Esta mañana me he levantado con la fuerte sensación de que hoy es Navidad. Ciertamente, no he oído villancicos en la radio ni he visto colgaduras luminosas en las calles de mi pequeña ciudad, por las que, además, apenas pasea nadie a estas horas y, desde luego, no hay escaparates especialmente adornados. Sin embargo, me embarga la sensación de que hoy es Navidad. Quizá contribuya a ello que el día, con los suelos mojados y las nubes bajas, se parezca más a uno de invierno que a uno de casi comienzos del verano, y que, a falta de imaginativos adornos luminosos, los florales del jardín luzcan esta mañana muy hermosos.

Desde luego, aunque la celebración litúrgica de la Navidad quede adscrita a un momento determinado de nuestro calendario festivo, lo cierto es que no hay constancia del momento concreto en que nació el niño Dios. Y eso permite que uno pueda situarla y celebrarla en el momento que más le plazca. Pero no, mi sensación de esta mañana no es caprichosa ni el resultado de tirar una moneda al alto. Es más, pienso que objetivamente hay razón sobrada en el mundo cristiano para pensar que todos los días son Navidad porque Dios no deja de nacer o renacer cada día en el escenario en que vivimos. Dios aflora en nuestra propia conducta lo mismo cuando nos esforzamos por transformar en valor un contravalor o cuando hacemos una obra buena, que cuando asistimos atónitos a las evoluciones de los juegos de los niños y, más en concreto, cuando uno de ellos nace en nuestra comunidad. Miremos en la dirección que miremos y cualquiera que sea nuestro estado de ánimo, lo cierto es que Dios se ha instalado entre nosotros para no marcharse jamás y que nos acompaña en todo momento, incluso cuando el dolor y la desesperación nos lo ocultan.

También es muy posible que esta ensoñación navideña mía nazca del hecho de que hoy celebremos el “día internacional de los niños inocentes que son víctimas de agresiones”, como lo fue el niño Mesías de la sociedad de su tiempo desde su cuna a su sepultura. El propósito de tal celebración es que reconozcamos el dolor de los niños que en todo el mundo son víctimas de maltratos físicos, mentales y emocionales. Se trata de un día que, además, viene a reafirmar el compromiso de las Naciones Unidas de proteger los derechos del niño. No olvidemos que más de 230 millones de niños, aproximadamente un 10% de todos los del mundo, viven actualmente en zonas afectadas por conflictos armados. Las horrorosas imágenes de guerra se hacen insoportables cuando las vemos reflejadas, por alguna fotografía tomada a tiempo, en los rostros de los niños que las padecen.

Cuando celebramos en diciembre la Navidad, edulcoramos el acontecimiento del nacimiento real de Jesús para convertirlo en el primer día glorioso de un incipiente reino de los cielos en la tierra. Pero la verdad es que lo fue solo de una vida marcada desde su inicio por su condición de “víctima propiciatoria”. Para saber a fondo cómo es la sociedad en que vivimos no tenemos más que mirarnos en el espejo del trato que damos a nuestros niños. En esa perspectiva, esta sociedad se nos muestra muy brutal y egoísta, pues muchos adultos descargan en las endebles espaldas de los niños sus propias tensiones (familias desestructuradas, malos tratos, divorcios) y se aprovechan de ellos (explotación laboral, abusos sexuales, manipulación guerrillera). Desgraciadamente, en el rostro desencajado de muchos niños contemplamos hoy nuestra horrorosa imagen de animales depredadores.

Este 4 de junio nos pone encima de la mesa un problema que, siendo muy agudo en la corta distancia, no deja de ser un alivio en la larga, pues hoy se celebra también el “día mundial de la fertilidad”. Se habla de infertilidad cuando no se produce un embarazo pasado un año de relaciones sexuales sin utilización de métodos anticonceptivos y cuando hay una dificultad para llevar adelante una gestación. La OMS la considera una enfermedad que afecta a un gran porcentaje de parejas en edad reproductiva. Con lo de “alivio en la larga distancia” me refiero a que, a pesar de que algunas sociedades adolecen de una razonable regeneración poblacional, lo cierto es que en el mundo hay grandes desequilibrios que apuntan hacia la imposibilidad de un desarrollo poblacional sostenible.

Claro que, partiendo de que la naturaleza es sabia en lo tocante a la plasmación de sus propias potencialidades, sea sirviéndose de sus propias fuerzas o de las locuras humanas, ella misma pone frenos dramáticos a ese desarrollo. La cuantificación estadística del número de habitantes del mundo y la media de vida de la población nos llevan a la conclusión de que cada día mueren unos trescientos mil seres humanos. Sin duda, son muchos los que lo hacen por enfermedad o por agotamiento vital, pero hay muchas muertes que se deben a accidentes derivados del trabajo y del transporte o de las evoluciones del planeta (terremotos, maremotos, ciclones), y no son pocas las que se producen a mano de otros seres humanos por linchamientos debidos a malos tratos, asesinatos y guerras. Nadie podrá evitar jamás que la humanidad pague cada día un alto tributo por su vida.

En este contexto y tan sensibilizados como nos tiene con la muerte la pandemia que padecemos, no deberíamos olvidar en este 4 de junio que hoy, hace 31 años, el gobierno chino masacró en la plaza de Tiananmen de Pekín a un número indeterminado de ciudadanos, de entre mil y dos mil quinientos, tras las manifestaciones realizadas en esa misma plaza desde el 15 de abril al 4 de junio. Los manifestantes pertenecían a distintos grupos de población: intelectuales, que creían que el Gobierno era demasiado represivo y corrupto, y trabajadores, que creían que las reformas económicas en China habían ido demasiado lejos y que la inflación y el desempleo estaban amenazando su forma de vida. Menciono este hecho por haberse producido un día como hoy y como demostración clara de la crueldad con que, a lo largo de nuestra historia, los seres humanos hemos venido tratándonos unos a otros.

¡Día de Navidad! Todos los días lo son porque la vida se renueva cada día sobre la Tierra y todos los días Dios sigue encarnándose en nuestras vidas. Deberíamos prestar más atención a los niños que corren por nuestras calles y vaciar por completo los patíbulos que con suma facilidad construimos para ajusticiar o masacrar a nuestros semejantes. El coronavirus ha venido a demostrarnos lo frágil y preciosa que es la vida de cada ser humano, incluso la de los muy mayores. Escapar de sus garras debe conducirnos a un nuevo renacer, a valorar la vida como es debido, a una navidad duradera. Hoy, como lo fue ayer y lo será mañana, es un buen día para dejar en blanco la página de nuestra vida y comenzar a escribir en ella un hermoso relato de amor y heroicidad, un conmovedor relato de Navidad.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com