A salto de mata - 10 ¿Oír misa los domingos?

Por una “eucaristía” diaria

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No es mi propósito descolocar o confundir a los lectores con la contradicción esbozada entre el título y el subtítulo elegidos para la reflexión de hoy, sino entrar en un tema de capital importancia no solo para entender, sino también para vivir el cristianismo. Ciertamente, he perdido la “costumbre” de ir a misa los domingos debido a que las misas preceptivas de los finde son meros actos cultuales rutinarios, tibios e intrascendentes. Realmente, cuando iba me resultan muy aburridos y anodinos, salvo que excepcionalmente el celebrante tuviera habilidades especiales de sentido común y oratoria para embellecer el espectáculo sacro como primer actor y conmover a la audiencia.

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He dicho a propósito lo de “espectáculo” y “audiencia” porque la verdad es que las misas dominicales no se parecen en absoluto a la “Última Cena del Señor” ni, por mucho atributo sacrificial que se les atribuya, rememoran eficazmente la vida de Jesús de Nazaret. Justo es reconocer que algunas misas me emocionaban y conmovían con sus bellos cantos y con la palabra sentida de un celebrante cercano al oyente, capaz de mimetizarse con los asistentes y de abrir horizontes a sus vidas, cosa que por desgracia ocurría muy pocas veces. He dicho también “intrascendentes” porque, una vez finalizada la pantomima, lo único que el “oyente” se llevaba a su casa era una conciencia ficticiamente tranquila por haber cumplido la obligación dominical.

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Ya sé que hay un mandamiento de la Iglesia que obliga a “oír” misa todos los domingos y otro, a “comulgar al menos una vez al año”, lo que de suyo genera la incongruencia de que se pueda cumplir la ley “oyendo” cincuenta y pico misas al año y comulgando una sola vez. De conservar la misa alguna reminiscencia de la Última Cena del Señor, que es su razón de ser, digamos que el mandamiento de la Iglesia nos obliga al esperpento de acudir al menos a cincuenta y pico cenas al año, pero a cenar solo una vez. ¿Hay ridículo mayor que ser invitado a una cena y acudir a ella solo para ver cómo los demás comensales comen? Tan cena eucarística deben ser las lecturas bíblicas como la consagración de las especies y la comunión. Insisto en que argumentar que yendo a misa se asiste al “sacrificio redentor” de Jesús es zafarse de la cuestión, pues no hay forma mejor de hacerlo que identificarse a fondo con el misterio que se celebra comportarse como comensal en una cena en la que está presente Jesús.

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Todavía cabe hurgar un poco más en la herida, pues el creyente, además de como comensal, debe comportarse como “comida”. Una bella tradición teológica de siglos, antes de que la virulenta cuestión de la “presencia real” empobreciera sobremanera en el medioevo el sacramento de la eucaristía, que ya llegaba despojado de toda connotación de “cena del Señor”, veía en cada asistente un grano de trigo y otro de uva, formando parte del pan y del vino consagrados. En suma, a pesar de la pobreza del acto cultual al haber sido despojado de su esencial condición de “cena”, aquellas eucaristías convertían a cada comensal en comida, recobrando así algo de su prístino esplendor. Comunión es unión de todos a todos los niveles. ¡Qué gran fuerza volvería a tener la eucaristía en nuestra sociedad actual con solo que fuéramos capaces de recuperar su sentido fundacional como “cena del Señor” en la que se parten y comparten los alimentos y de vivirla como auténtica presencia viva de Jesús entre nosotros!

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Puesto que hablamos de un sacramento, campo teológico en el que la entidad proviene del significado (los sacramentos producen la gracia que significan), comiendo el cuerpo y bebiendo la sangre de Cristo no somos antropófagos, pues en la comunión solo se come el pan de vida y se bebe el cáliz de salvación. Cristo está realmente presente en la eucaristía por la fuerza del mandato de memoria suya que nos ordena celebrar, pero lo está como cuerpo y sangre (su persona y su vida) significados por el pan y el vino, como “cuerpo místico del que formamos parte, significados a nuestra vez en el proceso “transformador” que sufren los granos de trigo y de uva hasta convertirse en especies sacramentales. El proceso transformador más fuerte que sufren dichos granos no son, por contundentes que resulten, la trituración del trigo y la fermentación de la uva, sino la “significación” de comida eucarística que adquieren. De celebrarse como es debido, a la iglesia no deberíamos ir a “oír misa”, sino a formar parte como comida y comensales de una cena en la que, celebrando la memoria de la vida de Jesús, nos alimentamos de él y de los demás hermanos, y en la que nos convertimos en alimento de todos ellos.

