Desayuna conmigo (domingo, 19.4.20)I Misericordia quiero y no sacrificio

Gozosa perspectiva cristiana

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Hoy celebramos el segundo domingo de Pascua, significado litúrgicamente desde hace poco como “domingo de la misericordia”. Del mensaje de la misericordia, confiado a santa Faustina Kowalska, el papa JPII dijo que “no es un mensaje nuevo, pero se puede considerar un don de iluminación especial que nos ayuda a revivir más intensamente el evangelio de la Pascua para ofrecerlo como un rayo de luz a los hombres y mujeres de nuestro tiempo”.

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Etimológicamente, misericordia junta dos poderosos sustantivos correlacionados, compasión y corazón, multiplicando exponencialmente el significado propio de cada uno. Lo digo porque al corazón lo valoramos como sede de los mejores sentimientos humanos, claramente expresado cuando decimos de alguien que es “cordial”. Misericordia viene a significar así compartir el sufrimiento del prójimo amándolo.

Cuando hay de por medio no solo un sufrimiento, sino también una injusticia o un agravio, la misericordia adquiere tintes de perdón. Es impresionante la fuerza teológica que hay en las palabras de Jesús cuando nos exhorta a entender a fondo aquello de “misericordia quiero y no sacrificio” (Mt 9:12), rubricadas por lo de ir a reconciliarse con el hermano antes de hacer la ofrenda (Mt 5:24). Mírese como se mire, estamos ante todo un programa evangélico de conducta cristiana: el amor a Dios requiere inexcusablemente el amor al hermano, también en el caso de que nos haya ofendido. Definitivamente, el camino hacia Dios pasa por el hombre que es nuestro prójimo, lo que nos ayuda a entender que no hay camino hacia Dios que no pase por el hombre-Dios, que es Jesús.

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Las lecturas litúrgicas nos sitúan en un cuadro lógicamente pascual: cómo vivía la comunidad cristiana primitiva (Hechos, 2:42-47), cómo se ha operado en nosotros un nuevo nacimiento tras la resurrección del Señor (1 Pedro, 1:3-9) y cómo tiene lugar el encuentro de Jesús resucitado con sus discípulos (Jn 20:19-31), mientras el salmo nos invita a cantar: “Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia. / Diga la casa de Israel: eterna es su misericordia. / Diga la casa de Aarón: eterna es su misericordia. / Digan los fieles del Señor: eterna es su misericordia” (Salmo 117: 2-4).

Puede que lo más jugoso para un cristiano consista en valorar la misericordia divina como es debido. No se trata de una especie de atributo que permita incluso la adjetivación, cosa que hacemos cuando decimos que “Dios es misericordioso” como si se tratara de una cualidad divina que quepa no solo admirar, sino también reverenciarla. La santa polaca mencionada promueve una línea de espiritualidad consistente precisamente en la devoción a la misericordia divina, devoción con la que se alinea el papa JPII hasta determinar que este domingo sea el de la “misericordia divina”. Nada que objetar desde el punto de vista de inspiración devocional, pero sería preciso matizarlo para sacarle muchísimo más jugo a ese tema.

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Cuando decimos de Dios que es “misericordioso” no le atribuimos una cualidad que podría ser variable, como si en un momento determinado pudiera serlo y dejar de serlo en otro, siendo, por ejemplo, justo o severo. Dios no tiene sentimientos variables como los nuestros. Él no es esto o lo otro, sino solo es, siendo todo al mismo tiempo y siempre.  Decir de Dios que es misericordioso significa, ni más ni menos, que él es la misericordia. La devoción puede ser muy emotiva, qué duda cabe, pero lo que realmente nos lleva hasta él es el amor que le debemos, canalizado evangélicamente  a través del amor a los hermanos.

Esta forma de enfocar las cosas tiene gran trascendencia para la teología y, sobre todo, para la vida cristiana. Al decir de Dios que es misericordia significamos que lo es siempre y en toda circunstancia, que no puede dejar de serlo jamás y que, por tanto, no puede haber un “pecado” que no perdone. Ello elimina de raíz en el cristiano todo miedo al más allá y, de forma particular, el miedo al terrible infierno con que siempre se nos ha amenazado para conseguir que nos comportáramos de una forma determinada, siendo víctimas de la manipulación más burda de la mente humana que haya podido hacerse jamás. El infierno ha sido la gran “fake new” o el gran bulo de una historia manipulada al servicio de los intereses de las clases religiosas dirigentes que la han utilizado con tanta profusión.

