Acción de gracias – 11 Mandamientos o valores

Celos o rabietas

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Bien mirados, los “mandamientos de Dios”, que hoy nos expone detalladamente la primera lectura de la liturgia de este domingo, no son mandatos imperativos que coartan nuestras acciones o prohibiciones que achican nuestra libertad, sino auténticos valores debido a que exhortan a hacer lo que conviene a la vida humana y advierten de lo que la deteriora. Generalmente, la inmensa mayoría de quienes hoy hablan de valores, y sobre todo de escala de valores, tienen un desenfoque serio de lo que realmente son los valores y de la razón de porqué todo lo que hacemos es un valor o un contravalor. Lo digo porque, al hablar del tema, el discurso se fija casi exclusivamente en acciones que tienen que ver directamente con los ámbitos ético, social y religioso de nuestra vida, cuando, además, hay millones de acciones referentes a lo biológico, económico, lúdico, estético, epistémico y social, que nos hacen crecer como seres humanos, razón por la que también son valores, o que nos deterioran, por lo que son contravalores. Por su parte, la escala de valores solo debería fijarse en la calidad de un valor determinado, en si se trata de un valor mediocre, normal o excelente. Lo dicho significa que no hay nada que hagamos que sea realmente neutro en ninguno de los órdenes o vertientes de la vida, ninguna acción que no sea en definitiva valor o contravalor. Recordaré una vez más que mi maestro, fray Eladio Chávarri O.P., ha desarrollado sobre este tema un abigarrado sistema de pensamiento original, cuyo rigor y hondura sorprende gratamente, que nos ayuda a comprender a fondo qué es el hombre, por qué es como es y qué hace en este mundo.

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En su predicación, tal como vemos en la segunda lectura de hoy, Pablo se enfrentaba a dos poderosos contrincantes, los sabios griegos y los pragmáticos legalistas judíos, a la hora de hablar de un proscrito como Jesús, muerto en una cruz, necedad para los primeros y escándalo para los otros, afirmando, por contraste, la excelencia de su misión, pues la necedad de Dios, de haber alguna en él, afinaría más que la sabiduría de los hombres, y su debilidad, de tener alguna, tendría más fuerza que la robustez de los hombres. Tal vez, al referirse a los judíos, Pablo debería haber hablado de legalidad en vez de debilidad o de eficacia en vez de fuerza, pues Dios es más legal y más eficiente que ninguna ley humana. Los cristianos no deberíamos perder nunca de vista que predicamos el mensaje de salvación proclamado por un proscrito, un hombre que prescindió de todo poder dominador y de toda riqueza opresora y que vino a este mundo solo para servir y para hacerlo todo bien. En el contexto de la introducción de esta reflexión, podríamos decir en suma que todas sus acciones fueron exquisitos valores y que en él nunca hubo cabida para ningún contravalor. No olvidemos que en el binomio valor-contravalor la mayor calidad de uno debilita el otro, que a mayor valor menos contravalor y viceversa: cuanto más afina la caridad, más se desplaza el odio.

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El evangelio de hoy, tomado de Juan, nos enfrenta a uno de los pasajes de los Evangelios más enigmáticos y difíciles de encajar en su literalidad, y más si nos atenemos a su desarrollo teológico, centrado en el templo, tomado tanto en su función propia de casa de Dios como metáfora del acontecer de una redención que se consuma en Jesús resucitado. Dos temas contribuyen a esa dificultad. Primero, el hecho de que el mismo Jesús, en su diálogo con la samaritana a la orilla del pozo, hubiera quitado importancia al templo como casa de Dios, hecho con el que contrasta poderosamente el acontecimiento narrado por el evangelio de hoy al convertirlo en el quicio de su exhortación. Segundo, sobre todo, la justificación de un comportamiento tan airado y agresivo de Jesús al montar un cirio con cuantos comerciaban en el atrio del templo, pues no se entiende una conducta así en quien jamás se hartó de hablar del perdón y de la misericordia de Dios y de quien en todo momento y lugar acogió a los pecadores y alivió penas y dolores. Es posible que el relato no sea más que una simple caricatura, con rasgos muy exagerados sobre lo realmente acontecido, escrita con el propósito de explicar por qué se produjo la denuncia que no tardó en llevarlo a la cruz. Por lo que yo mismo pude ver en Jerusalén, la ciudad entera se ha convertido en un puro comercio que explota a fondo las creencias y los sentimientos religiosos de los turistas y peregrinos, igual que debía de serlo en tiempos de Jesús y que sucede hoy en todas las grandes urbes del mundo. Por lo demás, no parece que la supuesta profanación del templo pudiera justificar un comportamiento violento de Jesús, el manso cordero llevado al matadero. Lo pienso así a pesar de que el mercantilismo del sentimiento religioso que yo mismo vi claramente en Fátima y Lourdes me incomodó sobremanera.

