Desayuna conmigo (martes, 18.8.20) Palabra de Dios

Palabras diabólicas

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Si hay un tema denso para el cristianismo, ese es el de la “palabra”. Toda palabra es de suyo portadora de un concepto o nexo de alguna relación. Para la fe cristiana, la palabra (“Verbo”) es expresión de Dios embebido en su mismidad, es decir, en su propia contemplación, relación que “engendra” el Hijo, segunda persona de la Trinidad, y de la consiguiente reciprocidad entre ambos emana el amor, la tercera persona de la Trinidad, el Espíritu Santo. En Jesús, el Verbo no se hace “concepto” ni “relación”, sino carne, cuerpo, naturaleza humana. Esta genial concepción de Dios le da al cristianismo una dimensión esplendorosa de “humanidad”, de encarnación. El Dios de los cristianos es, pues, un Dios “encarnado”, hecho hombre, humanizado, salvador. Dios se expresa y se ama en un recorrido circular trinitario que se abre para el injerto de la carne, del hombre.

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Pues bien, fuera cual fuera su sensibilidad religiosa o la intensidad de su sentir trascendente, lo más hermoso que podría decirse de Federico García Lorca, me parece, es que, en el affaire poético, él encarnó en hermosas palabras su propia alma y, al leerle, nos hace vibrar a muchos. Lo digo porque, tal día como hoy del año 1936, unos desalmados acallaron su voz para siempre, pero no pudieron asesinar unas palabras que siguen ahí, palpitantes, portadoras de belleza, y que siguen siendo emoción pura para quienes las leen. La muerte tan temprana como insensata de Lorca consagró la juventud de su imagen lozana y puso una enorme carga dramática en sus palabras eternas. Aunque la generación del 27, de la que Federico forma parte, eludiera el tema religioso que tanto había preocupado a la del 98, dilucida o redime sus grandes temas, como son el amor, el universo, el destino y la muerte, con la extraordinaria fuerza de sus palabras, pues se trata de temas que de por sí tienen densidad religiosa.

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Se ha escrito tanto sobre Lorca, sobre su cruel desenlace y su obra literaria, que cuanto yo pudiera decir hoy aquí desafinaría posiblemente el concierto de elogios al que, en su corta vida, se hizo merecedor, concierto que afortunadamente sigue ejecutándose con maestría a lo largo de los ochenta y cuatro años transcurridos desde aquel fatídico día. Digamos, no obstante, que para un cristiano que se deje invadir y seducir por la belleza de su poesía, su palabra adquiere dimensiones de expresividad trinitaria y que, como ocurre con todo lo genuinamente humano, es portadora de divinidad. Todos conocemos el significado de las palabras, pero conjuntarlas en un concierto de belleza, en una trinidad de fe, es oficio solo de los muy dotados y privilegiados, de los muy humanos, pues solo los profundamente enamorados saben del amor y pueden decir algo coherente y bello sobre él.

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De ese aluvión de belleza de la palabra poética nos llega hoy algo muy cercano y particular a los asturianos, pues, hace setenta y cinco años, nacía un día como hoy el político Pedro de Silva, escritor y poeta. Tras fundar un partido en la órbita del socialismo en las postrimerías del franquismo, fue elegido diputado por el PSOE, cargo al que tuvo que renunciar para presidir la autonomía asturiana durante dos legislaturas. Después, se retiró de la política para dedicarse de lleno a la literatura. A los asturianos nos deleita habitualmente con publicaciones cortas de suma agudeza observadora sobre cuanto acontece, expresadas en un lenguaje poético, que es lo más propiamente suyo. Hablamos hoy, pues, de una  “palabra” más, que se eleva a la condición de portadora de sentimientos y bellezas que a los humanos nos catapultan mucho más allá de las estrellas. Dicho lo dicho, espero que los seguidores de este blog me disculpen la licencia de traer temas netamente asturianos a esta pantalla, pero que lo hago porque son temas que nos aportan valores universales.

