Audaz relectura del cristianismo (65) Jesús, mi Señor

“Maestro, ¿dónde vives?” (Jn 1:38)

Jesucristo

Como frontispicio, cual tesis envolvente que evite malentendidos, confieso que Jesús es Dios.

 Seguro que mi puñadito de lectores no se esperaban hoy un tema de reflexión tan melifluo, aunque tal adjetivo no le venga a nuestro poliédrico Jesús, tan exigente e incisivo, como traje hecho a medida. Tras la sorpresa inicial, seguro que convendrán conmigo en que, por su calado cultural, el tema tiene una importancia capital incluso para el materialista y despreocupado hombre del siglo XXI. Por ello, no debería extrañarnos que sobre él se escriban cada año tantos artículos y libros de historia, de exégesis, de teología, de poesía y de devoción.Como frontispicio, cual tesis envolvente que evite malentendidos, confieso que Jesús es Dios. Adviértase que hablo de Jesús, no de “Jesucristo”, denominación esta que conlleva toda una amalgama de densos desarrollos teológicos, fraguados laboriosamente en los primeros tiempos del cristianismo.

hijos de Dios

Hijos de Dios

Pero también confieso que cualquier persona con la que me cruzo en la calle, aunque sea huraña y mezquina, cruel y despiadada, socialmente peligrosa y moralmente apestosa, alcanza tal altura y dignidad. Sí, creo que Jesús es Dios, enteramente Dios, como también lo es todo ser humano. Por extraña que parezca tan intempestiva confesión, es obvio que con ella no sustraigo nada al esplendoroso Jesucristo de nuestra fe, a cuya divinidad óntica se agarran los más ardorosos apologetas diciendo que Jesús es hijo  del Padre engendrado y no creado, y que lo es por derecho propio, mientras que los demás seres humanos solo somos “hijos adoptivos”. Subrayo de paso que, en la rica filosofía de mi maestro Chávarri, la relación tiene entidad ontológica y, por tanto, la relación de filiación adoptiva es también óntica. De hecho, jurídicamente, la adopción genera los mismos derechos que la filiación de sangre. ¿Desvarío acaso si, al cruzarme en la calle con un vagabundo andrajoso, digo que me cruzo con Dios?  Si desvariara, confieso que no encontraría dónde anclar las hermosas consignas y las exigentes ordenanzas evangélicas.

Fijando las esencias cristianas

Elucubraciones conceptuales

Por ello, sin sustraerle nada al simpar personaje judío Jesús, nuestro señor y salvador, le reconozco a todo ser humano la categoría que le corresponde. Frente a la importancia que la conducta y las enseñanzas de Jesús tienen para nosotros, lo de Hijo engendrado por el Padre y lo de Segunda Persona de la misteriosa Trinidad parece un simple divertimento teológico conceptual. Ironizando, podríamos decir que los Padres de la Iglesia, como no tenían Internet para entretenerse matando marcianos en un juego virtual, lo hicieron de lo lindo perfilando conceptos para explicitar un credo de verdades intocables, cuyo montaje, a la vez que aguzaba sus mentes, repartía anatemas, cual “ganchos” (uppercut) de boxeo, a diestro y siniestro. Frente a lo que Jesús significa realmente para la historia humana, la verdad es que importa poco la sobrecarga de dogmas que podamos echarle a las espaldas.

Los hombres de todos los tiempos somos el “pueblo de Dios”. A tenor de mi más profunda y sincera fe o de mi más depurada ensoñación, a la condición divina le repugna la acepción de pueblos y personas. Si Dios eligiera realmente un pueblo o un hombre, sería tan huraño, ciego y mezquino como lo somos nosotros. Sentirse o considerarse elegido de Dios es una ensoñación elitista egoísta.  No cabe pensar en un Dios rodeado de favoritos, un Dios propio de un grupo, un Dios exclusivamente mío, sino solo en el único y verdadero Dios de todos sin excepción. Quienes proclaman que Jesús es el hijo muy amado de Dios deben sentirse, también ellos, amados de igual manera. No importa la poquedad del insignificante donnadie que me siento ni que otro cualquiera sea un salvaje, un desalmado o un espécimen depredador. Tampoco importa la condición piadosa del judío Jesús ni que durante su vida estuviera inmerso en una cultura peculiar y tuviera una cosmovisión muy mejorable.

