Acción de gracias – 26 Mar, ¡inmenso y misterioso mar!

 

“Uno para todos y todos para uno”

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El mar es una reconfortante presencia de Dios tanto por el misterio de su inmensidad y profundidad como por la fuerza de sus aguas. De ahí su fascinación y el que, sin reparar en la razón, uno se quede mirándolo abobado desde un acantilado hasta perder la noción del tiempo. No hay duda de que Dios tiene poder sobre el musculoso mar que la liturgia de hoy despliega ante nosotros y sobre cuya completa pertenencia no hay objeción posible. A Job, su siervo probado, hoy Dios le habla desde la tormenta, desde esa fuerza incontrolable que causa pavor a marineros y pescadores. Una vez levadas anclas, en caso de naufragio, el poderío y la destreza de los hombres se reducen a maniobrar con las cuatro tablas que todavía tienen a mano para mantenerse a flote. ¡Qué impotencia! Pero el Dios de Job juega a capricho con el mar, según las bellas metáforas de la primera lectura de la liturgia de este domingo, como si cuidara un bebé envolviéndolo en suaves nieblas y arropándolo con algodonosas nubes, o como si se divirtiera chapuceando en una pequeña piscina que él mismo llena y vacía a capricho y que no permite que se desborde.

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Hoy, desgraciadamente, el mar sufre otros quebrantos, causados no por tempestuosos vientos y fuertes borrascas, sino por la voraz mano de tantos desaprensivos que esquilman su vida y llenan de basura incluso sus profundidades. El mar, factor tan determinante de la vida que se inició en él y a la que todavía sigue sirviéndole de cuna y despensa, está hoy hecho un asco, pues los humanos lo hemos convertido en basurero. Hemos contraído con él una deuda muy seria, mortífera para la vida de muchas de las especies que lo habitan y ruinosa para la nuestra propia. La irracionalidad del desarrollo depredador, al que nos hemos lanzado tan desaforados como si no hubiera un mañana, está arrancando muchas hojas del calendario de nuestras propias vidas. Afortunadamente, algunos se desgañitan en nuestro tiempo para persuadirnos de que o cambiamos radicalmente de conducta o nuestros días como especie están contados. Los cristianos deberíamos ocupar todas las vanguardias del movimiento que predica respeto al medio ambiente, y sobre todo al mar, y trata de imponer mesura y austeridad en nuestros insensatos consumos.

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En la segunda lectura de la liturgia de hoy, san Pablo, dirigiéndose a los Corintios, nos adentra en el espinoso tema del amor y de la muerte, como si de un mar embravecido se tratara, basándose en que no hay mayor amor que dar la vida por aquellos a quienes se ama. Digo “espinoso tema” porque el hecho de que Jesús, el Cristo de nuestra fe, haya muerto por nosotros nos puede arrastrar a la equívoca conclusión de que su predicación se ciñe a una especie de transacción comercial espiritual consistente en que lo acojamos y compadezcamos como la víctima propiciatoria que, en aras de una justicia divina insobornable, calma las iras de un implacable Dios ofendido. ¿Alguien puede imaginar a Dios Padre clavando sin piedad a Jesús en la cruz, tal como habría hecho el viejo Abrahán hundiendo su cuchillo en el cuello de su único hijo, Isaac, de no haber sido detenido mágicamente en la fábula de tan sobrecogedor relato?

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Los cristianos no deberíamos confesar, como hemos venido haciendo durante siglos, que el pecado es una deuda que los humanos hemos contraído con Dios ni tampoco valorar la muerte redentora de Jesús como el justiprecio que la salda. Ciertamente, Jesús cargó con nuestros pecados, pero no fue condenado por ellos. Aunque lo ajusticiaron por motivos religiosos y políticos, supuestamente peligrosos e incluso delictivos, él aceptó plenamente la voluntad de su Padre de morir por amor. Al habernos revelado que su Padre también lo es nuestro, todos morimos en su muerte y en la de cada uno de nosotros mismos, igual que participamos de su vida y de la de todos los demás. Pero la muerte destruye la vida para llevarla, paradójicamente, a su plenitud, pues los seres humanos nacemos inacabados y sometidos a un proceso de crecimiento que culmina en la muerte. Sin duda alguna, la muerte es un agujero negro que engulle cuanto le sale al paso y, por ello precisamente, un contravalor de tal magnitud que revienta los muros opacos del agujero negro en que caemos muriendo, y fagocita los demás contravalores que arrastra consigo, incluida la posible inaudita sentencia condenatoria de un amenazador juicio final. La más rigurosa racionalidad nos exige deducir que más allá de la muerte no solo todo es gozosamente Dios, sino también que no puede ser otra cosa por no haber ya cabida para ella. Hay una flagrante contradicción en pensar, como hacen conspicuos y sesudos teólogos, que el infierno es “ausencia de Dios” y que realmente pueda existir algo fuera de la esfera divina.