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Pero no todas las palabras son poéticas, pues las hay más cortantes que una espada afilada, palabras tan hirientes y demoledoras que bien podríamos calificar de “diabólicas”. Tales fueron, por ejemplo, las palabras con que Hitler ordenó, un día como hoy de 1941, le eutanasia sistemática de los enfermos mentales por mor de la pureza y fortaleza de la “raza aria”, sin apercibirse siquiera de que él era, realmente, una piltrafa de hombre. Es terrible la pelea que la humanidad mantiene con este tipo de enfermos, debido no solo a los gastos que su atención requiere, sino también a los muchos problemas que generan en su derredor. Testimonios tengo de cómo en muchos lugares del mundo son tratados peor que animales. Y, como muchas veces se supone gratuitamente que estos desgraciados ni sienten ni padecen, se los considera basura de la sociedad y como tal se los trata. ¡Cuánta dejación y egoísmo hay en la sociedad para no afrontar como es debido, con compasión y paciencia, la que es, sin duda, una de sus principales cargas! Desgraciadamente, en la sociedad hay muchos más monstruos que Hitler a la hora de afrontar sus problemas como es debido. También los locos son seres humanos que merecen un trato digno, por muy costoso e incómodo que resulte.

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Hay otra palabra ambigua, que hoy resuena con toda su fuerza, una palabra que, a mi humilde parecer, es divina para la sociedad y diabólica para muchos de los que llevan las riendas de la iglesia institucional. Me refiero a la palabra “píldora”, palabra que en nuestro caso no necesita mayor especificación para saber exactamente a qué nos referimos. El 18 de agosto de 1960, la píldora comenzó a comercializarse y, consiguientemente, a revolucionar las costumbres morales sobre la sexualidad, el matrimonio y la familia. La “píldora anticonceptiva” fue tan luminosa y esperanzadora para la sociedad como corrosiva y diabólica para los dirigentes aludidos. Lo que venía a regular con bastante sentido común los comportamientos sexuales se convertía en un instrumento diabólico para quienes han empleado todos sus talentos en machacar a los seres humanos y amargarles la existencia al querer contrarrestar sus gozos sexuales con la sobrecarga de hijos no deseados. No insistiré más en un tema al que aquí ya nos hemos referido más de una vez, si bien debo dejar claro y decir en voz alta, una vez más, que la píldora anticonceptiva es un instrumento que permite a los seres humanos regular racionalmente los procesos de concepción para desempeñar lo que realmente debe entenderse por una “paternidad responsable”. Los abusos que de ella se hagan nada tienen que ver con su función primaria, como nada tiene que ver con el cuchillo de cocina, tan necesario para poder trinchar un pollo, que un padre desnaturalizado y salvaje lo utilice para descuartizar a su hijo, como todos hemos sufrido hace unos días.

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El día de hoy nos invita, finalmente, a añadir a la fuerza de las palabras hermosas, las que nos elevan a la trinidad de la comprensión y del amor, una bella imagen, de esas de las que dicen que valen más que mil palabras, pues también hoy es el cumpleaños de uno de los más arquetípicos machos humanos. Lo digo porque hoy cumple 84 años el actor Robert Redford, cuya imagen de celuloide ha enamorado a la mayor parte de las mujeres, mayores y jóvenes, que han contemplado en la pantalla no solo su cara, sino su porte y sus maneras. Lo único que puedo añadir en mi condición de hombre es que, como actor, lejos de disgustarme, me ha entretenido y a veces incluso intrigado. Quizá lo mejor que se pueda decir de él es que ha sido un gran profesional, un gran trabajador.

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Frente a esta panorámica de consideraciones y contemplaciones matinales, digamos que la gran “palabra”, la que nos alimenta en profundidad, es la palabra encarnada en Jesús, la palabra de salvación o de consumación que Dios pronuncia en él para atraernos a su órbita y a su propio ser. Y, en cuanto a imagen, quizá nunca se pueda encontrar en la iconografía ninguna tan conmovedora y enamoradora como la de un manso cordero inocente, sacrificado tan cruelmente en una cruz, un hombre que, siendo luz y camino para todos los demás, pasó por este mundo haciendo el bien.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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