentos la vida humana para supeditar por completo el dinero a la vida. Llevamos en el ADN la aspiración a más, a una vida mejor, y ello nos salva afortunadamente incluso de la muerte por desidia. Pero no nos vendrá la mejoría anhelada de superar la crisis económica, de recuperar pronto el ritmo de crecimiento perdido y de seguir aumentando la productividad para cubrir necesidades completamente arbitrarias y circunstanciales. Sin objetar ni lo más mínimo a ese mundo nuestro de crecimiento económico continuo, salvo en lo que tiene de depredador y de expolio, es llegado el momento de descubrir a fondo los enormes beneficios que produce la “gratuidad”, valga el oxímoron. El mundo “utópico” de la gratuidad, de dar y dar a cambio de nada, ha perdido su condición de ensoñación ilusoria para hacerse tangible en la conducta de cientos de miles de voluntarios que trabajan en sus propios países o fuera de ellos en beneficio de los millones de seres humanos que no pueden cubrir por sí mismos sus más elementales necesidades humanas.

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Pero, por encima de esa ensoñación humanitaria, está todavía la visión cristiana de la sociedad, en la que la “caridad” debe ser el todo de las conductas y encarnar la fe al exigirnos que veamos en cualquier necesitado a Jesús disfrazado de carne y de necesidad humana para que podamos echarle una mano. Todo en el cristianismo es pura gratuidad: desde la creación de Dios hasta la salvación obrada por Jesús. Ve, vende tus bienes y ven y sígueme es un consejo que sigue teniendo en nuestro tiempo la misma fuerza y frescura  que cuando salió de la boca del Señor. Sin la menor duda, la mejora de la vida humana que todos deseamos pasa hoy necesariamente por el voluntariado, por la acción gratuita de tantos seres humanos en favor de los necesitados. En eso y solo en eso podrán reconocer los hombres de nuestro tiempo que somos cristianos, que, siguiendo la estela de Jesús, hacemos el bien.

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Que hoy se celebren, además, los días mundiales de la fotografía y del orangután, con ser de suyo unas celebraciones muy importantes, en el contexto en que hemos desarrollado nuestro desayuno no son más que dos anécdotas curiosas sobre las que únicamente podemos atraer la atención. En la imagen plasmada reflejamos lo que realmente somos (una calamidad) y en el trato a los animales (otra calamidad), cómo somos. A la fuerza ahorcan y el coronavirus ha venido a sacarnos de nuestros egoísmos para que emprendamos una marcha solidaria en beneficio de toda la humanidad. Cuando somos honestos y tratamos de enmendar yerros, todos los caminos nos conducen inevitablemente al Evangelio.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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