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No es cuestión de extenderse en el tema, pero sí de señalar, cuando menos, la objeción más directa, la de que Dios no puede dejar de ser justo, lo que implica, según los objetantes, que Dios tiene que premiar a los buenos y castigar a los malos, ya que de otro modo los malos serían los listos, con juerga en esta vida y gloria en la otra.  Los hombres nos creemos libres hasta el punto de que podemos rechazar a Dios, pero esa es una dimensión en la que nuestra libertad no tiene ficha que mover por tratarse de un rechazo que requeriría conocer a Dios tal como es, cosa del todo imposible en esta vida. Cierto que cuando nuestra conducta es deplorable y cometemos injusticias, tendremos que pagar por ello. Pero nuestras iniquidades, por grandes que sean, no tienen más que una dimensión de tejas abajo, por lo que todo su alcance se resuelve en el hecho mismo de vivir. Que “todo pecado lleva aparejada su penitencia” es un dicho sabio y cierto. Estoy profundamente convencido de que, cuando a uno le llega su hora, ya ha saldado todas sus cuentas con la vida. Por ello, tras la vida no hay más que un panorama y una realidad de plenitud, la de Dios mismo. Pensar en otros posibles destinos, al margen o de espaldas a Dios, es un desatino metafísico.

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Si alguien pretendiera servirse de esta conciencia, que nos dibuja una perspectiva beatífica, para permitirse una vida licenciosa y egoísta, cometería un grave error por lo mismo que acabamos de decir, porque la vida le cobraría su tributo. “No la hagas y no la temas” entraña una gran verdad, mil veces contrastada. Que alguien contraponga la vida licenciosa de un libertino con la suya propia de cristiano sacrificado no conduce más que a la certeza de que la vida le cobrará al libertino un tributo proporcional a su idiotez. Para entenderlo, deberíamos tener presente que ni el dinero ni el placer son baremos fiables para medir la felicidad de los hombres. De hecho, las virtudes son de suyo premios, y los vicios, castigos. En suma, no deberíamos olvidar nunca que la gran justicia divina consiste en su gran misericordia, la que, siendo toda ella corazón, remata en la salvación la obra graciosa de la creación

La gran lección que este domingo debe dejarnos es que, si Dios es misericordia, jamás nosotros encontraremos una razón sólida para no imitarlo y perdonar las setenta veces siete que tenemos prescrito por el Evangelio. Solo en la medida en que lo hagamos estaremos capacitados para presentar dignamente nuestra ofrenda en el altar de Dios y recibir de él sus bendiciones.

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En este contexto, merece la pena que hoy echemos una mirada a los aborígenes americanos, también los indios de nuestra cultura cinematográfica. Lo digo porque hoy celebran “su día”. En sus cuerpos y en su cultura se cebó nuestra falta de misericordia. Al encontrarlos sorpresivamente ahí, en un nuevo continente no soñado ni buscado, no respetamos sus derechos de personas ni aprendimos nada de su cultura, en muchas cosas superior incluso a la nuestra, como afortunadamente nos demuestra hoy el conocimiento que tenemos, por ejemplo, de las culturas maya e incaica. Y ellos, claro está, no eran animales. El cristianismo llegó a ellos de nuestra mano muchos siglos después de haber muerto Jesús, pero Dios los tenía envueltos en su misericordia desde siempre. Muchos de ellos tienen hoy nuestro mismo ADN por haberse mezclado con los colonizadores españoles y portugueses, lo que hace que sean nuestros hermanos por una doble razón, la de su condición de seres humanos y el hecho de que tengan nuestra misma sangre. Desde este blog nos unimos a su celebración y nos honramos con su fraternidad.

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Dios es misericordia, perdón, consumación. Nos acompaña en el dolor, nos perdona y, por tortuosos que nos parezcan los caminos que recorremos, nos conduce indefectiblemente a su gloria. Nada de todo lo creado por él podrá situarse jamás fuera de su órbita. Si nosotros, que somos malos, perdonamos la vida a los condenados a muerte y nos conformamos con que la cadena perpetua dure solo unos pocos años, ¿cómo podemos esperar de quien es "misericordia" que pueda castigarnos con crueles condenas eternas? Loado sea nuestro Dios por ser infinitamente mejor que nosotros, aleluya.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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