Acción de gracias – 43 Pagar por crímenes ajenos

Servidores y esclavos

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Los servidores y esclavos limpian las mierdas de sus señores y trabajan duro, a veces hasta la extenuación, para que ellos se alimenten bien y se diviertan a capricho. ¿Debemos los cristianos comportarnos como tales, hundiéndonos en la mierda de otros y trabajando hasta exhalar la vida para que los señores engorden y se recreen? Eso parece a tenor de las lecturas litúrgicas de este domingo. Si fuera así, nada tendría de extraño que, en nuestro tiempo, tan proclive a la libertad y a la autonomía, uno tuviera que tentarse bien la ropa antes de decidirse no ya a confesar que es cristiano, que también, sino a comportarse como tal. Y, de no ser así, ¿de dónde proviene realmente, yendo a la raíz del problema, la indiferencia que lo cristiano provoca en la sociedad actual, al menos en la occidental? Seguramente de la sensación de que la Iglesia exige demasiado o de que lo que predica no es más que un cuento de hadas con el que pretende subyugarnos y sacarnos los untos.

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Isaías, como fácilmente se deduce de la primera lectura de este domingo, parece asegurar que a Dios le place jugar con sus criaturas, incluido el Mesías al que se refiere cuando habla de entregar la vida a una expiación, cosa que solo puede realizarse a base de un sufrimiento “triturador”. La vida del justo no solo lleva aparejada su propia carga, sino también la de otros muchos: el justo justifica a otros, igual que el pacífico pacífica la tierra, si nos atenemos a las bienaventuranzas. Pero, ¿por qué unos hombres han de apechar con la carga de otros? Misteriosa y compleja entidad la nuestra, que no se agota en la pura individualidad ni se circunscribe a ella. En la perspectiva cristiana, los creyentes formamos un “cuerpo místico” y, en la profana, por así decirlo, todos los seres humanos formamos la “humanidad”, razón que amplía considerablemente nuestras propias responsabilidades.

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En este contexto, cabría preguntarse si es uno solo el que justifica a todos los demás o son realmente muchos los que, a la postre, cargan con los pecados de todos. Aunque el cristianismo habla de un solo redentor, su condición de salvador se esponja de tal manera que absorbe y engloba a cuantos siguen sus pasos. El cristianismo dará un paso de gigante hacia adelante el día en que se sacuda de encima el cariz de transacción comercial que tiene toda la teología paulina (la lectura que San Pablo hace del mensaje de Jesús) sobre que, al haber entrado el pecado (mal) en el mundo por uno solo, por otro solo lo hace la redención (bien), poniendo en los platillos de la balanza justiciera pecado y muerte. Ese día, insisto, la Iglesia y también la humanidad entera darán un paso gigantesco hacia la humanización del hombre, la primera para entender mejor la misión de Jesús y la segunda para calibrar como es debido la envergadura del hombre.

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De tener los ojos bien abiertos, nos daremos cuenta de que vivimos en un mundo en el que hay muchos individuos empeñados en destruirlo a base de extraerle bienes para despilfarrar a mansalva, sin detenerse ante el hecho de que, para conseguir sus objetivos, tengan que empobrecer a las masas, pisotear a quienes les salen al paso e incluso matar a cuantos obstaculizan la consecución de sus propósitos. Pero, afortunadamente, no son pocos los que tienen una conciencia global de la humanidad que conforma sus vidas, como si de su propio cuerpo se tratara. Por ello, nada tiene de extraño que la cuiden e incluso la mimen con detrimento para sus intereses más inmediatos. Estos últimos son los “triturados” de la profecía de Isaías, el fruto de cuya expiación será una numerosa descendencia (como las arenas del mar o las estrellas en el cielo) y una larga vida (eterna), mientras ellos mismos se vuelven luminarias para todos los demás. No hay duda de que las maldades humanas, todas ellas fruto envenenado del ramplón egoísmo, merecen que el mundo sea destruido mil veces por una supuesta ira divina. Pero, afortunadamente para todos, no existe tal ira, pues un Dios airado sería un no-Dios, y, además, por las maldades de muchos el mundo no deja de ser portador de las bendiciones divinas que continuamente imparte un único Padre que hace salir el sol para todos.

