Desayuna conmigo (domingo, (9.2.20) Luz, Sal y Celibato

La obligación como contravalor

Vosotros sois la luz del mundo

En las lecturas de hoy, Isaías expone cómo la luz procede del cumplimiento de las bienaventuranzas; san Pablo es consciente de que su fuerza le viene del Espíritu y lo dice claramente a los corintios: “mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu”, y Jesús mismo, en el evangelio de hoy, afirma tajantemente, refiriéndose a sus discípulos, que ellos son la luz del mundo y la sal de la tierra. Luz para iluminar, sal para sazonar. Una luz mortecina no alumbra el camino y una sal desvirtuada no sirve para nada. El cristianismo debe ser potente luz, poderosa sal.

Curas casados

Hace solo unos días aquí mismo, en Religión Digital, se ha expuesto lo que el papa Francisco piensa y siente sobre el “celibato obligatorio” de los sacerdotes. Según la reseña del libro de entrevistas en que se refiere ampliamente al tema, reafirma la virtualidad espiritual y pastoral del celibato y confirma la práctica actual de la Iglesia católica occidental de mantenerlo como obligatorio. Yo no puedo estar más de acuerdo con él en todo lo que se refiere a la preciosidad del celibato en el sentido de que es gracia y no limitación. Es gracia porque da esplendor al desempeño de la función sacerdotal con la entrega sacrificial del sacerdote a su misión y no es límite porque la potencia implicando en ella el espíritu y la carne. Se argüirá fácilmente que lo del límite se refiere solo a la vida natural del sacerdote, a verse obligado a llevar una vida “asexuada”, cosa que es cierta, pero el renunciar al sexo en su caso, lejos de ser un recorte en su vida, lo que hace es consumarla por la proyección y trascendencia del servicio que presta. Nada hay que objetar, a mi criterio, a la forma de pensar, sentir y actuar del papa Francisco en cuanto a la valoración del celibato sacerdotal.

Curas casados en la Iglesia católica

Pero, preguntémonos, de paso, a qué obliga realmente el celibato. De suyo, la literalidad del compromiso de ser célibe no obliga más que a permanecer soltero, a no casarse, a no formar una familia. Ello nada tendría que ver con la vida sexual activa del célibe ni con el voto de castidad que hacen los consagrados, los religiosos, ejerzan o no el sacerdocio, sean hombres o mujeres. Célibes en la vida hay muchos por muchas razones. Según eso, nada cabría reprochar a un sacerdote sexualmente activo cuya vida discreta no resultara escandalosa ni delictiva. Todo ello, claro está, según la letra o la materialidad del compromiso de celibato. Pero, obviamente, su formalidad y su espiritualidad entrañan exactamente lo mismo que el voto de castidad de los religiosos. El sacerdote célibe se obliga con su soltería, por tanto, a llevar una vida casta no solo de obra sino también de pensamiento, es decir, a entregarse plenamente, en cuerpo y espíritu, a su misión.

La fuerza de lo sagrado

¿Qué razón avala la imposición de convertir una soltería meramente funcional en un status de vida de consagración? ¿Hay alguna razón poderosa que avale ese paso hasta el punto de que los últimos papas, incluido el actual, cierren herméticamente las puertas no ya a la ordenación de las mujeres, sino también a la de hombres casados e incluso al ejercicio del sacerdocio a sacerdotes que por muy variadas causas han optado por casarse?  Confiemos en que el día 12 la magia del papa Francisco nos ofrezca alguna luminosidad procedente de las necesidades urgentes de la Amazonía y que ello vaya abriendo las estructuras eclesiales y las mentes de los papas para lograr, mejor pronto que tarde, que puedan ejercer el sacerdocio no solo los casados sino también las mujeres.

El dualismo maniqueo impregna no solo la vida social de los pueblos, sino también el mismo genoma religioso de la Iglesia católica en lo tocante al sexo como factor negativo y perverso. Lo digo por la “sacralidad” con que se envuelve la función sacerdotal, que hace muy fácil imponer a sus “funcionarios” una vida de total entrega. De la simple conveniencia de la soltería para ejercer una función religiosa, la del sacerdocio, se pasa a la sacralidad de la función y ello impone la obligación de ser casto. La obligación del celibato solo viene avalada por la razón, de pura conveniencia funcional, de la total manejabilidad del “empleado” eclesial. No se reconoce así porque esa razón sería muy endeble para seguir manteniendo su obligatoriedad, tan razonable y abiertamente cuestionada en nuestro tiempo. Así, el sacerdote se ve obligado a convertirse en monje, pero no por elección propia, como hacen los consagrados, sino por equiparar su vida con la de quienes optan por vivir los consejos evangélicos de obediencia, castidad y pobreza. Mientras el religioso elige, al sacerdote se le impone.

Magisterio del papa Francisco

Con todo ello quiero decir que la obligatoriedad del celibato para el ejercicio del sacerdocio no encuentra ningún apoyo ni bíblico, ni teológico, ni espiritual, ni místico, y que, por tanto, solo responde al mejor manejo de un empleado sin familia. También las empresas querrían que sus empleados no tuvieran compromisos familiares. Estamos pues ante una cerrazón, por pura conveniencia, de los supremos dirigentes de la Iglesia católica occidental, porque en todas las demás iglesias no existe tal obligación. Profesores he tenido en los años de estudio del ecumenismo que eran sacerdotes casados y con hijos, excelentes maestros de teología y ejemplares directores de vida espiritual. Ser un buen sacerdote no depende en absoluto de que se sea célibe sino de cómo se ejerza el servicio a que se obliga por su profesión.

Amazonía eclesial

Insisto en que “sacralizar” una función es un gran error con resonancia maniquea. Aunque lo repitamos mucho, en este mundo no hay dos mundos, uno natural y otro sobrenatural, cuya prueba más directa está en que digamos con toda naturalidad que no hay cosa más sagrada que la vida humana. Lo que sí se duplica son las formas de comportarse, pues unas acciones nos enriquecen de valores y otras nos atiborran de contravalores. No hay un cielo y un infierno, una vida de gracia y otra de pecado, sino solo dos formas de comportarse favoreciendo o deteriorando la vida humana. La vida de Jesús es una gran riqueza para la vida humana; su evangelio consiste en que sus seguidores practiquemos las bienaventuranzas, en que seamos luz para iluminar a los seres humanos y que, como la sal que somos, sazonemos sus vidas.

Matrimonio católico

Que nuestros dirigentes elijan una forma de vida de total entrega a su misión, privándose voluntariamente de cuantos bienes aporta la naturaleza en el ámbito sexual y, consiguientemente, en el de la familia, para dedicarse a servir mejor a los seres humanos no deja de ser una gracia divina para ellos y para quienes están en su órbita de acción. Pero deberían elegirlo ellos en todo momento, no serles impuesto, como también ocurre con el compromiso de los casados, los cuales, para que su matrimonio funcione, deben vivir cada día su mutuo amor. La verdad palmaria es que las imposiciones poco importan, porque tanto unos como otros, de no renovar cada día su propósito de entrega, terminarán haciendo de su capa un sayo. De hecho, muchos matrimonios saltan cada día por los aires y muchos sacerdotes se echan al monte. Hace falta mucha luz y mucha sal. Sobra muchísima obligación.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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