Acción de gracias – 20 Meseta de sosiego espiritual
Por una política buena y barata
Pedro lo razona admirablemente en la primera lectura de hoy, tomada de los Hechos de los Apóstoles: “¿Se puede negar el bautismo a quien ha recibido el Espíritu?”. Somos muchísimos los que decimos que nunca tendremos la suerte de que un día nos toque la lotería, cosa del todo imposible si, como es mi caso, ni siquiera se juega a ella, pero la verdad es que todos hemos sido ya muy afortunados. Por un lado, al espermatozoide que desencadenó nuestra existencia le tocó el gordo entre más de cien millones de aspirantes, pues tuvo la gran suerte de fecundar el óvulo que completó nuestro ser incipiente. Por otro, tras ello, también tuvimos la fortuna de no estar entre los miles de fetos que cada día se tiran a la basura. Además, tanto en la fecundación como en la trayectoria recorrida nunca nos ha faltado el aliento del Espíritu que nos anima y guía, pues Dios no solo nos da el ser, sino también nos mantiene en él. Proclamaremos una gran verdad si decimos que, sea cual sea el empleo o destino que cada uno le dé a su propia vida, la existencia es nuestra gran suerte y gracia.
En la segunda lectura de hoy, Juan inicia un razonamiento curioso, cuya conclusión queda en el aire, en el sentido de fijar el alcance y la razón del amor: “…todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor…”. La conclusión lógica del razonamiento joánico sería que quien no ama no ha nacido de Dios porque, siendo Dios amor, no se puede nacer de él sin amar. Sin embargo, no hay ninguna criatura que no haya nacido de Dios. Ello nos lleva a que toda criatura, incluso la más perversa y negativa, está impregnada de amor. El cristiano debería estar totalmente persuadido de que no hay nada en este mundo que no sea signo y prueba de amor divino y que, como tal, sea digno del amor de Dios; de que no hay criatura humana por la que no haya sido derramada la sangre del Cristo Salvador. La orden con que se inicia esta segunda lectura, la de “amémonos unos a otros”, no admite excepciones.
En el evangelio de hoy, subrayando el mandato de “que os améis unos a otros”, Juan vuelve a explayarse sobre ese amor, enriqueciéndolo con los significados propios de los “mandamientos”, que deben ser cumplidos; de la “plena alegría”, que Jesús nos regala con su amor; del más aquilatado y sublime amor, el de “dar la vida” por el amado; del “señorío” que nos aporta nuestra condición de hijos de Dios y de los sabrosos “frutos” del amor. No es cuestión de detenerse hoy a desarrollar el tema del amor, tan esencial no solo para entender el hecho de haber sido creados por Dios y redimidos por su Hijo, sino también para orquestar el desarrollo social y engarzar hermosamente los proyectos y ansias que los humanos tenemos por mejorar la condición y la calidad de nuestra vida individual y colectiva.
Bástenos subrayar que, mientras la política se debate frente al inaudito dilema de si es mejor dedicar todas las fuerzas a crear riqueza, como se supone que propugnan las mal llamadas “derechas”, que repartir lo poco que hay, misión que parece ser muy querida por las igualmente mal llamadas “izquierdas”, como si no fuera necesario emplearse a fondo en ambos cometidos, el de producir más y el de repartir mejor, la liturgia pascual se recrea inundándonos con los bienes de la salvación, litúrgicamente recién estrenada: fraternidad, alegría y amor. El misticismo y la contemplación, que propugna la liturgia, se vuelcan decididamente en la enriquecedora misión cristiana. No se trata de que la contemplación sea de derechas y de que las bienaventuranzas y las obras de misericordia lo sean de izquierdas, sino de que es hueca la contemplación que no desencadena la acción fraternal o de que no hay solidaridad sostenible si no está impregnada de contemplación.
Resulta curioso que la “Iglesia oficial”, que es puramente nominal o estadística, se haya infectado hasta los tuétanos de terminologías que vehiculan ideologías exclusivistas rindiendo pleitesía al “señor” con minúscula, es decir, al que manda y acapara el protagonismo social en un determinado momento de la historia. Es obvio que esa Iglesia se ha puesto a lo largo de los siglos, y aún lo sigue haciendo hoy, de parte del poderoso y se ha arrimado al rico por lo general. Si ayer ella se mostró imperial, contraviniendo su misión, hoy parece haberse convertido en gleba que demanda limosna, desnaturalizando su razón de ser, aunque su supremo líder actual, el buen papa Francisco, tenga merecidamente gran prestigio internacional y sea seguramente el líder mundial más acreditado.
¿A dónde nos conduce realmente una Iglesia de derechas o de izquierdas? A un confusionismo paralizante. De entender bien su misión, tendríamos que descubrir alborozados que en su seno hay cabida siempre para lo más preciado de cualquier ideología o partido político que se proponga regir honradamente el destino de los pueblos. Es un escándalo que, en razón de su misión, los cristianos de a pie y los dirigentes eclesiales se declaren abiertamente de izquierdas o derechas y se dediquen a condenar sin ambages a sus oponentes ideológicos y a magnificar los propios cometidos partidistas a base de sofismas alambicados y de reduccionismos y vaguedades argumentales, como vemos que ocurre desgraciadamente con demasiada frecuencia.
Si de política se quiere hablar, los cristianos deberíamos tener muy claras las coordenadas a que todo acto político debe atenerse: prestar a los ciudadanos el encomiable servicio de la gobernación, administrando su vida social, servicio que siempre debe hacerse con acierto y altura de miras y sin que los esclavice económicamente. En otras palabras: que la administración pública sea de calidad y que resulte asequible, es decir, austera. Para ser digna, toda administración debe resultar barata, rentable. Tal es el criterio fundamental que debería imponerse claramente en toda campaña electoral para seleccionar correctamente al mejor gobernante posible en cada momento.
A fin de cuentas, todos sin excepción somos hijos de Dios y cooperantes imprescindibles en su magna obra de creación y salvación. Tras la historia de Jesús y de los hechos acaecidos con su vida, la liturgia hace bien en situarnos hoy en una extensa meseta, situada a gran altura y dominada por la certeza absoluta de que los acontecimientos vividos litúrgicamente en Semana Santa y Pascua garantizan a todos la salvación y gestan la alegría y la confianza que tal convicción genera, cualesquiera sean las circunstancias en que se desenvuelva la vida de cada cual. El Espíritu está cayendo en todo momento sobre nosotros. Sobre los españoles, además, hoy cae gozosa una titubeante libertad, la de poder moverse y viajar, con la esperanza de que no tarde en consolidarse y ampliarse a base de ir ganándole la final a la COVID-19. ¡Feliz domingo a los seguidores de este blog y a todos los demás seres humanos, tan amados y mimados en todo momento por Dios, tengan conciencia de ello o no!
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