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De ahí que el de morir sea seguramente el acto vital más denso que podamos imaginar. Con su muerte, Jesús no paga nuestro rescate, sino que nos abre el santuario de su vida plena (resurrección) para que nos instalemos cómodamente en él. La gran novedad de su evangelio requiere que, basados en una esperanza radical, “vivamos para” un cuerpo místico del que él es la cabeza. No procede que un cristiano, consciente de su entidad, pretenda “vivir para sí” y busque su perfección o su santidad, como muchos se empeñan en hacer. El camino trazado por Jesús incluye imperativamente todos los demás. El suyo es un camino comunitario. No hay caminos privados de ascenso a un Sinaí particular para convertirse en zarza ardiente, sino un solo camino de comunión que requiere convertir las propias alforjas (“contemplata”) en intendencia comunitaria (“aliis tradere”): enriquecerse para compartir. Puede que el de “compartir” sea el concepto más denso y revelador de la novedosa concepción que el cristianismo hace del hombre. De hecho, en la eucaristía, epicentro de la iglesia, es del todo imprescindible para entender lo que realmente significa “comulgar dignamente”, y tiene, a mi criterio, muchísima más importancia y trascendencia que el de “transustanciación”, concepto filosófico con el que la teología escolástica ha tratado de iluminar la vida religiosa de los cristianos durante los últimos ocho siglos al intentar explicar cómo Jesús está realmente presente en las especies sacramentales. De poner en juego ambos conceptos, podríamos decir que Jesús juega mucho más a gusto en el frondoso campo de lo social que en el páramo filosófico, pues obviamente prefiere el amor del que está impregnado el primero a las esencias que rezuma el segundo.

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El evangelio de hoy, de san Marcos, en consonancia con la primera lectura y a la luz de la reflexión paulina en la segunda, nos arrastra de nuevo al mar, embravecido en esta ocasión para que veamos que incluso los vientos huracanados escuchan y obedecen la voz del Jesús tras cuyos pasos pretendemos caminar los cristianos. ¡Maravilla ver cómo, en su presencia y al ritmo de su cadenciosa voz, las olas encrespadas se amansan y se tornan balsa de aceite! Sentir realmente que él nos acompaña, promesa que nunca dejará de cumplir, nos ayuda a navegar confiados. Haciéndolo, seguro que sudaremos la gota gorda y hasta crujirán nuestros huesos, pero no habrá fuerza en este mundo que pueda detener nuestro decidido afán de aprender para enseñar, de tener para compartir. Si al rezar “hágase tu voluntad” ponemos alma y corazón en ello, nada debería perturbar nuestra decidida marcha hacia la mejora integral de la condición humana.

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En la sociedad frentista en que desgraciadamente nos toca vivir, tan zarandeada por intereses o contravalores (todo interés particular que genere enfrentamientos es un contravalor), un auténtico cristiano, obligado a ser pacificador, ni siquiera debería simpatizar con partidos excluyentes. Lo de “con Dios o con el diablo” no obedece a un enfrentamiento real entre dos personajes superpoderosos o entre dos posicionamientos excluyentes, pues utilizamos tal expresión solo como pura ficción dialéctica para significar que debemos decantarnos por el todo dejando de lado la nada. Y, si la nada es nada, ni siquiera puede ser principio de enfrentamiento. La enorme miopía que padece la sociedad en que nos toca vivir le impide ver con nitidez que el interés común, lo que conviene a todos, tiene mucha más importancia que el interés particular o lo que realmente beneficia solo a uno o a unos pocos. ¿Le serviría de algo a un hombre quedarse solo en el mundo para sentirse dueño absoluto de cuanto hay en él? Su vida no valdría entonces ni un comino. ¡Qué enorme se muestra Jesús al dar su vida por los demás y enseñarnos a compartir la nuestra!

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