Lo que importa – 55 ¿Negatividad cristiana?
No, de ninguna manera


Con sus primeras luces, el hombre tomó conciencia de sí mismo y se preguntó por la razón de su propio ser. El mejor camino que encontró para adentrarse en terrenos tan pantanosos y misteriosos como la eternidad y la divinidad, considerados como los fundamentos de su propio ser, fue el apoyo del prefijo negativo “in” para eliminar de ese horizonte toda limitación: la intemporalidad de la eternidad (el no tiempo), la infinitud de la divinidad (el no límites), referido todo ello a realidades cuya aprensión y comprensión se nos escapan por falta evidente de capacidad epistémica. La negatividad ha sido un largo camino en la vida de los hombres, tan nutrida de dualidades usurpadoras, como la perenne batalla entre el bien y el mala que hemos aludido, valorados ambos como si fueran realidades substantivas y autónomas, cuando no pueden ser más que relaciones valorativas, que resultan ser valiosas (buenas) cuando favorecen cualquier ámbito de nuestra vida, y malas cuando lo entorpecen. Hemos vivido cómodamente instalados en un error monumental que ha envenenado la humanidad al tratar de justificar contrapuestos tan punzantes de nuestro devenir histórico como paz y guerra, avaricia y despojos, alimentos y venenos.

Para no quebrarnos la cabeza buscando los acomodos de la negatividad en nuestra forma de pensar y de vivir, ahí la tenemos la mayoría de los mandamientos que prohíben caminar por las rutas que conducen a despeñaderos: no usarás el nombre de Dios en vano, no matarás, no fornicarás, no mentirás, no robarás, no desearás la mujer de tu prójimo, mandamiento este último que, por sí solo, refleja y justifica curiosamente el rabioso machismo en que todavía seguimos instalados. En el fondo de cuanto se nos ha predicado sobre la vida cristiana subyace lo negativo como una costra fuertemente adherida a una gratuidad que se ve empañada y cuestionada por las acciones “pecaminosas” del hombre. Fijándonos con tanto afán en las sombras, hemos perdido los contornos de la luz. Lo digo porque nuestra fe, como forma de vida, aboca mucho más que a las prohibiciones del Decálogo a los mandatos de las Bienaventuranzas.

Recordemos para remate irónico que el infierno es, según conspicuos teólogos, la mera negación del cielo, es decir, la total ausencia de Dios, razón por la que sería, pensando con rigor tras tragarnos lo imposible, el único ateísmo razonable y consistente en cuanto negatividad redonda y total. Nos referimos, pues, a una salida del embrollo oportunista (¿puede realmente existir algo fuera de Dios?) para desbaratar las serias objeciones que rechazan tal monstruosidad y dejan fuera de juego cualquier razonamiento crítico frente a tan indigesto bocado. Imagínese como quiera imaginarse, la sola posibilidad de un horroroso castigo eterno es tan monstruosa que solo puede tener cabida en cabezas muy desajustadas, o ser utilizada por avispados depredadores sin conciencia.

Sin embargo, la creación como punto de partida de la fe cristiana traza un camino de desarrollo que nada tiene que ver con ningún tipo de negatividad, pues todo lo hecho por Dios es forzosamente bueno y así permanece, pues, a pesar de las quiebras que se producen en el ámbito humano, no puede menos de llevar impresa la pátina divina. Dios lo es todo en todos y es bueno en todas y cada una de las perspectivas desde las que podamos enfocarlo. En más de una ocasión ya he afirmado aquí que, pensando como pienso, no me queda otra que ser rabiosamente panteísta, por muy herética que suene una aseveración que se espanta y acobarda ante la envergadura del ser que somos. Las clamorosas quiebras que se producen en el camino del hombre tienen hechura y sello completamente humanos. El amplísimo campo operativo que atribuimos tradicionalmente al mal como Absoluto negativo no tiene más entidad que la de la imaginación y del comportamiento humano, cosa que hacemos en un pernicioso juego en el que damos cancha a contravalores que obstaculizan nuestro caminar e introducen la quiebra y el dolor en nuestras vidas. De hecho, todo lo que encerramos en el concepto “mal” no es más que una gigantesca DANA destructiva que se desencadena en el vaso de agua que somos.

