Desayuna conmigo (lunes, 15.6.20) ¿Larga vida para qué?

¡Pobre pueblo!

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Nada menos que un interrogante y una admiración abren hoy nuestro desayuno, el primero referido a los mayores-ancianos-viejos, y la segunda, al pueblo llano, siempre zarandeado por cuantos van y vienen y no se detienen, es decir, por quienes lo narcotizan y mantienen en la ignorancia para que se pliegue mejor a sus propios intereses.

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Ante todo, he de confesar que me siento especialmente sensibilizado con el tema de los mayores. Ya en el verano de 1965 tuve un contacto intenso con las Hermanitas de los Ancianos Desamparados durante el que pude palpar la alegría y la dulzura con que unas religiosas se consagraban al cuidado de personas mayores en situación de precariedad familiar y económica. No me extraña que, en la canonización de su fundadora,Santa Teresa de Jesús Jornet, el papa Pablo VI pudiera decirles:  "Vosotras habéis devuelto al rostro angustiado de personas venerables por su ancianidad, la serenidad y la alegría de experimentar de nuevo los beneficios de un hogar. Vosotras habéis sido elegidas por Dios para reiterar ante el mundo la dimensión sagrada de la vida, para repetir a la sociedad con vuestro trabajo, inspirado en el espíritu del evangelio y no en meros cálculos de eficiencia o comodidad humanas, que el hombre nunca puede considerarse bajo el prisma exclusivo de un instrumento rentable o de un árido utilitarismo, sino que es entitativamente sagrado por ser Hijo de Dios y merece siempre todos los desvelos por estar predestinado a un destino eterno".

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Más tarde, en los primeros noventa, me comprometí a fondo con la asociación de Enfermos de Alzhéimer de Asturias, recién fundada, y en ella sigo, ahora más como apoyo moral que efectivo. Así, pues, hay muchas experiencias, gozosas unas y muy dolorosas otras, tras la consideración de esta mañana.

El Secretario General de la ONU, Antonio Guterres, ha declarado que “la pandemia del covid-19 está causando temor y sufrimiento indescriptibles a las personas de edad en todo el mundo. Más allá de su impacto inmediato en la salud, coloca a las personas de edad en una situación de mayor riesgo de pobreza, discriminación y aislamiento. Es probable que tenga un efecto particularmente devastador para las personas de edad de los países en desarrollo”.

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No hace falta recordar hoy aquí, al celebrar el "día mundial del abuso y del maltrato de la vejez", por lo que se refiere a los mayores españoles, colectivo del que formo parte hace ya tiempo, que, aunque la mayoría de nosotros no sufrimos los latigazos con que la guerra azotó a nuestros padres, sí hicieron mella en nuestras vidas todas sus secuelas. La situación nos obligó a trabajar duro, en dos y tres empleos simultáneos, para convertir la España de los cuarenta en la del s. XXI, tiempo durante el que a muchos de nosotros nos tocó ocuparnos de nuestros padres al tiempo que criábamos a nuestros hijos. Tarea dura por lo hecho, pero gozosa por lo conseguido. Digo “gozosa” porque la vida nos vino siempre de cara, con nuevos retos de mejoras posibles. Cuando se va a más, la ilusión predomina psicológicamente sobre el esfuerzo. Y nosotros tuvimos la gran fortuna de ir siempre a más: desde los primeros trabajos, tan precarios y mal remunerados, a las mejoras condiciones laborales después, pasando por la compra sucesiva de bicicletas, seiscientos, pisitos, electrodomésticos, casitas en la montaña, apartamentos en la playa, coches de mayor cilindrada, televisores en color, ordenadores y, finalmente, extraños aparatos para comunicaciones instantáneas con todo el mundo.

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Y ahora, en un siglo que no remonta la crisis y en este año que parece irse por la cloaca, a la vista está que a muchos de nosotros se los  está tragando un insignificante virus,  como si se hubieran convertido en un desecho o en un trasto inservible de la sociedad. Y, para mayor inri, hasta ahora ha venido llevándoselos en la más completa soledad, sin la compañía y el último adiós de sus seres queridos. Tiempo habrá para llorar como es debido a tantos miles de muertos como ha habido entre nuestros mayores y de dar gracias al cielo por lo que sus sacrificadas vidas han favorecido las nuestras, pues de bien nacidos es ser agradecidos.

