A salto de mata 9 (2 de 2) Luminosos corolarios del teorema “Jesús de Nazaret”

El “otro”, solución de todos los enigmas

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El cristianismo ha venido presentándonos un “Jesús prefabricado” en los altos hornos de la teología:
 como Dios belicoso de los cielos; como juez implacable que algún día (el último) nos someterá a un juicio final apocalíptico, con trompetas e inapelables sentencias de absolución o condena, contrapartida de la redención cruenta que ha tenido que sufrir en su carne; señorío que exige pleitesía con rodilla hincada en tierra, que impone ritos cultuales recargados de boato carnavalesco. Y, como escenario a este lado del evento, un Vaticano que justifica alegremente su señorío, sostenido y acompasado por miles de palacios episcopales, lujosas mansiones que albergan una alta jerarquía eclesial aristocrática, y por miles de catedrales argamasadas con la sangre y el sudor de tantos fieles crédulos. Y la guinda del pastel: un reglamento de régimen interior, léase Derecho Canónico. a cuyo ojo no escapa ningún recoveco del humano acontecer.

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En la reflexión anterior fijábamos el teorema, utilizando reminiscencias eucarísticas, en un Jesús de cuerpo y sangre,  “humillado” a la condición de modelo humano, hombre al fin y al cabo de carne y hueso, ejemplo de una forma de vida que, por estar basada exclusivamente en hacer el bien y predicar el amor que nos debemos unos a otros, se convierte en camino de retorno a un Dios al que, por ser padre de todos por igual, no le queda otra que el perdón incondicional de nuestras flaquezas, pues no se entendería un Dios capaz de condenar a una sola de sus criaturas. No me da miedo una afirmación tan audaz, que no solo rompe los esquemas teológicos del apóstol Pablo, sino también nos obliga, incluso, a remontar el judaísmo inevitable del propio Jesús. De tan luminoso teorema saltan, cual briosos cervatillos que corretean por la pradera, refrescantes corolarios que alumbran el camino y estimulan a recorrerlo con alegría.

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1º) Verdad refulgente, única, esperanzadora es que el cristianismo que dimana del modelo de vida humana que es Jesús de Nazaret no puede de ninguna manera ser una selección o secta de privilegiados o afortunados creyentes, una religión más entre otras muchas, sino la religión a secas, como plasmación plena de la dimensión religiosa del hombre que entra en contacto con la trascendencia. La fe en un Dios único aúna todas las cosas. De ahí que todo sentir y asentir religioso, incluida la cerrazón del ateo, debe encontrar acomodo en la forma de vida cristiana.

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La ignorancia del Ser no le resta entidad, lo mismo que la ignorancia de la propia condición cristiana no excluye a ningún ser humano de la redención que ella comporta. Que la salvación sea cosa de unos pocos o muchos escogidos es un invento macabeo de quienes, a fin de cuentas, no entienden qué es ser criatura divina. La condición de tal, ínsita en todo ser humano, es categoría definitiva para ensamblar en ella una relación entitativa con Dios, relación que es siempre regeneradora o salvadora. De nada sirve negar tal condición. De ahí que podamos asegurar con firmeza que en el mundo hay tantos cristianos como seres humanos. No cabe concebir una criatura que escape de las manos de su Creador para echarse a volar por su cuenta. Una sola que lo hiciera desautorizaría al Creador, lo descolocaría, lo dejaría suspendido en el aire, en blanco o en cueros. Aunque lo afirmen eminentes teólogos, es una gran idiotez teológica concebir el infierno como un lugar tenebroso o candente en el que no está Dios. El Infierno no es más que un vulgar “coco” imaginario para asustar y dominar a los débiles o, a todo lo más, una entidad meramente dialéctica, útil para calentarse los cascos o quizá como impresionante metáfora para describir lo horrenda que a veces es la vida. De existir, también Dios estaría en él, en cuyo caso convertiríamos, paradójicamente, el Infierno en Cielo.

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2º) Mientras dura “nuestro tiempo”, Dios nos echa a andar no solo para que nos saquemos nosotros mismos las castañas del fuego y experimentemos la mierda que somos (la situación de Ucrania lo está demostrando), sino también para que invoquemos su ayuda. Debemos organizarnos de forma tal que el péndulo de la vida se detenga más en el paraíso que en el infierno, pues el infierno de la vida es ciertamente real y chamusca de lo lindo. De la vida que llevemos dependerá no solo la posibilidad de adelantar los goces del paraíso, sino también la supervivencia de nuestra propia especie en la tierra. De seguir los mandatos y las consignas evangélicos, la vida humana no solo resultará más fácil y plácida, sino también permanecerá más tiempo sobre la tierra.

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3º) De puertas abajo no podemos endosar a Dios nuestros propios desaguisados organizativos y mucho menos nuestras propias quiebras individuales. Y así, disparando solo a la diana, digamos que no se puede atribuir a Dios que los sacerdotes tengan que ser célibes o que las mujeres en la Iglesia solo sirvan de relleno. Que tales cosas ocurran se debe solo, por mucho que se justifiquen, a soterrados intereses inconfesables, de poder tiránico en lo del celibato y de acomodado machismo en la disposición caprichosa de las mujeres. Por mucho que se ahonde en esos temas y por muchas razones escriturarias y teológicas que se aduzcan, ambas descomposturas dimanan de lo que determine a conveniencia el Derecho Canónico.

