Desayuna conmigo (sábado, 16.5.20) Luz profética y física

Caminamos a oscuras

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En el inicio de la creación, en el primer día mítico de la gran obra divina que relata el Génesis, Dios crea la luz: el primer surgimiento de lo que entendemos por el mundo, los cielos y la tierra, era un desorden vacío y tenebroso, por lo que, de inmediato, dijo Dios: “Sea la luz y fue la luz. Dios vio que la luz era buena y la apartó de las tinieblas” (Gen 1:  3-4). Más adelante, el profeta Isaías, vaticinando los tiempos de la redención, asegura que “el pueblo que caminaba en tiniebla vio una luz grande” (Is 9:1).

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Viene esta irrupción de la luz en el recinto de nuestro desayuno, como si hubiéramos activado un interruptor a la entrada, a cuento de que hoy se celebra el día internacional de la luz, día que fue decretado por la UNESCO con el objetivo de conocer la importancia de los avances y aportes de la luz para el desarrollo en todos los campos y facetas de la vida de los seres humanos. La luz es una fuente de energía que permite el desarrollo de todo ser viviente.

El espectro de la luz, desde los rayos gamma a las ondas de radio, “nos brinda conocimientos importantes sobre el origen del universo, sobre las tecnologías en ámbitos tan diversos como la medicina, la agricultura, la energía y para la protección del patrimonio cultural. Además, la luz ha tenido una repercusión significativa en las artes visuales y escénicas, la literatura y el pensamiento”.

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De ahí que resulte totalmente plausible que la luz haya sido escogida como el mejor elemento material significativo para expresar lo más florido y sobresaliente tanto de la creación como de la redención, cuyo relato profético llena todos los libros de la Biblia. “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”, dijo Jesús de sí mismo (JN 8,12). Ser cristiano, pues, significa seguir un camino iluminado, sabiendo de dónde se viene y adónde se va, y, más aún, estar iluminado e irradiar luz.

El contraste radica en que los humanos vivimos en un mundo muy ilustrado, pero lleno de tinieblas y que, muchas veces, hace ascos a la luz que irradian los Evangelios y, más precisamente, a la luz que es el mismo Jesús, quien pasó por este mundo haciendo el bien. Discutimos, nos esforzamos por matizar cuanto es posible nuestras opiniones y les damos una y mil vueltas a las cosas y a los pensamientos, pero la mayoría de las veces desencadenamos un barullo opaco, un griterío de banalidades que nadie escucha, un orgullo fatuo que se empecina en elevar a categoría de dogma la propia opinión.

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El hecho de que hoy mismo se den mil versiones sobre lo ocurrido ayer, a pesar de contar con infinidad de medios para reproducir palabras y fotografiar acontecimientos, debería obligarnos a actuar con suma prudencia al abordar nuestro inmediato y remoto pasado con la pretensión de arrojar alguna luz sobre lo entones dicho o acontecido, sabiendo que todo ello forma parte de nuestro acervo cultural y de nosotros mismos. Damos fe de cosas y juramos decir toda la verdad ante cualquier tribunal, pero no podemos hacerlo más que desde una postura o tendencia previa, que muchas veces cambia el color de las cosas y tergiversa los discursos.

En el barullo tenebroso en que vivimos, el mensaje evangélico se vuelve pura luz en su hermosa simplicidad, pues su inmensa amplitud y su densa sustancia tienen la transparencia cristalina que brota del único precepto válido que predica, el de amar a los semejantes con toda el alma y todo el corazón al modo como Dios nos ama.

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Hoy también se celebra el día internacional de la convivencia en paz. Partiendo de la necesidad de eliminar todas las formas de discriminación e intolerancia, la Asamblea General de la ONU declaró este día para enfatizar “la importante función de la sociedad civil, incluidos el mundo académico y los grupos de voluntarios, en el fomento del diálogo entre religiones y culturas”, al tiempo que alentaba a movilizar a los ciudadanos mediante medidas prácticas, como la creación de capacidad, de oportunidades y de marcos de cooperación. Obviamente, de haber algún camino viable para que los pueblos no solo se entiendan, sino también cooperen eficazmente en la tarea común de salvaguardar y mejorar la vida humana, no podrá ser otro que el del diálogo y el de la ayuda mutua entre los ciudadanos de una comunidad en particular y de todo el mundo en general. Por si no lo sabíamos o no queríamos reconocerlo, el coronavirus ha venido a ponernos en la tesitura, primero, de aprenderlo con dolor y, después, de no olvidarlo con las precariedades que nos ha endosado. Cara nos está costando ya esa amarga lección y más cara todavía nos saldrá en los próximos años al vernos precisados a hacer frente a sus demoledoras consecuencias.

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El día nos trae, además, un tema que es especialmente sensible y emotivo para el autor de este blog: el del nacimiento, un día como hoy de 1890, de fray José Álvarez Fernández, el más representativo misionero dominico por su servicio en las selvas amazónicas. Los indígenas que civilizó y cristianizó le llamaban "Apaktone", papá viejo o papaíto anciano, término que sirvió para que los pobladores de esas selvas entendieran quién era realmente el papa de Roma que los visitó en enero de 2018. La cercanía con él me viene de la estancia en esos territorios de civilización y misión, durante muchos años como misioneros, de compañeros míos de estudios a los que sigo teniendo gran aprecio, razón por la que, en la medida que me es posible, procuro apoyarlos y colaborar con ellos. No olvido que “Apaktone” murió en octubre de 1970, justo cuando a mí más crudamente se me planteaba un cambio radical de rumbo. La vida heroica y ejemplar de este hombre, sumamente sencillo y austero, que “enfrentó todos los peligros, pasó calamidades, estuvo a punto de morir varias veces y trabajó hasta la extenuación por llevar a buen puerto su ideal misionero”, ha llevado a muchos a tenerle gran devoción y a la Iglesia católica, a iniciar en 2008 el proceso de su canonización. Adelantándonos a decisiones que nada cambian, ya podríamos decir con sentimiento y fervor: “san Apaktone, cuida hoy de nosotros, pues estamos tan necesitados como tus queridos indígenas amazónicos”.

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Por lo demás, la fecha de hoy nos recuerda que en Europa se celebra el día de la “obesidad”, esa otra especie de virus que también entra por la boca y que, poco a poco, va dando cuenta de la vida de tantos europeos, de ciudadanos que disponen de medios sobrados para darle placer al cuerpo hasta reventarlo. Deberíamos ampliar la guerra sin cuartel, declarada al coronavirus por su mortalidad, a la malsana costumbre de engullir sin medida para entretenernos y colmar ciertas ansiedades mentales, pero que nos deja penosas secuelas sobre la salud. La obesidad crece en estos tiempos por el sedentarismo que nos impone el confinamiento forzado, debido tanto a que gastamos menos energías y como a que comemos más por simple pasatiempo.

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Luz, paz, misión y austeridad, todo un programa de sentido común para salir con brío del infierno presente y aprovechar a fondo la primavera “de humanización” que nos llega como desafío, como oportunidad única, como gracia que busca acomodo en nuestras vidas.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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