A salto de mata – 24 Millones de Bergoglios

De lo bueno y lo óptimo

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Si en la reflexión anterior nos referíamos a la idolatría del dinero, en esta, aun a riesgo de incomodar o despistar involuntariamente a algunos fieles seguidores, diré que también deberíamos hacer frente decididamente a la no poca papolatría que nos infecta y que es claro síntoma, como toda fiebre, de freno a los auténticos impulsos cristianos que deberíamos inyectar a nuestra forma de vida humana para que recupere toda la fuerza y el esplendor evangélicos que deberíamos hacer refulgir en ella. La cosa tiene su aquel porque, a juzgar por el título, propugnando esa tarea, el punto de partida de esta reflexión es el actual papa como ejemplo de cristiano entregado a la causa en cuerpo y alma y con toda la carga de herramientas que su particular responsabilidad le pone en las manos.

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La Iglesia no es tal porque la dirija y gobierne un papa de gran categoría intelectual y humana, porque la teología se enseñe en Escuelas y Universidades de prestigio o porque haya científicos de renombre que digan que cuanto hoy alcanza a saber la ciencia no cuestiona la existencia de un ser supremo que, aunque de él ignoremos absolutamente todo a pesar de que creamos que se ha ocupado de contarnos mucho de sí mismo en la “revelación”, da razón de la existencia de las cosas, incluidos nosotros mismos, y logra que las historias humanas no sean finalmente un despropósito. Más aún, pues, de entenderse bien o mejor de acertar a expresarlo con claridad, me atrevería a decir que el ser de la Iglesia ni siquiera depende de que haya existido Jesucristo si nos basamos en el hecho de que, en ese supuesto y por contradictorio que parezca (cristianos sin Cristo), somos nosotros, los seres humanos habidos y por haber, los que formamos el Cristo redentor: tras pasar cada uno por el tamiz de la muerte en cruz que es la vida misma, retornamos a Dios resucitados, en comunión y amor mutuo; en lenguaje no demasiado heterodoxo, podría decirse que Cristo concentra en su ser místico la creación y la redención.De confiar en Dios como un ser que, además de dar razón del nuestro, es un padre que nos hermana y cuyo único mandato se reduce a que nos amemos unos a otros como él nos ama, nada de lo dicho debería resultarnos ni disparatado ni alambicado.

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Partiendo del esquema tan simple y básico que acabamos de esbozar, si nos acercamos con altura de miras a la personalidad de Bergoglio, el actual papa Francisco, ese hombre mayor argentino, paciente y bondadoso, y seguimos de cerca sus actuaciones, auscultando incluso su respiración y tomándole el pulso, no podremos menos de desear con fuerza que esta amada Iglesia nuestra, que tantos quebraderos de cabeza nos produce, se vea poblada de Bergoglios. Los seguidores de este blog saben muy bien que no soy ni papista ni papólatra en absoluto y, menos aún, devoto de la institución clerical que dirige y gobierna la Iglesia, pero debo reconocer, con sumo gusto, que este hombre tiene gancho, que se nos muestra como dechado de ejemplaridad cristiana y que su cálida palabra, dulcificada por su deje argentino, encandila y arrastra a la reforma y a la conversión de nuestros propios comportamientos egoístas.  

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Aunque solo sea con una valoración epidérmica, comparado con sus ilustres predecesores, casi todos ya canonizados, reconozcamos que está siendo un gran acierto y avance que el papa actual no se centre en los dogmas para atiborrarnos de hirientes verdades especulativas; que no invoque o recuerde a cada instante su supremo poder eclesial de “vicario de Cristo” ni blanda la espada de su “infalibilidad”; que no reduzca su apostolado a presidir ostentosos ritos pontificales ni reclame la pleitesía que corresponde a su función. Más bien al contrario, este noble anciano se comporta, en una bien acrisolada sencillez, como inagotable fuente de agua fresca; se confabula abiertamente con los seres humanos que más sufren para tratar de curar sus heridas y paliar sus sufrimientos, y, nadando en un mar de riquezas, se las arregla para llevar una vida austera, sabedor de que la suya es espejo de la nuestra. Por todo ello, no resulta difícil reconocer en él a un fiel seguidor de Jesús.

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Pero, ¡qué enorme peso lleva sobre sus encorvadas espaldas, con ejemplar resignación, este anciano pacificador! Lo digo porque, en el pequeño universo en el que le toca desempeñar su pontificado, se encuentra con todo tipo de trabas a la hora incluso de realizar las reformas más urgentes que requiere la Iglesia, por sencillas e intranscendentes que sean. Estoy convencido de que, si le permitiera expresarse como el volcán que arde en sus entrañas, al estilo de cómo lo hizo todavía hace poco el de la Palma, encontraríamos realizadas, en consonancia con su forma de ser papa y de vivir su misión, muchas de las maravillas por las que suspiramos pacientemente quienes deseamos de corazón que nuestra Iglesia sea realmente sal del mundo en que vivimos y luz que alumbre también los caminos de los hombres actuales. Pero, por mucho que él se sienta pastor y aunque esté impregnado hasta los tuétanos del olor a oveja, es de prever que el Vaticano tardará todavía mucho tiempo en convertirse en aprisco.

