Acción de gracias 49 Metáforas de la vida humana

Continuos Adviento y Navidad

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Para un cristiano la oración no solo es la recitación de unas plegarias en consonancia con el acontecimiento o la festividad que se celebre en un determinado momento, o la repetición de la hermosa invocación que nos enseñó Jesús al animarnos a decir “Padre nuestro…”, referido a Dios, sino también una forma de vida continuamente referenciada a él. A Jesús mismo lo vemos en los relatos evangélicos retirándose a orar frecuentemente, sobre todo en cualquier circunstancia o situación de agobio o necesidad espiritual. De ahí que, si pensamos en el Adviento, el tiempo litúrgico de las cuatro semanas previas a la Navidad, como “un tiempo de oración y reflexión, caracterizado por una espera vigilante”, bien podríamos deducir con sobrada razón que todo el año es para el cristiano tiempo de “adviento”. Pero la “espera vigilante” a que se refiere el Adviento incluye en sí misma lo esperado. La Navidad que prepara el Adviento es de por sí un acontecimiento perenne en cuanto que sacramenta la presencia continuada de Dios en la forma de vida del cristiano. Y, sin embargo, aunque vivamos de lleno y de continuo la presencia de Dios en la oración, no por ello evitamos que la vida humana sea toda ella, a su vez,  “tiempo de preparación” para cuando él irrumpa definitivamente en un devenir que se consuma con la muerte.

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El vástago legítimo de David, prometido por Dios como salvación de Israel, según nos anuncia el profeta Jeremías en la primera lectura de la liturgia de este domingo, está ya a punto de cumplir, en la perspectiva litúrgica, su misión de hacer justicia en la tierra y de implantar en ella el derecho para salvar la casa de Judá. Justicia y salvación son dos recintos con sus puertas permanentemente abiertas para quien, sumergiéndose en la fe, habla con Dios en la oración de cada día. Tal apertura nos invita a entrar para ir acomodándonos poco a poco en esos recintos mientras, confiados y pacientes, esperamos la definitiva irrupción del Señor en nuestras vidas.

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San Pablo, en la segunda lectura de hoy, tomada de su Carta a los Tesalonicenses, se ocupa de que llenemos de “amor mutuo” esas estancias, un amor semejante al que nos profesó Jesús y al que también profesan el mismo San Pablo y los demás Apóstoles a sus seguidores, al mismo tiempo que nos exhorta a llevar un comportamiento que agrade a Dios, un comportamiento de amor y buena conducta, como corresponde a los hijos de Dios que somos. Por muchas vueltas que le demos a la idea de Dios y por larga que resulte la reflexión de acercamiento a la forma de vida que nos propone el Evangelio de Jesús, en aras de la cordura y del equilibrio mental no nos queda más salida que la de confiar plenamente en el Padre de todos y la de amarnos unos a otros incondicionalmente, como los hermanos que somos.

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En el evangelio de hoy, Lucas, imbuido del espíritu apocalíptico que se apoderó del primitivo sentir cristiano, pone en boca de Jesús la necesidad de una vigilia permanente frente a un inminente acontecer sorpresivo, algo así como si la religión, la justicia y la salvación fueran bienes cuyo logro dependiera exclusivamente del grado de vigilancia que se tenga en el preciso momento de la irrupción de la parusía y del tipo de conducta que entonces se lleve. Ciertamente, hemos de estar vigilantes en todo tiempo para que la hora de partir no nos coja con los corazones “embotados con juergas y borracheras”, pero la verdad es que lo realmente importante para un cristiano debe consistir, además de en no llevar una “vida embotada”, en vivir en todo tiempo pendiente de las necesidades del prójimo, pues la salvación propia nunca podrá ser un acto egoísta. La fuerza de la irrupción del primer cristianismo, potenciada por el impacto emocional del cruento acontecer de la pasión y por la explosiva resurrección de Jesús, tan recientes, debió de ser tan poderosa que los primeros cristianos sintieron como inmediata la implantación gloriosa y definitiva del Reino de Dios tras la representación escenográfica del triunfo de un Salvador mesiánico frente a cuantos se resistían a aceptar la buena nueva evangélica que él mismo acababa de predicar. Pero, obviamente, los planes de la Providencia divina no se atuvieron a sus deseos ni se plegaron a sus miedos. Han pasado ya más de dos mil años desde entonces y es muy posible, y deseable, que pasen todavía miles de millones de años antes de que la especie homo desaparezca de la tierra.

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Por otro lado, fijándonos en algo que es mucho más importante y trascendente, ya hemos insistido en este blog en que debemos erradicar de nuestra fe todo atisbo de mercantilismo, desechando incluso lo que respecto al desarrollo histórico de la salvación nos ha predicado el mismo Apóstol Pablo. En la magna obra de salvación, que para un cristiano completa y corona la esencial obra de creación, debemos ir mucho más allá de cualquier posible mercadeo con Dios y hasta de la mera posibilidad de que él se pliegue a firmar con nosotros una especie de contrato reparador, sirviéndose de la divisa “Jesús” como justiprecio. Lo procedente es zambullirse de lleno en el misterio del perdón incondicional y de la infinita misericordia del Dios en quien creemos. El Reino de Dios es un reino de gracia, de total gratuidad, de donación perfecta. En este contexto, el Adviento como tiempo de preparación para el nacimiento de Jesús no debe ser de ninguna manera ni la celebración de un hermoso “cumpleaños” ni mucho menos un “do ut des” (intercambio comercial) de penitencia compasiva y de oración implorante que nos haga acreedores a una Navidad que, de suyo, es puro don, sino el sabroso aperitivo de un gran banquete celestial, del gozo pleno e ilimitado de la presencia de Dios en nuestras vidas. En el momento presente sufrimos, tenemos preocupaciones, el coronavirus nos azota fuerte de nuevo, la economía familiar se llena de interrogantes, la política nos desconcierta y hasta la climatología nos acorta la mirada y aplasta el ánimo: vivimos, pues, tiempos de reajuste, de conversión; tiempos, en definitiva, de un Adviento bien encarrilado que nos auguran y encaminan hacia una Navidad gozosa. Amén.

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