Desayuna conmigo (Domingo de Resurrección, 12.4.20) Jesús vive

Aleluya, aleluya

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“Reina del cielo, alégrate, aleluya, porque el Señor, a quien has llevado en tu vientre, aleluya, ha resucitado según su palabra, aleluya”, así canta el “Regina Coeli” en un día tan glorioso como este, y san Pablo dice a los Colosenses: “Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra”. En el relato del evangelio, Pedro y Juan, alertados por la Magdalena, echan a correr hacia un sepulcro que encuentran vacío.

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Contra esta realidad, tan sublime como increíble, chocarán todas las ciencias y todas las conciencias y ella dará pábulo a todas las especulaciones y fantasías, incluso las más inimaginables. Da igual lo que uno diga o escriba, porque, a fin de cuentas, es una decisiva cuestión de fe, una fe que sería vana si realmente Cristo no resucitó, según predicaba san Pablo.

No caben componendas ante esa posible verdad. Creer en ella requiere que uno se abra de par en par a una maravillosa realidad que deberá testificar, además de con sus palabras, con sus hechos, con una vida que lleve como impronta un perenne aleluya. Debe ser la suya una vida abierta a un fabuloso horizonte de belleza que no solo sea capaz de colmar sus más íntimas y consistentes aspiraciones de perduración, sino también entender y asimilar cuantas sombras y sufrimientos le salgan al paso.

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Resulta incomprensible que haya cristianos que presumen de su condición y que dicen creer en la resurrección y luego se muestren tristes y mustios y se dejen zarandear por cualquier vientecillo que les venga de cara. La desgracia de muchos de los que nos decimos cristianos es que asentimos a tan esplendorosa revelación como quien oye llover, como un requisito formal que se guarda en un baúl. Es decir, no la utilizamos como alimento de vida y alivio de todos sus males. ¿Cuánto son noventa años de sufrimiento, poniéndonos en lo más agudo de una situación humana adversa, comparados con la eternidad? Seguro que mucho menos que una milésima de segundo de uno de los infinitos segundos que tiene una de las larguísimas horas que estamos pasando en cautividad domiciliaria.

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Me he referido a los creyentes, pero ¿y todos los demás? Atentos a lo que se ve que pasa realmente en la muerte, que termina con el cuerpo podrido o reducido a cenizas, creer en la resurrección les parece un cuento chino, una pantomima, si bien deben aceptar que su vida choca en la muerte con un muro infranqueable y que lo único que pueden hacer frente a ella es encogerse de hombros. De ahí que la vida se reduzca para ellos a disfrutar cuanto se pueda y, después, aquí paz y gloria, agarrándose desesperadamente, como si de un buen consuelo se tratara, al más efímero de los aforismos, al de que “que me quiten lo bailao”. Esta actitud de llevarse uno por delante todo lo que se pueda contrasta poderosamente, por ejemplo, con la de quienes pierden la vida para salvar el alma o la de quienes estos días sirven tan generosamente a sus semejantes a riesgo de perder su propia vida. Hay algo en el ser humano que lo lleva a rechazar con fuerza considerarse como un canto rodado que va de tumbo en tumbo.

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Lo importante para nuestra fe y, por tanto, para nuestra vida de cristianos es saber que Jesús está vivo y que permanece entre nosotros. A él en persona no lo hemos visto vivo fuera de su sepulcro, pero estos días estamos viendo que muchas víctimas del coronavirus retornan a sus casas para emprender lo que será obviamente una nueva vida y que muchos, profesionales o voluntarios, torean tranquilamente la muerte para obrar ese milagro. Ellos y otros muchos demuestran claramente que Jesús sigue pasando por el mundo “haciendo el bien”, según cuenta Pedro en la primera lectura de este domingo.

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Nuestra ocupación cristiana de hoy debe ser, además de saltar de alegría por la festividad litúrgica de la resurrección de Cristo, someter nuestros comportamientos y los de nuestra propia Iglesia a un encuentro real, cara a cara, con el Cristo resucitado, pero no para recibir una monumental reprimenda sino para someterlos a una radical conversión. Jesús vive y sabemos que camina por nuestras calles y se hospeda en nuestros hogares. Debemos salirle al paso, reconocerlo y agasajarlo. No se trata de cazar un pokemon caminando abstraídos por las calles ni de que nos las ingeniemos para darle figura y cuerpo a un fantasma, sino de mirar en profundidad, con mirada de fe, a la pléyade de necesitados entre los que vivimos para remediar en lo posible sus necesidades: “yo estaré con vosotros para siempre”; “cuando dais de comer a un hambriento, a mí me alimentáis”.

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Este glorioso día nos trae, como poderoso contraste, el suicidio un día como hoy del año 65 de Séneca, el “admirado y venerado oráculo de edificación moral” condenado a muerte por Nerón por supuesta traición. Y, como anécdota, el hecho de que hoy celebremos el día internacional de “los vuelos espaciales tripulados”, con la confesión de quienes dijeron que, tras recorrer millones de kilómetros por el espacio, no habían encontrado a Dios, sin darse cuenta siquiera de que, aun siendo tan sabios como para realizar semejante proeza, se habían equivocado de lugar a la hora de buscarlo.

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Dios es algo tan sencillo y está tan al alcance de la mano que podemos verlo lo mismo en una estrella o en una flor que en el llanto o la sonrisa de un niño, en el hambre de un desarrapado, en la desnudez de un aterido de frío, en la carne trémula de un moribundo y tras la mascarilla de una enfermera. Realmente, quien no quiera verlo es porque se empeña en estar ciego y quien no quiera palparlo, porque prefiere estar paralítico. Este glorioso domingo nos invita a todos a abrir bien los ojos para contemplar tanta belleza y a estar ágiles para recorrer todos los caminos.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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