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Confieso que guardo del Vaticano un amargo y decepcionante recuerdo. Por muy “canoro” que sea el lugar y por muy “vate” que sea su ocupante, cuando en plena juventud tuve la oportunidad de visitarlo, cosa que realicé como devota peregrinación a la espera de darme de bruces con las esencias cristianas, la realidad fue que me paseé por su interior con la mente tan confusa y el corazón tan seco que ni siquiera pudo aflorar a mis labios una fugaz plegaria. Creo que el Vaticano ha sido el único lugar de este mundo, entre los muchos que he visitado, en el que no he podido rezar. Seguramente fue allí donde se encendió la mecha que desencadenó la explosión posterior que cambió el rumbo de mi vida. Claro que, siendo providencialista a carta cabal, me consuela saber que así estaba escrito. Replegando velas, confieso que todavía hoy me deja perplejo leer en los Evangelios que Jesús, que llevaba el perdón en los labios y que se entregaba a la oración en cualquier parte, solo en el Templo se vio dominado por un acceso de ira.

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Ello me obliga a preguntarme con honestidad si Jesús habría podido encontrarse a gusto y orado con fervor en el Vaticano. Incómoda pregunta, de dudosa respuesta, que se extiende a si el papa Bergoglio no sentirá agobios en él y si no le temblará el pulso cuando desde tan elevada cátedra exhorta a los pastores de todo el mundo a salir a las periferias, a deponer todo clericalismo, a vestirse de pastores y a no tener miedo a oler a oveja. Por lo que a mí mismo se refiere, no tengo la más mínima duda, dicho sea con franqueza, de que habría terminado ahogándome de haber sido atrapado por sus redes.

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Pero, si una golondrina no hace verano, tampoco el papa Bergoglio hace Iglesia por sí solo. Para cumplir fielmente su misión, la Iglesia de nuestro tiempo necesita millones de Begoglios, millones de creyentes cuya vida se parezca a la del afortunado papa que hoy dirige sus destinos. Dicho de otro modo, la Iglesia de nuestro tiempo necesita que los cardenales, los obispos, los curas, los frailes y monjas se parezcan a Bergoglio; que, como él, sean capaces de salir de sus protectoras murallas eclesiales a las periferias desguarnecidas, de saltar de las cátedras dogmáticas a los salones y dormitorios de nuestras casas, de abajar el mando al servicio, de silenciar las palabras condenatorias para predicar solo perdones y alegrías. En el perro mundo en que nos toca vivir ya hay demasiados hombres emperrados en hacer la vida insoportable a sus semejantes. Demasiados depredadores. Demasiados belicistas. Demasiados explotadores. Demasiados ególatras. También demasiados pesebreros y aduladores que, cual canes, bailan por su pan. Demasiados dignatarios que fabrican pesados fardos para los demás. Demasiados sepulcros blanqueados. Demasiadas víboras.

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Suspiro por asistir pronto al esperanzador espectáculo de un cristianismo que, en vez de guardián aguerrido de depósitos de armas arrojadizas, se muestre en todas partes como pura alegría de la vida y que sea capaz de perdonar y perdonarse setenta veces siete; un cristianismo, en fin, cuya metodología misional limpie nuestro horizonte de miedos y amenazas, sepulte de una vez por todas el Infierno y no agrave nuestra partida como si fuéramos arrabio para alimentar un tiempo el alto horno del Purgatorio. El Dios de los cristianos no puede ser más que padre bondadoso, solícito y providente. Cuando un tipo así nos guarda las espaldas, ¿quién se atreverá a hacernos frente o qué miedo puede producirnos la vida y, menos aún, el momento en que él mismo nos saldrá al paso para darnos un abrazo eterno? Hay empresas que producen altas rentabilidades, pero ninguna como el cristianismo. ¿Quién, si no, te ofrece gratuitamente en este mundo un paraíso a resultas del amor fraterno requerido y que, por el mismo precio, te inyecta en lo más hondo de la carne y del espíritu esperanza de vida eterna? ¡Paraíso a precio de ganga, eternidad regalada!

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¿Cómo sería nuestro mundo si todos los clérigos y consagrados, desde el papa al último cura de aldea y al más humilde “lego”, se dedicaran a predicar con entusiasmo y convicción un reino de Dios que enjuga lágrimas, que pinta de colores el horizonte humano, que sacraliza lo profano y se encara corajudamente con cuantos obstaculizan el camino del hombre? Los cristianos no somos guardianes de un torreón que alberga tesoros y sortilegios, sino fabricantes de alegría, de esperanza y de una comunión que lamina cualquier soledad. No somos papas, pero debemos ser Bergoglios, millones de ellos, como testigos fieles de una gran esperanza para este atormentado mundo nuestro.

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PD. Hoy se celebra el Corpus, afortunadamente con el enorme despliegue ornamental y floral con que lo acompaña una costumbre inveterada, por las calles de las ciudades y pueblos españoles. Creo que hasta he llegado a fatigar a los seguidores de este blog exponiéndoles reiteradamente que la auténtica fuerza de la Eucaristía, ser mismo de la Iglesia, está donde tiene que estar, en ser pan de vida y bebida de salvación, es decir, en celebrarse como cena de Jesús en la que él mismo se parte y se comparte como alimento, celebración que es memorial de su vida-muerte-resurrección. Todo lo demás que se diga de la eucaristía o se haga con ella, ni es bíblico ni teológico, sino pura especulación, simple folclore. Desde luego, Jesús no se deja atrapar en un trozo de pan, pero sí lo hace en la vida sufriente de cada hombre. No procede arrodillarse ante un trozo de pan, que solo es memorial de Jesús en la cena compartida, pero hacerlo ante un menesteroso, un herido por la vida o un enfermo, además de ser profundamente bíblico y teológico, es muy hermoso.

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