Acción de gracias – 34 “Magnífica”

Vida más allá de la muerte

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Que haya vida más allá de la muerte es un convencimiento esencial de todos los creyentes y de cuantos, desde los principios de la racionalidad, aun diciendo que no se lo creen, veneran y honran a sus muertos. Incluso el que se confiesa ateo, y en su cerrazón mental asegura que tras esta vida no hay nada, no se libra de una cierta sospecha o de un temor reverencial, porque la verdad obvia es que nadie, ni siquiera los más furibundos dogmáticos, puede contarnos nada de lo que ocurre en el más allá, de la forma de vida que todos anhelamos y que nos espera. Lo que allí nos suceda y de hecho ya les sucede a todos los fallecidos nadie de aquí lo sabe a ciencia cierta. Por ello, sobre ultratumba no caben más que puras especulaciones. La fe no expone a ese respecto más que vaguedades inconcretas que hablan de un paraíso de vida feliz o, según los creyentes que proceden sin lógica teológica y sin prestar demasiada atención a la condición humana, también de un infierno de insoportable tortura.  La ciencia, por su parte, solo alcanza a demostrar que nada de lo existente deja de existir, aunque se vea sometido a substanciales transformaciones sucesivas.

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Cuando fuimos niños pequeños e imitábamos cuanto hacían los grandes, nuestra forma de vida llevaba adosada ya la ansiedad de crecer para llegar a ser como ellos. Era la de los “grandes” una forma de vida que ya conocíamos en parte y que, sin saber por qué, tratábamos de imitar. Cuando fuimos “grandes”, nuestra aspiración vital apuntaba a la edad adulta, una forma de vida dotada de libertades y responsabilidades sociales y que te reclutaba para una lucha permanente por ganarse la vida, forma de vida que ya veíamos plasmada en nuestros padres y vecinos. Cuando fuimos adultos y vivimos revestidos de responsabilidades, sabíamos que nuestra forma de vida cambiaría pronto sustancialmente con la llegada de la vejez y de la jubilación,  pero por cómo vivían nuestros abuelos ya conocíamos, al menos en parte, cómo era esa forma de vida. Pero cuando, muriendo, nos aprestemos a afrontar la “vida eterna”, la verdad es que no hay indicio alguno sobre lo que entonces nos va a suceder. Entramos en un terreno en el que la ciencia incluso se enfrenta a una mutación tan substancial que se queda sin materia sobre la que investigar. Por su parte, la fe nos cuenta cosas contradictorias o variopintas e incluso, al menos la de algunos, cosas tan terribles como la posibilidad de sufrir, si no nos portamos bien, un dolorosísimo castigo eterno. Pero la verdad es que la fe, aupándose sobre la ciencia, no puede asegurarnos más que la muerte obra una transformación radical de lo que somos y nos deja colgados de un misterio que está por completo en las manos de Dios y que, precisamente por ello, solo puede realizarse al dictado divino impreso a fuego en la aspiración de todo ser a su consumación. Acontece entonces la plenitud del tiempo de cada cual y se alcanza la felicidad irrenunciable a que aspira toda forma de vida.

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En este contexto, la festividad litúrgica de hoy, la de la Asunción de María, una festividad solemnizada en muchos pueblos de España y rubricada por el último de los dogmas católicos, el que confiesa que María “subió” al cielo en cuerpo mortal y se adentró en el más allá sin pasar por el tamiz de la muerte y sin sufrir la profunda transformación corpórea que el morir conlleva, no puede tener otro sentido que asegurarnos que María vive, igual que vive su hijo resucitado, el también Hijo de Dios. Que ella haya tenido el privilegio de librarse del “pecado original” en atención a su maternidad divina y que, por tanto, al estar libre de pecado, se vea libre de su más funesta secuela, la de la muerte, base argumentativa del mencionado dogma, no es más que una lectura, ciertamente pobre, de la redención obrada por Jesús. Realmente, todos salimos “inmaculados” de las manos de Dios y lo hacemos con una serie de potencialidades que es preciso ir llenando, como bocas hambrientas, con nuestros comportamientos. Las únicas quiebras posibles de nuestro peregrinar terreno no se deben a que recibamos una naturaleza “manchada”, sino a que saciemos nuestra hambre de ser con alimentos caducados o a que, reiterando lo ya expuesto muchas veces aquí, nos nutramos de contravalores. En este contexto, la gran obra de María se concreta en su colaboración incondicional en la redención realizada por su hijo Jesús, en la revelación de que todos somos hijos de Dios, hermanos por tanto y obligados a ayudarnos a vivir unos a otros. Jesús es el primogénito, el prototipo o modelo supremo de lo humano, primogenitura de la que participa su madre María como supremo modelo femenino de vida humana.