Humanidad doliente de Dios

Por escandalosas que puedan resultar estas equiparaciones entre Jesús y los demás hombres, lo cierto es que conectan a la perfección con sus enseñanzas básicas: al proclamarse enviado de un Dios al que llama Padre, no solo se identifica con cada uno de nosotros, sino también encaja en su propia personalidad (el “a mí me lo hicisteis” de la Bienaventuranzas) los efectos beneficiosos o devastadores de nuestros comportamientos. Es tan fuerte esta identificación que solo se siente honrado y servido por quien honra y sirve fraternalmente a los demás seres humanos.

Pero, si Jesús es solo uno entre los miles de millones de seres humanos que han poblado la Tierra, ¿por qué me refiero a él como “mi señor”? No lo hago porque sea hijo óntico de Dios o cabeza de un cuerpo místico, y tampoco porque sea un judío, piadoso y beligerante al mismo tiempo, o un asiático inmerso en una cultura tan diferente de la mía. Mi admiración y devoción amorosa hacia él proviene de la trascendencia que su vida tiene para mí y también para el conjunto de la humanidad, al hacer posible que todos llamemos “padre” a Dios y exigirnos que encaucemos nuestros comportamientos por sendas de fraternidad. Como prototipo de humanidad, hizo siempre, en su vida y en su muerte, el bien por amor a todos los seres humanos, incluidos los proscritos de la sociedad de su tiempo.

Jesús, personaje único

Maestro

Sin hipérboles ni maximalismos y sin extrapolaciones de la época y del entorno social en que vivió, con todos sus condicionantes culturales, me parece que Jesús fue un excelente y genial maestro que le dio a la dimensión religiosa del hombre una profundidad y alcance originales al concebir al Dios omnipotente como padre solícito y amoroso, todo bondad y misericordia. Al proclamarse él mismo Dios o ser proclamado tal por otros, Jesús logró que Dios se encarnase en el hombre y humanizase sus sentimientos. Lo más hermoso que puede decirse de él es que fue “maestro”, camino y pan de vida

No, no es cierto que, si Jesús no resucitó de entre los muertos, la fe del cristiano es vana. Lo sería en el desarrollo teológico paulino de creación-pecado-encarnación-redención, pero no lo es forzosamente en el contenido de la fe que pueda depositarse en la predicación de un maestro que realmente no lleva al hombre a Dios, sino que trae a Dios al hombre. Jesús sigue vivo en su misión. Pensar en cuerpos resucitados puede que sea decisivo para que muchos crean, pero nada tiene que ver con la religiosidad verdadera, la que conecta la entidad divina con la personalidad humana. Jesús hizo de su vida un espejo que refleja el auténtico rostro, bonancible y misericordioso, del Dios único, de quien hemos recibido cuanto somos y en quien existimos desde siempre y lo seguiremos haciendo para siempre. No sabemos cómo será esa existencia más allá o al otro lado del tiempo, pero la esperamos fiándonos de su palabra, rubricada con su vida y muerte.

De cuanto salió de la boca de Jesús o fue puesto por otros en ella solo es genial lo referente al encauzamiento de la conducta humana hacia el amor y el servicio. En su predicación hay cosas condicionadas por la cultura circunstancial que chocan con nuestra mentalidad actual:  la observancia escrupulosa de una ley supuestamente divina, muchos de cuyos matices e intenciones resultan hoy obsoletos o extraños; la persuasión de la pronta implantación apocalíptica de un reino de Dios visible; el maridaje de un mensaje exquisitamente pacífico con una correosa violencia metafórica y hasta puede que física, tan natural en un pueblo sometido por la fuerza a Roma.

Ven, señor Jesús

Jesús es mi señor con el señorío de su conducta y doctrina, de ser luz y camino y de haberse convertido en pan de vida en el sacrificio propiciatorio de su vida. Él nos ha familiarizado con Dios y enseñado a llamarlo padre. Su mensaje es tan pulcro y rectilíneo que uno no se explica que, en su nombre, tantos hayan sido masacrados tan salvajemente. Puede que algunos otros seres humanos hayan alcanzado a lo largo de la historia el empaque y la relevancia de la personalidad de Jesús, pero nadie ha llegado tan lejos en el trato directo con Dios ni en cifrar un mensaje de salvación en la rectificación de las conductas depredadoras y egoístas de sus seguidores.

¿Cómo reaccionaría hoy el judío Jesús al entrar en una catedral, al saludar al papa Francisco en el Vaticano o al manejar un móvil? Son preguntas a las que debemos responder nosotros con comportamientos ahormados por sus enseñanzas. A la pregunta “maestro, ¿dónde vives?” responde claramente: “vivo en cada uno de los seres humanos”.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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