Ojalá que esta situación anómala, tan cruel como inoportuna, nos ayude a valorar como es debido la senectud, esos años que, salvo que el alzhéimer se agarre a nuestras neuronas, pueden ser los más fecundos de nuestras vidas por la experiencias y sabidurías acumuladas. Vivir más para qué es una pregunta retórica si, por un lado, se parte del valor supremo de la vida humana y, por otro, se concibe la vida como comunicación y comunión. Vivir más para uno mismo y para comunicar, dar y compartir más con los suyos y con toda la sociedad. Los ancianos, lejos de ser una carga para la sociedad y para la propia familia, somos un claro activo de la calidad de vida humana. No hay calidad de vida posible en una sociedad sin viejos. ¿De qué nos valdría si solo viviéramos cincuenta años?

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Lloremos a lágrima viva la ausencia callada de cuantos ancianos sufrieron, en la más absoluta soledad, una muerte sumamente cruel. Nos hará mucho bien si nuestras lágrimas no son de cocodrilo, pues aguzará nuestro ingenio para que lo ocurrido no se repita nunca más. La gran lección a sacar de tanta tragedia será saber que uno de los grandes haberes de la sociedad humana es que los hijos deben atender a sus padres como es debido y que la sociedad debe reconocer la valía de sus mayores. Las pautas para el comportamiento cristiano con los mayores nos las han fijado esplendorosamente las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, a muchas de las cuales vi cuidar con gran amor incluso a los más deteriorados y dependientes, como si del mismo Jesús de Nazaret se tratara.

La fecha de hoy nos remonta, por otro lado, a 1977, cuando en España se celebraron las primeras elecciones democráticas tras la muerte de Franco. Sin duda, ese fue un día clave y un punto de inflexión en la vida social española, pues fue entonces cuando se inició con éxito una muy difícil “transición política” que comenzó dándonos la mejor “Constitución” que hemos tenido. Recordemos solamente que sus resultados marcaron una tendencia de signo moderado al apostar los españoles por partidos de centroderecha y centroizquierda, lo que sentó las bases para que se pudieran entablar negociaciones entre los distintos partidos y se pactaran los temas más decisivos.

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Al margen de cualquier valoración política de lo que ahora tenemos, es obvio que somos muchos los españoles que echamos de menos unos tiempos en los que los partidos políticos, sin renunciar a sus legítimas aspiraciones partidarias, fueron capaces de anteponer el bien común de todos los españoles para, a costa de dejarse jirones en el intento, poder trazar un camino transitable para todos. ¡Ojalá que el maldito coronavirus, que se ha llevado por delante de forma tan cruel a muchos españoles que hicieron posibles aquellos tiempos, nos enseñe hoy el rudimentario sentido común de entender que los seres humanos somos muy distintos unos de otros, que pensamos de forma distinta e incluso que llevamos una vida distinta, pero que toda distinción requiere, para ser posible, que se asiente y normalice en un consenso con sus oponentes: en la vida política o se abren espacios para todos o no los hay para nadie.

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En el contexto de hoy, no hay duda de que la Iglesia católica siempre ha valorado mucho la ancianidad, quizá porque los cristianos vemos y valoramos a Dios mismo como un anciano bondadoso, de barba blanca y ojos dulcificados por el esfuerzo continuado durante años.  De hecho, todos los mandamases de la Iglesia católica suelen ser personas de cierta edad. Y, más en concreto, las liturgias de los últimos momentos de la vida y de los entierros, a medida que van perdiendo su tremendismo, se nos muestran muy ricas y nos presentan el tránsito como un hermoso viaje a la casa del Padre. Pero otra cosa es lo que se refiere a la “democracia eclesial”, tan necesaria, aunque no se la reconozca como tal ni siquiera cuando se elige al Sumo Pontífice, pues, para sorpresa de los incrédulos, se dice que los cardenales electores no eligen a quien ellos quieren, sino a quien les dicta el Espíritu Santo. De todos modos, está claro que, en lo referente al gobierno de la institución eclesial, lo del “pueblo de Dios” debe de ser solo una metáfora.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gamil.com

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