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4º) Aunque santa en su ser, la Iglesia peca en su quehacer y por ello se ve obligada a pedir perdón muchas veces. Pero no es de recibo afear su rostro por pecados que no le son imputables. Quienes le tienen ojeriza no pueden atribuirle cuantas barbaridades les salen al paso. Lo estamos viendo claramente con la “pederastia clerical”, tema estrella de nuestros días, aunque se trate claramente de delitos imputables individualmente a los degenerados clérigos o religiosos que no sujetan su bragueta ni ante el destrozo y la putrefacción de criaturas inocentes que quedarán sepultadas para siempre en la mierda. Pero, aunque la Iglesia no sea pederasta, lamentablemente no pocos de sus dirigentes son culpables, por desidia y comodidad, de lavarse las manos al ocultar tan graves delitos y al tratar de curar a sus ministros degenerados con buenas consejas y paños calientes. Por lo demás, la sexualidad humana es terreno resbaladizo para una moral cristiana que, al verse incapaz de insertar el placer en la vida humana, opta por una amputación cruel. La sexualidad es un campo en el que a la Iglesia le queda todavía mucho por llorar y hacerse perdonar.

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5º) En nuestros días se nos habla hasta la saciedad de “una Iglesia de los pobres”, lenguaje rayano en el encumbramiento fatal de un contravalor deleznable. La pobreza, que no debemos confundir con la austeridad, no tiene ribetes místicos, sino tóxicos y degradantes. No existe la pobreza, sino el pobre, un ser humano degradado al que se le priva de llevar una vida digna. Dios es rico y su Iglesia debe ser una auténtica fábrica de riqueza en todos los órdenes de la vida. Además, hablar de “Iglesia pobre” contradice su patrimonio gigantesco, el boato de sus ritos cultuales y, lo más chocante, la vida no pocas veces principesca de muchos de sus representantes. La pobreza debe aparecer en el horizonte cristiano solo como un reto, justo como le ocurría a Jesús, preocupado siempre de que los hambrientos comieran, los vagabundos tuvieran cobijo, los cojos caminaran y los enfermos se curaran. Incluso el “voto de pobreza” de los religiosos pierde todas sus aristas de contravalor porque su voto solemne asegura al profeso una vida digna, aunque austera por lo general, en la providencia de la comunidad a la que pertenece. La pobreza, por muy poética y mística que les pueda parecer a algunos, no deja de ser un contravalor radicalmente vitando.

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6º) Fijémonos en un último corolario refulgente: la religión cristiana comienza en el hombre y se juega en su campo. Se basa en una vida humana que es cruelmente arrebata y que revive. La salvación, tarea primordial o misión mesiánica del Jesús de carne y hueso que se vislumbra en los escritos del NT y que se percibe a través de las cortinas tras las que lo oculta la Iglesia, se plasma enteramente en el “otro”, en la comunidad fraternal, y se desarrolla mediante el mandamiento del amor que pone al otro en nuestro lugar. El cristianismo hace del otro el espejo de Dios, su presencia viva. El otro se convierte en el único Dios al que realmente tenemos acceso para poder amarlo, adorarlo y socorrerlo. Es difícil pensar en Dios como el “ens a se” de los filósofos escolásticos, como la eternidad que fagocita el tiempo o como el juez supremo, implacable frente a nuestras debilidades, pero no lo es descubrirlo en quien está a nuestro lado y a nuestro alcance mental y físico. Nunca nadie en la historia, excepto Jesús de Nazaret, se ha atrevido a decir tanto en favor del hombre al ponerlo en el pedestal de Dios y hacerlo acreedor de todo nuestro amor. Tal es la grandeza sin parangón de un cristianismo que porta la única verdad que puede enterrar todos los egoísmos.

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Quien se aburra o crea que todo en esta vida es puro asco, tiene en el “otro” una tarea de tal magnitud que no le dejará ni un momento de respiro. En él hallará, además, la más hermosa razón para vivir. El “otro” es piélago de necesidades urgentes que atender, un náufrago que urge salvar, un niño que consolar y una exigente conciencia, imposible de sobornar. “Ven y sígueme…. para dar de comer, para acoger, para sanar, para liberar, para consolar, para vivir en la órbita de un Dios auténtico de carne y hueso… y, si tan ingente tarea te fatiga, no te preocupes, pues yo te aliviaré”, dice el gran Maestro.

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El camino hacia Dios está empedrado de hombres. Los otros son, pues, el camino. Escabullirse de lo humano empobrece, es un contravalor, un “pecado”. Nada humano es ajeno a la Iglesia como cuerpo místico de Jesús de Nazaret. No importa que, en lo físico, el otro sea una piltrafa de hombre o que, en lo moral, sea un degenerado. El cristianismo nos enseña que también ellos son morada de Dios, tabernáculo de su presencia viva, templo en el que es posible adorarlo y consolarlo. “Tuve hambre y me disteis de comer”.

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