A salto de mata – 52 ¡Milagro!

Ripios navideños

3

Sin duda, hoy es un día grande no solo para los cristianos, sino también para toda la humanidad. Definitivamente, el Altísimo Dios de los cielos se nos ha colado entre los pucheros, al decir de la más famosa de los abulenses; ha instalado su tienda en nuestra pradera y ha “ocupado” nuestro corazón, convirtiéndolo en su propio hogar. Para sentir en profundidad tan magno acontecimiento, nada me complace tanto como compartir con los lectores de este blog los ripios navideños que un muy buen amigo mío y antiguo compañero de estudios durante muchos años, José Luis Suárez Sánchez, acaba de enviarme como felicitación navideña. Conste que lo hago con su aquiescencia y su bendición.

2

Navidad es la luz / que brilla en tus ojos.

Navidad son los brazos abiertos, / ser regalo de ti para el otro / que viene a tu encuentro.

Navidad es ser pan compartido / e hilvanar la palabra / que quiebra el silencio.

Navidad es el beso, / es caricia, es respeto.

Navidad es sentir /el dolor de los otros / ardiendo en tu pecho, / desclavar la penuria del pobre / y soñar con sus sueños, / trazando caminos / de amor y de encuentro.

Navidad es sembrar / alegría en el triste / y ofrecer compañía al enfermo.

Navidad es tallar / la sonrisa en tus labios, / reflejar la verdad en tu rostro / y amasar la bondad / con las manos del alma / y fermento del Dios / emigrado del "cielo”.

8

Trémulo y conmovido, confieso que, con el milagro enorme que es de suyo la vida, no soy hombre que suspire por más milagros, ni siquiera cuando algo duele a rabiar en el propio hogar o, bajo otra perspectiva, cuando tratan de elevar a los altares a algún personaje, conocido o cercano, momento propicio para un provechoso comercio, pues ambos, protector y protegido, salen ganando. El primero, obrando el milagro como benefactor, se granjea su canonización, algo así como una certificación notarial de estar ya en el cielo, según dicen algunos teólogos, por más que los seguidores de este blog sepan muy bien que sigo empecinado en la convicción de que en el “más allá” no hay lugar más que para el cielo. Por otra parte, el segundo, el beneficiado como receptor del milagro, se ve libre de alguna enfermedad irreversible o de algún daño insoportable. Desde luego, ha sido un gran acierto táctico exigir milagros como certificaciones divinas para las canonizaciones eclesiales.

6

Pero, hablando francamente, tengo la impresión de que en Lourdes, en Fátima y en el Dicasterio para las Causas de los Santos, se fabrican milagros a medida y a precios prácticamente de saldo. Contar con tales resortes es un auténtico chollo para muchos cristianos que las están pasando canutas y cuya salida a flote solo podría lograrse mediante una intervención divina especial, constatable en el caso de las canonizaciones. Y no digamos para los clérigos que aprovechan tan abundante manantial de espiritualidad para armar sus discursos de moral y de dirección espiritual, al tiempo que aseguran sus finanzas.  La frecuente expresión popular de “se necesita un milagro” da buena cuenta de la desesperación de muchas situaciones humanas, muchas de las cuales sobrepasan lamentablemente por insoportables el límite de la vida para hundirse en el suicidio.

7

¿A qué viene la irreverencia de tan atrabiliaria introducción a una reflexión como esta para animar un día tan hermoso como el de hoy, día de Navidad? Sencillamente a que la Navidad sí que es realmente un prodigio, un espléndido milagro, cuyo beneficio se ramifica en muchos órdenes de la vida, cuya luz alumbra el orbe entero y cuya bondad se extiende a todos los hombres de buena voluntad. Que muchas personas hayan cenado anoche más del doble de lo que realmente necesitan, incluso degustando exquisiteces gastronómicas cuando el presupuesto familiar apenas permite llegar a fin de mes; que muchos pobres de solemnidad hayan tenido una “buena cena” en albergues de acogida o en el seno de familias que les abrieron sus puertas siguiendo la vieja tradición de sentar un pobre a la mesa en Nochebuena; que muchos distanciamientos familiares se hayan acortado o terminado incluso en cálidos y reconfortantes abrazos; que muchos rotos entre amigos se hayan cosido y que no pocos se hayan podido permitir el lujo de unos significativos regalos en medio de un mar de agobios económicos no dejan de ser hechos maravillosos, más que milagrosos, en una noche como la pasada y en un día como este. Decididamente, celebrar la Navidad en los tiempos que vivimos es un auténtico milagro.