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Y puesto que ya no estoy en condiciones de hablar de lo que ocurre cada domingo en nuestras iglesias porque no voy a misa, no aburriré al lector dándole cuenta del tedio que me producen los funerales a los que asisto formando piña de condolencia y de sentimiento cristiano con la familia y los amigos del finado. ¿En qué se parecen realmente esos por lo general lastimeros funerales a la cena del Señor, cuando se entretienen en llorar la partida de este mundo de un ser querido y anuncian vagamente la esperanza de volver a verlo en algún momento en el más allá, mientras se implora machaconamente que Dios perdone sus pecados? Mejor será que cada lector responda a este interrogante conforme a su propia experiencia. Sin embargo, digamos que son momentos que se prestan a las mil maravillas por la presencia masiva de acompañantes y por el estado de ánimo de la mayoría de los asistentes (familia, amigos y vecinos) para ahondar en el sentir cristiano de comunión y para reverdecer la esperanza de un próximo abrazo con un ser querido que, si bien desaparece de nuestra vista, no lo hace realmente de nuestra vida. ¡Qué dulce y hermosa resulta en esos momentos la fe cristiana que atestigua la resurrección! Hace ya algunos años, en un tanatorio oí exclamar a un buen hombre y también buen escritor: ¡qué triste es la muerte cuando no se tiene la fe cristiana! En nuestra actual forma de proceder, tan formal y desinhibida, lo mejor que podemos esperar desgraciadamente de tales ritos funerarios es que terminen pronto. ¡Qué pena!

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No voy a misa los domingos y, sin embargo, el domingo, día del Señor, es para mí un día especial de oración. Oración es diálogo, conversación, charla amistosa con el Dios que habita en nosotros y en cuanto nos rodea. No se trata de ir a una iglesia para aguantar un tostón y regresar a casa con el contento de haber cumplido una obligación dominical, sino de darle al día un aire especial de trascendencia, de experimentar que hemos subido un peldaño de la escalera por la que se accede a la meta y fortalecido un poco más el muro de hormigón perimetral de nuestra vida cristiana. El precepto que obliga a “oír misa los domingos” no obedece a que la Iglesia se preocupe de avivar nuestra vida religiosa, sino a la conveniencia de tener a sus fieles bien encarrilados y ahormados. Son los intereses típicos de cualquier institución, pero más de una como la Iglesia que, por estar fundada sobre un Espíritu indómito, que sopla donde y cuando quiere, se ve continuamente cuestionada por él.

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Hablando de oración y de ir a misa, no quisiera concluir esta reflexión sin recordar, una vez más, que hace años invité a los seguidores de este blog a formar una especie de comunidad telemática de oración con el único propósito de elevar una mirada al cielo, a las 10 de la noche hora de España, en acción de gracias por lo acontecido durante el día. Mirada fugaz que puede hacerse en un segundo, pero mirada eucarística, sobre todo si quien la hace se siente parte de las especies eucarísticas como grano de trigo y de uva. Tras esta propuesta no hay interés de ninguna especie ni propaganda que valga. Me anima saber que algunos lo siguen haciendo conmigo desde que se hizo la propuesta. Su gran recompensa es el profundo bienestar que produce el hecho de dar gracias a Dios al final de cada jornada por todo lo acontecido en ella, aunque hayan salido al paso dolores y contratiempos, sobre todo cuando sabes que algunos más lo están haciendo al mismo tiempo que tú. En estos días, en que Ucrania está tan presente en la pantalla y en el corazón, resulta especialmente duro dirigir esa mirada que, sin embargo, tiene el hechizo de suavizar el estallido de las bombas.Ahí lo dejo, como invitación a algo fácil, que nada cuesta y mucho reconforta.

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