A salto de mata – 43 ¿Hombre amargado?

Octogenario ilusionado. Domund e hidrógeno

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Tras nuestra anterior reflexión sobre la “nada” como abismo hipotético del que procedo y en el que posiblemente me hundiré al final, alguien podría pensar con fundada razón que soy un hombre amargado. Nada de eso. Pero, ante todo, el lector me permitirá precisar que hablo de mí mismo sin el más mínimo sesgo de “yoísmo”, es decir, como quien, habiendo recibido una tarta, lejos de engullirla como un glotón, desea compartirla amigablemente con otros muchos, con cuantos más mejor, o, más en sintonía con el título de esta reflexión, como quien, aun teniendo motivos sobrados para hacerlo, se niega a llorar solo por las esquinas y penumbras de la vida. Sé muy bien que se vive más y mejor cuando se comparte cuanto nos regala la vida, también sus risas y llantos.

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Que la vida no es fácil para nadie es algo que se puede constatar a diario, pues está a la vista de todos. Yendo por la calle, basta alzar la mirada para darse cuenta de que uno se cruza con gente que camina apesadumbrada, gente que seguramente soporta un cúmulo de problemas (salud, dinero, relaciones humanas), una gruesa costra pegada a la piel, sin que encuentre la manera de desprenderse de ellos y a la que no le queda más remedio que aguantarlos estoicamente hasta que el tiempo los alivie como un bálsamo, o los resuelva como un ácido. Nos asombraría ver la cantidad de personas que nos parecen afortunadas, pero que llevan a la espalda un pesado fardo.Algunas de ellas lo hacen afortunadamente con tanto temple y coraje que ni lloran en público ni echan mano del comodín del victimismo.

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Pero, si la vida nos depara mil situaciones y complejidades difíciles de soportar, lo cierto es que también nos ofrece otras tantas que nos hacen sonreír con naturalidad. Hablo de situaciones y complejidades para reír o para llorar que muchas veces no afloran a la superficie. Algunos, entre los que me cuento, somos demasiado herméticos para traslucir sentimientos corrosivos, que se cuecen y recuecen en el interior a la espera de encontrar un tubo de escape. Lo peor de todo es cuando no lo hay y la presión explota llevándose la vida por delante. Desgraciadamente, el suicidio no es un drama que solo sirva para llenar las páginas de las novelas. Mírese como se mire, lo cierto es que el ser humano es extraordinariamente complicado, sobre todo cuando no digiere bien la gran riqueza que atesora o no acierta a dar rienda suelta a las potencialidades que lo animan.

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Si en este batiburrillo de cosas y en el galimatías de ideas en que nos debatimos habitualmente introducimos el “ser cristiano” como una forma de entender la vida y de estar en ella, la panorámica cambia por completo. Quien se convence de que, aunque alcance metas sobrehumanas, es “nadie” e incluso “nada”, sintiéndose obrero inútil de una viña ajena y comportándose como tal, se librará como por ensalmo de cualquier zozobra y estará instintivamente predispuesto, aunque no pueda dejar de sufrirlo, a afrontar el dolor con coraje y temple y a no mendigar la condición de víctima. De hecho, el cristiano que sabe que camina tras un crucificado, nunca se sentirá víctima sino protagonista de la vida que el destino le depara. Fiarse de la providencia de Dios significa convertirse en agente suyo, en seguidor de un tal Jesús, tan vapuleado. Pedir que se cumpla siempre la voluntad de Dios requiere que el orante ponga todos los medios a su alcance para conseguir la gracia implorada.