Ya sé que en nuestra vida ocurren cosas horribles y que los hombres padecemos sufrimientos insoportables, imputables las más de las veces a nuestro propio comportamiento o al de nuestros semejantes. El resultado es tal que creo que nadie se haya atrevido nunca a medir el caudal de dolor que brota de ese comportamiento. No viene al caso ahora, por innecesario, pararse a describir las salvajadas y brutalidades que hemos cometido a lo largo de nuestra corta historia y que seguimos cometiendo a diario contra nosotros mismos o contra nuestros semejantes, sobre todo contra los más débiles y vulnerables. Con flagelos, torturas y linchamientos podríamos hilar la historia del más espantoso horror imaginable. Somos el único ser conocido con poder para intervenir en la naturaleza, utilizándola como juguete sumamente peligroso, que, si se retuerce, puede destruir y arrasar muestra propia vida. ¿Qué es la salvación o, mejor, de qué hecatombes debemos salvarnos? Ciertamente, del pecado, pero, ¿qué es el pecado sino la quiebra flagrante de nuestra propia conducta? Debemos salvarnos de nosotros mismos, pues somos el único viviente que atenta contra su propia vida por malsana diversión o por mera rapiña. El cristianismo que profesamos hace frente, de forma directa y contundente, a tan gran degradación no solo con el vigor de quien invita a frenar tan gigantesca degradación, sino también con la racionalidad y la dulzura obvias de que es mejor vivir amándose que odiándose. Frente a la avaricia que rompe el saco, compartir lo que se es y se tiene es lo que realmente conforma la eucaristía cristiana en que debe transustanciarse nuestra vida.

Definitivamente, me niego y cierro en redondo a admitir ninguna negatividad en el relicario de mi propia fe cristiana, sagrado espacio en el que no puede haber cabida para algo tan monstruoso como un Dios castigador, justiciero y vengativo. Ni siquiera puedo ver la cruz como faro de luz porque Jesús muriera en ella, pues nunca dejará de ser un terrible instrumento de tortura intolerable, fabricado por lobos voraces para quitar de en medio a cuantos se oponen a la consecución de sus ilegítimos intereses. El pecado, lejos de ser una ofensa divina (vana ilusión perversa la de creerse con poder para retar u ofender a Dios), no es más que el fruto podrido de acciones desajustadas que nos causan sufrimiento en la medida en que nos achican, enferman y liquidan. El Diablo, por su parte, no puede ser otra cosa que un fantasioso muñeco de cartón piedra, utilizado como resorte oportunista para que se echen a temblar y se plieguen a nuestros intereses quienes carecen de madurez, de juicio crítico. En cuanto al Infierno, como depósito eterno de toda negatividad, digamos que es solo una fantasiosa cámara de torturas psíquicas indecibles, ideada para dominar fácilmente las voluntades de quienes, ante tanto terror, se acoplan dócilmente a ser parte de un apiñado rebaño guiado por lobos.

En cambio, el Dios que domina mi interior y habita en mi propio santuario de fe es un padre bondadoso, todo él misericordia y perdón, que ofrece su infinita riqueza a sus hijos y que no tiene ningún reparo en pincharse sus manos cuando tiene que rescatarlos de algún zarzal, ni en marchar sus propias vestimentas cuando tiene que sacarlos de alguna pocilga. Mi fe se concreta en la forma de vida que sigue las consignas de Jesús de Nazareth, vida radicalmente feliz, aunque los depredadores puedan arrebatármela o el dolor me atenace. Consciente de las condiciones esenciales de mi propio ser, entre las que está obviamente su propio final, afronto la muerte, prematura o tardía, como la consumación de un recorrido vital que no solo da sentido a mi propia existencia, sino también enriquece o agranda de alguna manera a su mismo creador.

Aunque Dios sea infinito y en él no quepa aumento de entidad, lo evidente es que cada ser creado lo hace crecer y lo ensancha. Partiendo de esa profunda convicción, mi mayor alegría es saber a ciencia cierta, tal como me dicta mi propia fe, que mi vida habrá servido para que Dios crezca, aunque no sea más que una milésima de micra. De ahí que no pueda valorar todo lo referido a diablos, infiernos y tormentos eternos más que como cosa de esclavos o de personalidades enclenques y acomodaticias, que no se paran a pensar en la barbaridad que domina sus mentes y sus sentimientos. La mera existencia de tanta negatividad sería causa sobrada para colocar a Dios fuera de nuestra órbita. El infierno, por ejemplo -pido excusas por insistir tan reiterativamente en ello-, que tanto juego ha desempeñado y sigue desempeñando en el quehacer humano, me parece el mejor y más contundente argumento para que un ateo justifique y reivindique su condición.