1

Vivo en una pequeña ciudad en la que la desorientación política envolvente ha llevado a iluminar las calles centrales, que ciertamente han quedado muy bonitas, con la iluminación abstracta que producen soportes geométricos, como si se tratara de una fiesta musulmana, sin alusiones directas al contenido personal de la Navidad, el único auténtico. Llegados a este punto, es preciso recordar que la Navidad cristianizó las fiestas paganas del sol, dándoles mucha más hondura y esplendor al sustituir el remonte del sol por el nacimiento del Niño Dios. De ahí que hoy resulte vano e insensato el intento de algunos desmemoriados que pretenden paganizar esta hermosa fiesta, sirviéndose de muñecos de cartón piedra o de sicodélicos motivos ornamentales geométricos, demasiado fríos y ajenos. Mientras que el Niño Dios pudo remplazar fácilmente el sol, mal lo llevan quienes pretenden sustituirlo por simples bagatelas. En Román paladino y preténdase lo que se pretenda con tal desnaturalización, la Navidad será siempre un descomunal hecho personal, un acto de hermosa fe que desborda toda razón. En resumidas cuentas, sin el Niño de Belén, sin su pesebre, sin dulces cantos y sin unos Reyes Magos que vienen de lejos para mimarlo y adorarlo en su más esenical epifanía, no hay Navidad que valga, por mucha geometría lumínica que cuelgue sobre nuestras cabezas en las calles de nuestras ciudades, por muchos árboles que se engalanen en los salones de nuestras casas y por muchos papás Noel que recorran los cielos y la tierra cargados de regalos.

4

Que los seres humanos nos hagamos regalos unos a otros, sobre todo en estos días, es una de las muchas actividades que podemos emprender atendiendo a nuestra más genuina condición. Una gran parte del propio ser de cada uno de nosotros es comunitaria, tanto que sin la comunidad ni siquiera habríamos podido existir, y, de haberlo logrado, seguro que no seríamos como somos. Pues bien, en el mundo cristiano el regalo, que parte de la necesidad ancestral de ofrecer sacrificios a Dios para granjearse su benevolencia, se consolida y extiende como remedo del comportamiento de unos Reyes Magos que vienen del rico Oriente cargados de valiosos regalos para el Niño Dios. Desvincular el regalo de la magia divina que lo envuelve restaría brillo y esplendor a la vida humana. El regalo de Navidad, ideado para ofrecerlo en el Portal de Belén, es el regalo por antonomasia, el regalo de los regalos, en correspondencia al regalo de la vida que Dios hace a cada uno de los miembros de la humanidad.

5

Como ya hemos apuntado, la vida es el más espléndido regalo que los humanos podemos recibir, el mayor de los milagros que una mano todopoderosa puede hacer en favor de cada uno de nosotros. Reconforta saber que uno, por lisiado que esté o por deforme que sea, no deja de ser el fruto de un extraordinario milagro divino. ¡Tan importantes somos! Llegados a este punto, pensar que la Navidad es la celebración de la vida nos ayuda a vivir en todo su esplendor el “nacimiento” del Niño Dios, del Mesías salvador, del pan de vida que quita definitivamente el hambre, de quien regala vida eterna a quienes creen en él. Quedémonos hoy con la dulce y maravillosa idea de que la Navidad abre nuestros brazos para convertirnos en regalo para quienes nos salen al encuentro.  

Volver arriba