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El Libro de los Hebreros nos asegura en la segunda lectura de hoy, en consonancia con lo anterior, que tenemos un sumo sacerdote, encumbrado en los cielos, atento a nuestras debilidades, que ha pasado por lo mismo que a nosotros nos toca pasar, excepto por la claudicación humana, y que se ha convertido en fuente de gracia y misericordia, la primera para agrandar nuestra nimiedad y la segunda para enmendar y borrar nuestros yerros. Si a un cristiano le toca lidiar con las deficiencias de los hermanos que viven a su lado y, en situaciones muy especiales, con las de otros que viven más lejos, a ese sumo sacerdote le tocó hacerlo con las de todos los hombres al convertirse en el enlace de una humanidad rescatada con el Dios que es su origen y destino.

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Las pretensiones de los hijos del Zebedeo, reseñadas en el evangelio de hoy, caen en este contexto como un mazazo que ofrece a Jesús la oportunidad de aclarar las cosas y poner a cada cual en su sitio. Aparte de que la pretensión de sentarse uno a la derecha y otro a la izquierda de un Dios entronizado es una tontería porque, primero, Dios no tiene trono y, segundo, porque en él no hay derecha ni izquierda, lo cierto es que la pretensión de Santiago y Juan contraviene frontalmente la condición y la misión de un Mesías cuya razón de ser es la de, siendo Dios, “humillarse” no solo a la condición de hombre, sino a la de una muerte de cruz para beneficio de todo el pueblo. En el nuevo orden de vida que él instaura no ocurrirá que los grandes opriman, tiranicen y exploten a los pequeños, como generalmente ocurre con los jefes de los pueblos, pues en él se seguirá indefectiblemente el ejemplo del Hijo del Hombre, que ha venido a este mundo no para ser servido sino para servir.

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Nos topamos aquí de lleno con la espada de doble filo que en todo momento y situación es la “palabra de Dios”, la que penetra hasta los tuétanos, enriquece al pobre, convierte al guerrero en pacificador, cambia el llanto en risa y entroniza al servidor como señor. El que se humilla será ensalzado; el que sufre gozará y el que confía colmará sus esperanzas. Los cristianos haríamos mal en relegar tales maravillas del pensamiento y de la esperanza al más allá de la muerte, basándonos en una promesa cuyo misterio e inconcreción ya no tienen fuerza para conmover a los hombres de nuestro tiempo, pues debemos hablar de una heredad que ya en esta vida nos garantiza el ciento por uno. ¿Qué otra cosa es, si no, el hecho de vivir con la conciencia tranquila al obrar el bien y, sobre todo, al afrontar confiadamente la muerte, ese momento decisivo que nos iguala a todos y que reduce los millones a cero y que hace sentir que los egoísmos pesan como fardos de arena? Ignoro la razón de por qué los comportamientos de los cristianos no seducen y conmueven a los hombres de nuestro tiempo, pero me tienta el pensamiento y la sospecha de que hemos reducido el cristianismo, que es de suyo una forma de vida que fomenta la fraternidad universal, a una subordinación acrítica a las confusas prédicas y a los variopintos ejemplos de vida que nos dan los obispos y los clérigos. ¿A quién pueden seducir hoy la palabra y la vida de un cura o de un obispo? ¿Alguien se atrevería siquiera a imaginar un Jesús vestido de obispo o celebrando misa en una catedral?

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Cada línea o frase que escribo en este blog me interroga sobre si lo hago para mi propia satisfacción o, por el contrario, trato solo de prestar un posible pequeño servicio a algún lector remoto y desconocido. Nada deseo tanto como que una respuesta honesta no tenga nada que ver con las pretensiones de los hijos del Zebedeo. Para un octogenario que mire hacia atrás, el dinero se vuelve hojarasca y las hornacinas humanas más bien parecen tronos de barro mohoso o poltronas incómodas. Y, si mira a los lados, incluso la cosa más áurea y reluciente se le vuele pura vanidad. Nada hay realmente consistente en la vida que no sea el tiempo dedicado a un amor cuya única expresión válida es el servicio a los demás. El cristianismo que sigue realmente a Jesús es tan diáfano como tomar la propia cruz, cargada siempre con muchos otros cuerpos, y ponerse a servir a todos los hermanos sin excepción.

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