A salto de mata - 34 Por una Jerusalén terrestre

¿Se salvan muchos?

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Hace un año aproximadamente, RD me invitó a visitar Jerusalén y Tierra Santa en representación suya. La alegría y la preocupación por tan gran responsabilidad llenaron por igual mi mente. Hacía tiempo que había estado en Jerusalén y recorrido sus calles y murallas como cervatillo saltarín o como cabra echada al monte en un viaje turístico relámpago. Ahora iba a ser diferente, pues el viaje turístico se convertía necesariamente en peregrinación, con el compromiso además de compartir sus vivencias. Contrasta poderosamente la envergadura de una peregrinación, que rompía las primeras barreras de la Covid-19 permitiendo movernos por Tierra Santa sin agobios y que hasta facilitó que pudiéramos departir, abierta y amigablemente, con el Patriarca latino de Jerusalén en la “vía dolorosa”, con la imagen actual de la ciudad de muerte en que ha vuelto a convertirse desgraciadamente al provocar que la violencia haga acto de presencia en sus calles por la mala vecindad de dos pueblos hermanos, enemistados desde antiguo.

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La liturgia de hoy, de la mano de Isaías, nos hace soñar con la impoluta “ciudad celestial”, libre de todas las basuras y oscuridades con que los humanos llenamos sus calles. Una ciudad, en fin, en la que ya nadie es extranjero y en la que todo ser viviente reconocerá y cantará la gloria del Señor que la ilumina y la gobierna. El Señor formará su pueblo con cuantos tengan a bien acercarse a ella desde cualquier confín del universo. Es la imagen que pone carne a las más comprometidas y sacrificadas esperanzas que anidan en el pueblo de Israel y en el corazón de todo ser humano y que les ayuda en el arduo recorrido que es la vida humana.

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Pero hoy no podemos vivir una fuerte ensoñación de bondad y deleite porque en seguida Hebreos nos sale al paso en la segunda lectura para advertirnos que “el Señor (también) reprende a los que ama y castiga a sus hijos preferidos”. Sin duda alguna, la reprimenda divina comporta discernimiento y el castigo, corrección. Dios parece instalarse así en la propia conciencia individual, que es la que, en última instancia, denuncia las quiebras de conducta, es decir, los escarceos con contravalores que nos tientan continuamente, para que rectifiquemos decantándonos por valores, que son los que nos hacen crecer como seres humanos y nos encaminan por la senda de la dignificación y de la humanización. Aunque a nadie le siente bien que lo corrijan e incluso aunque el hecho le duela, se trata de una ayuda que resulta muy útil para ahorrarse los sufrimientos que acompañan inexorablemente a todos los contravalores (el pecado o el deterioro vital que inevitablemente producen las malas acciones).

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“Señor, ¿son pocos los que se salvan?”. Es la pregunta que, según la narración de Lucas en el Evangelio de hoy, le hace a Jesús uno que estaba preocupado (¿y quién no?) por tan transcendental cuestión.  Aunque Lucas ponga en su boca la exhortación a “entrar por la puerta estrecha”, remachada por la dura aseveración de que “muchos intentarán entrar y no podrán”, deberíamos valorarla como núcleo de un discurso catequético dirigido a mejorar los comportamientos. Algo así como cuando un cura enfadado reprende desde el altar a la feligresía que tiene delante por su tibia práctica religiosa. No veo, pues, en todo ello un principio axiomático del proceder cristiano o una sentencia rigurosa, como si de un dogma de fe se tratara. Quienes aseguran olímpicamente que, dado el rumbo que llevan los hombres, son muchos los que de facto se condenan por haber vivido con holgura deberían pensárselo seriamente y sacar conclusiones que chirrían de por sí. Si fuera como ellos dicen, ¿cómo deberíamos calificar a un Dios que se dedicara a crear hombres para consumar su obra encerrándolos en un Infierno eterno, de atroz sufrimiento? ¡Inconcebible! ¡Inaudito!

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Nuestra racionalidad y una mínima sensibilidad van sobradas para afirmar con convicción no solo que el Infierno está vacío, sino también que tal esperpento especulativo ni siquiera puede existir por tan contundente razón como que sería la negación total de Dios. O hay Dios o hay Infierno. Ambos a la vez son rigurosamente excluyentes. Si la situación que están atravesando muchos ucranianos nos pone los pelos de punta y nos agobia hasta hacernos sentir una impotencia abisal, ¿cómo podría haber “bienaventurados” en el Cielo sabiendo que muchos seres humanos, incluso seres queridos, se retuercen de dolor en la cámara de torturas sin igual que sería su supuesto Infierno? Abusando de la metáfora, diré que ignoro la razón por la que los hombres necesitamos inventarnos un Infierno de horrorosa condena eterna cuando vivimos metidos de hoz y coz en el “infierno de la vida”. Vista en su conjunto, la vida de cada cual ¿no llama a la más exquisita compasión y a un perdón incondicional cualesquiera que hayan sido sus fechorías? Habida cuenta de todo ello, ¿qué persigue Jesús en definitiva con lo de la puerta estrecha? Seguramente indicarnos que el camino de la salvación es escarpado y que, si hacemos de la “estrechez” una norma de comportamiento, encarrilaremos bien nuestros pasos. Por un lado, la solidaridad que caracteriza esencialmente el cristianismo no permite disfrutar sin cortapisas de una cartera abultada, y, por otro, para reclamar un salario es preciso certificar las horas trabajadas, lo que nos lleva a deducir que la puerta estrecha del Evangelio de hoy apunta a la austeridad y al trabajo.

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Jerusalén, la sociedad maldita en que tan fácilmente cuaja la violencia y en la que tan alarmados viven sus ciudadanos, se ha convertido paradójicamente en la ciudad de la gran esperanza de una muchedumbre tan numerosa como las arenas del mar no solo porque su templo ha aglutinado a lo largo de los siglos a un pueblo disperso y díscolo, sino también y sobre todo por haberse convertido en el escenario de la salvación que predica el cristianismo. Sus calles y sus piedras reproducen todavía, muy nítido, el eco de la fraternidad universal predicada por Jesús y exhiben las huellas de sangre derramada por amor. En ella se siente todavía el látigo que flagela la conciencia humana, se clavan en el cerebro las espinas de la locura colectiva y se vislumbra ya, paradójicamente, el esplendor de la resurrección de una humanidad realmente pacificada y cohesionada.

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Mientras va tomando cuerpo ese vislumbre y la esperanza acrece, los humanos deberíamos preocuparnos de construir hoy una Jerusalén con anchas puertas de acogida para todos los hombres de nuestro tiempo. Israel y la Autoridad Palestina deberían ser muy conscientes del enorme patrimonio humano que es Jerusalén, pues no en vano lleva ya más de cuarenta años reconocida como patrimonio de toda la humanidad, y del que ellos se han hecho cargo al gobernar una ciudad en la que confluyen las miradas y las mejores esperanzas de miles de millones de seres humanos. Jesús construyó en ella unos sólidos cimientos sobre los que, afortunadamente, cada generación puede edificar su forma de vida. Por muy diferentes que sean nuestras formas de vida, todas ellas confluyen en la paternidad divina universal y en la consiguiente fraternidad de todos los hombres, incluso cuando algunos o muchos odian a sus semejantes o se dedican a exterminarlos. Afortunadamente, para entrar en el cielo no hace falta atravesar puertas ni subir escaleras, pues se trata de un patrimonio que nos corresponde legítimamente a todos como hijos de Dios.

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