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Cuando nos comportamos de esa manera, la vista se vuelve iluminación; el oído, armonía; el gusto, placer; el tacto, mimo; y el olfato, fragancia. Hablo de un recorrido plácido y reconfortante por el terreno de nuestras más básicas potencialidades, de una fuerza que nos catapulta del atractivo incuestionable de la sensualidad a un plano en el que ni la crueldad de la naturaleza ni la violencia humana borrarán la sonrisa o guillotinarán la alegría que brotan de la convicción de que todas las cosas y aconteceres son buenos. Hemos de subrayar con trazos gruesos tanto el “son” como el “buenos”, es decir, el ser y la bondad. Que el hombre rudo que somos se comporte a veces como un alocado salvaje resulta, a la postre, mucho más un reto a intervenir que un deseo irrefrenable de enviarlo todo a la mierda. Por dañino que sea su comportamiento, el sujeto nunca dejará de aspirar al bienestar y a la bondad y, más bien pronto que tarde, se convencerá de que no hay que matar para ganar la paz. El aforismo latino de “si vis pacem, para bellum” solo puede tener sentido y valor preventivos.

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En resumidas cuentas, partiendo de la nada que somos, todo cuanto nos constituye y rodea se vuelve positivo y adquiere una identidad que es indefectiblemente buena. He repetido más de una vez que la conciencia de mi propio ser es, para mí, la gran prueba de la existencia de Dios, pues no cabe en mi cabeza que yo pueda existir sin él.  Lo dicho vale también para fundamentar seriamente la bondad indestructible del mundo en que vivo. En otras palabras, mi vida, aunque sea muy decepcionante, no deja de ser un destello divino. Ni siquiera una vida atormentada puede apagar esta luz ni tirar por tierra un argumento tan vigoroso. Y claro está, partiendo de ese convencimiento, cuando la vida es plácida y su desarrollo resulta favorable, miel sobre hojuelas para ahondar en un pensamiento radicalmente positivo del que puede extraerse mucho jugo para cumplir la expectativa irrenunciable de aspirar a vivir mejor.

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Solo cerrando los ojos a la realidad uno puede encontrar las mil razones que el egoísta proceder ofrece para amargarse la vida hasta el punto de pretender quitarse de en medio. Pero si los abre para contemplarla tal cual es, el ser lo llena y la belleza lo recrea. Basten dos ejemplos que demuestran claramente la positividad que postulo. El primero es el Domund, el día de las misiones que celebramos hoy, un día dedicado a tener presentes en el pensamiento y en la cartera a miles de hombres y mujeres, los misioneros, que lo dan todo, su tiempo y sus haberes, en favor de quienes más lo necesitan, y que mejoran el mundo en que todos vivimos. Ellos hacen el mundo humano al lograr que cristalice en sus vidas nuestro ser más auténtico, el de hijos de Dios. Nada añade a la cosa que sean religiosos y cristianos católicos, porque lo que cuenta, en definitiva, es su comportamiento fraternal. La donación de su tiempo y de sus haberes en favor de los más necesitados hace buenas no solo sus vidas, sino también las de todos los demás.

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El segundo ejemplo se refiere a que acabo de saber que, en el atormentado mundo en que vivimos de recursos tan limitados, el hidrógeno es una reserva de energía inagotable. El proceso de su captura, hoy tan urgente por las circunstancias de precariedad que padecemos, está afortunadamente en marcha y con buenos resultados. El hidrógeno garantizará muchísimo tiempo, tal vez durante milenios, la energía que la humanidad necesita para mantener la calidad de vida que tan orgullosamente hemos alcanzado en muchas partes del mundo. Además, su elaboración contribuirá significativamente a purgar el planeta, pues fagocitará una buena parte del dióxido de carbono con que, en nuestro afán de más y mejor, envenenamos el medio ambiente. La limpieza del CO2 es un agujero negro a la hora de consumir recursos. Esta vida nuestra, amenazada por tantos factores negativos y tan negra para muchos, cuenta hoy, sin embargo, con la posibilidad de conseguir una energía inagotable, que es, además, barata y purificadora. Tenemos, pues, de dónde extraer optimismo y a la vida humana actual se le abre un camino de esperanza, capaz de derribar cuantos obstáculos le salgan al paso y de allanar los caminos del hombre.

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