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Es obvio que el celo de Dios se había apoderado por completo del espíritu de Jesús. En el desierto había pasado un tiempo de vaciamiento personal para dejar cabida al Espíritu que lo lanzaba impetuosamente a la predicación del reino de Dios. A tenor de lo supuestamente ocurrido ese día en el atrio del templo, los discípulos de Jesús recordaron que la Escritura habla del celo devorador de Dios, un celo que tiene siempre en ascuas el espíritu y la vida del profeta. Obviamente, se trata del mismo celo que impulsó a Jesús a proclamar que su única familia son los que cumplen la voluntad de su Padre y a invitar en vano al joven rico a dejarlo todo para ser su discípulo. Sin duda, lo ocurrido ese día en el templo enardeció a quienes deseaban lincharlo e hizo que cuajara la denuncia que lo arrastró a la muerte de cruz, destino del que ni siquiera lo libraron sus buenas obras, tan celebradas por las gentes sencillas y sin dobleces. Por más que sea muy claro que solo las buenas obras son valores que nos enriquecen, no son pocas las veces que una fuerza impulsiva nos arrastra a intereses epidérmicos y nos inunda de contravalores. Que nuestra actual vida sea tan desastrosa se debe a que cultivamos muchos contravalores, algunos incluso en grado sumo, como cuando eliminamos cruelmente al supuesto “enemigo” que afea nuestra conducta u obstaculiza la consecución de nuestros objetivos egoístas, tal como lamentablemente le ocurrió al mismo Jesús.

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El camino de la humanidad es el mismo desde que la evolución nos facultó, hace miles de años, para tomar las riendas del desarrollo de nuestra propia vida; desde que la libertad nos dio alas para volar con nuestras fuerzas. Y, mal que bien, la humanidad siempre ha caminado hacia adelante, aunque muchas veces lo haya hecho por dientes de sierra, con altibajos. Nadie en su sano juicio puede negar que hoy tenemos un nivel de vida muy superior al de nuestros ancestros y que nuestras facultades humanas no han hecho más que crecer. ¡Ojalá pudiéramos preservar tan gran patrimonio para nuestros descendientes!  En la mejora de la vida, en el hecho de que a pesar de los progresos siempre seremos seres inacabados, anida el hecho mismo de la vida. Para seguir mejorando y, en definitiva, para seguir viviendo, contamos, afortunadamente, además de con una capacidad que se va agrandando lentamente, con una naturaleza que es potencialmente inagotable y con una historia que se va enriqueciendo con las aportaciones de todos y de cada uno de los seres humanos, además de con la esperanzadora proyección que nos da la descripción cada vez más nítida del auténtico rostro de un Dios-padre, el único no necio que tiene poder para colmar o consumar nuestra vida.

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Cada celebración litúrgica del misterio de redención, proyecto siempre activo que engloba el tiempo cuaresmal y el pascual, es una invitación o un reto a la mejora de nuestra forma de vida. Es preciso insistir en que se trata de una mejora en la que no se producen saltos cualitativos, sino pequeños avances, imperceptibles de suyo, al lento compás de la mejora de nuestros propios comportamientos. Hasta no hace mucho, pongamos el s. XVI, todos los acontecimientos humanos importantes giraban en torno a la religión; después, lo hicieron en torno a la razón, y hoy, desde hace solo unos decenios, lo hacen en torno al dinero. Además de que la religión, la razón y el dinero connotan solo tres ámbitos de la vida humana y de que, por tanto, los seres humanos tenemos otras muchas riquezas, la gratuidad de muchas acciones humanas está abriendo camino afortunadamente a una humanidad mucho más esplendorosa que la actual, logrando que incluso el poderoso caballero que es don dinero pierda atractivo y patrimonio. El furibundo ataque que nos está haciendo la covid-19 podría tener la virtualidad de provocar el celo divino que nos devora al gritarnos, por un lado, que la salud es mucho más importante que el dinero y, por otro, que la fraternidad humana es mucho más importante incluso que la salud y el dinero juntos, tal como demuestran los generosos y heroicos comportamientos de cuantos, profesionales de la salud o no, se han sacrificado y se siguen sacrificando en el altar ardiente de tan maldito virus para poner a salvo la vida humana. Además, también podríamos atrevernos a soñar que el viaje en curso del papa a Irak es signo de que es posible un mundo mucho mejor.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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