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En tal sentido, siendo ella “magnífica”, la liturgia de hoy puede entonar con devoción el “Magníficat”, seguramente el más sublime canto de acción de gracias y de alabanza dirigido a un Dios que “destronó a los potentados y exaltó a los humildes; que colmó de bienes a los hambrientos y despidió sin nada a los ricos”. San Pablo, atrapado en el torbellino de su propia lectura de la obra de redención, en la dinámica del pecado y la muerte, nos presenta a Jesús como destructor del pecado en su muerte, muerte que derrota la muerte, y ante quien, como Señor, se dobla roda rodilla, contemplación que la  festividad de hoy extiende a María, mujer que aparece en el Apocalipsis envuelta por el sol, con la luna bajo sus pies y con una corona de doce estrellas en la cabeza, en cinta y a punto de dar a luz, que gemía con los dolores del parto” y que somete y derrota a un terrible dragón gigantesco, la muerte.

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A pesar de las muchas apariciones marianas que en el mundo han sido; de cuanto nos cuentan del “cielo” quienes creen haber estado en él en algún momento de su vida e incluso de lo que narran los Evangelios sobre los encuentros de Jesús resucitado con sus discípulos y, sobre todo, de los montajes teológico-cósmicos que construyeron los atrevidos teólogos medievales (Cielo arriba, Purgatorio en el borde mismo de la tierra e Infierno en las profundidades de esta), con el exponente máximo de la Divina Comedia de Dante, lo obvio, reitero, es que no sabemos  absolutamente nada de lo que se cuece al otro lado del tiempo, en la dimensión eterna de nuestra existencia. Los incrédulos saduceos pretendieron meter a Jesús en una encerrona al preguntarle con cuál de los siete hermanos con los que se había casado sucesivamente una mujer había que emparejarla en la otra vida. Jesús pudo haberse reído a mandíbula batiente de tan pueril cuestión, pero se limitó a poner de relieve su ignorancia sobre una forma de vida que en nada se parece a la presente. Fue exactamente lo mismo que le sucedió con las pretensiones de la madre de los hijos del Zebedeo de sentar a uno a su derecha y otro a su izquierda en el reino de los cielos, ocupando así los sillones preferentes de su trono. Por su parte, la Divina Comedia, por muy meticulosa que sea su descripción de la forma de sentir y pensar de los mejores pensadores de su tiempo, al pretender reflejar los acontecimientos metahistóricos de lo que acontecía en el Cielo y en el Infierno, no logró trascender lo meramente histórico. Por mucho que nos seduzca la tentación de dominar el futuro y adelantarnos a su acontecer, a los humanos no nos queda más remedio que resignarnos a una “esperanza radical” que es preciso cimentar en una acrisolada humildad. No obstante, contamos con la fuerza de una promesa fundada que, en consonancia con nuestras más íntimas y fuertes aspiraciones, nos habla de felicidad eterna, promesa que nos mantiene vivos, porque, de saber lo que Dios nos tiene preparado, es posible que nadie quisiera seguir viviendo ni un segundo más.

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Quedémonos hoy con que cuanto los Evangelios y la Liturgia dicen y cantan sobre Jesús resucitado y sobre María asunta a los cielos, nuestros hermanos mayores, también podrá decirse de todos nosotros, pues su destino es también el nuestro. Más allá de la fe en el misterio que todo ello entraña y de la confianza que requiere creer en ello, afortunadamente cabe el pensamiento de que todo lo surgido de las manos de Dios lleva impreso un sello divino y la certeza científica de que la materia y la energía no se destruyen ni desaparecen, sino que se transforman. El fenómeno de la muerte es evidente, aunque no sea más que por aquello de que el movimiento se demuestra andando, y el de la “transformación” es una tesis científica sólida y consistente. Vista desde la fe, la muerte no puede ser otra cosa que el tránsito a una vida mejor, a la vida definitivamente feliz. La fiesta de la Asunción de María, que tantos pueblos de España celebran hoy con gran alegría a pesar de las restricciones que conlleva no ceder terreno a la Covid-19, nos hace sentir a fondo tan reconfortantes verdades sobre nuestro destino ultraterreno.

(Las fotos que acompañan este post pertenecen todas ellas a la celebración de la Asunción de María en La Alberca, en la Sierra de Francia de la provincia de Salamanca).

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