Acción de gracias - 35 Palabras de vida eterna

¿Duras o dulces palabras?

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Frente al desencanto actual, producido por la indiferencia que la Iglesia católica y sus temas provocan en una gran mayoría de la sociedad en que vivimos, al menos de la occidental, cabe el consuelo de pensar que, en este atormentado mundo nuestro (el desarrollo de la vida humana siempre fue duro y difícil, en épocas pasadas mucho más que en la actualidad, pues me parece que en ellas hubo más dolor y desesperación) hay afortunadamente muchos más cristianos que los nominales u oficialmente “bautizados” de cualquier confesión que sean, y, desde luego, mucha más vida humana que la que desarrollan no solo las agrupaciones cristianas institucionales, sino también las voluntarias. Hay mucha más presencia del Jesús de nuestra fe o memoria viva de la redención que él mismo lleva a efecto que la que encontramos en nuestras creencias dogmatizadas, en nuestros ritos devocionales y en el seno de las ordenanzas eclesiales que tratan de encauzar nuestra propia vida por el escarpado sendero de los sacramentos.

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La verdad es que, para descubrir a los auténticos cristianos, no los de ley ni los oportunistas, sino los que viven en serio su cristianismo, hay que escarbar más para averiguar la razón de la generosidad y la heroicidad que nos envuelven, del gran amor y de la exquisita ternura con que los seres humanos nos arropamos unos a otros. Si abunda el mal, como es obvio, lo cierto es que el bien sobreabunda. En definitiva, son cristianos cuantos seres humanos viven sintiéndose realmente hermanos de todos los demás y conducen sus vidas por las anchas avenidas y las panorámicas autopistas de las “bienaventuranzas”. En tal sentido, sí que cabría decir con gran acierto: “bienaventurados los cristianos”

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En resumen, podemos asegurar que son cristianos auténticos todos aquellos que, aun sin tener conciencia de ello, siguen la consigna que Josué nos hace en la primera lectura de la liturgia de este domingo: escoger con acierto el Señor a quien servir, el Dios que, además de regalarnos el ser, se ha convertido en nuestro libertador y, sobre todo, en el padre de todos. Se trata de un Dios o Señor que se constituye en la razón suprema de por qué los seres humanos debemos ayudarnos unos a otros. De ahí que podamos asegurar, incluso contraviniendo el pretendido lenguaje oficial, que todo el que ayuda a su hermano a vivir y, cual otro cirineo, arrima su hombro para cargar con una cruz ajena, es un auténtico cristiano, con mucha más razón y fuerza seguramente que la que pueda atribuirse al cristianismo de quienes, aun habiendo sido bautizados, viven al margen de las necesidades de sus semejantes, de las bienaventuranzas.

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San Pablo, por su parte, en la segunda lectura de hoy, tomada de su carga a los Efesios, nos vuelve a sorprender al establecer el régimen interior del matrimonio cristiano, ordenando que “las mujeres se sometan a sus maridos como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la Iglesia; él, que es el salvador del cuerpo. Pues como la Iglesia se somete a Cristo, así también las mujeres a sus maridos en todo”. No es de extrañar que el furibundo feminismo que padecemos valore este texto paulino como uno de los más corrosivos que el Apóstol de los Gentiles escribió, sin prestar la más mínima atención a las circunstancias sociales de su tiempo y, sobre todo, sin fijarse en la trascendencia teológica que él quiso darle al referirse especialmente a Cristo y a su Iglesia. A la hora de valorar discursos como el de san Pablo deberíamos tener muy en cuenta que hay diferencias insalvables entre el gran sacramento de Cristo y su Iglesia, es decir, del Cuerpo Místico formado por un solo cuerpo del que Cristo es la cabeza, y el contrato social del matrimonio entre un hombre y una mujer, aunque haya sido elevado a la categoría de sacramento que convierte a los contrayentes en una sola carne. En el matrimonio, aunque en el rito de celebración se recuerden las consignas del Apóstol, la entrega mutua se hace en completa paridad, razón por la que la clave no está en la sumisión de la mujer al hombre sino en el amor mutuo, que es lo que realmente catapulta el compromiso social a la condición de sacramento. Digamos de paso que los doctores de la Iglesia no deberían tener escrúpulo alguno en reconocer que no hay nada que celebrar ni sacramento que valga cuando entre los esposos desaparece el amor.

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Dos cuestiones trascendentales nos salen al paso en los momentos en que hoy vivimos. La primera se refiere al hecho de que el matrimonio, como contrato social sacramental, no puede limitarse al patrón de la procreación, como ha venido haciéndose hasta ahora en el ámbito de la teología, sino que debe abrirse al compromiso amoroso de convivencia entre dos seres humanos, compromiso que debería contar con el apoyo sacramental en todos los casos. La segunda se refiere a que la evolución científico-técnica de nuestro mundo nos ha llevado a conseguir que la procreación no dependa exclusivamente de la coyunda entre un hombre y una mujer, y la social, a que la familia no tenga que plasmarse forzosamente en el encuentro de ambos sexos, el masculino y el femenino. Insisto en que lo característico del sacramento cristiano no son los lazos formales ni la duración del compromiso hasta la muerte, sino el amor entre los contrayentes, amor que, de perseverar, irá incluso mucho más allá de la muerte.

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Aunque la sociedad progrese de suyo lentamente, las evoluciones referidas parecen sin embargo meteóricas comparadas con las de una Iglesia que no puede menos de referirse en todo su quehacer a esa misma sociedad, pero que camina muy a remolque de cuanto en ella acontece. De ahí que las costumbres sociales desfasen por completo muchos de los comportamientos eclesiales. Sin duda, la principal causa de la exasperante lentitud eclesial es el desmedido afán de inmovilidad que los “dogmas inmutables” imprimen a todo el proceder eclesial, mientras que a la sociedad no le queda otra que adaptarse al ritmo que le imprime una vida siempre abierta y anhelante de alcanzar mejoras de todo orden. Se equivoque o no, la sociedad cambia para mejorar, mientras que la Iglesia, tratando de ser fiel al mensaje evangélico de que es portadora, se ancla cómodamente, caiga quien caiga, en un inmovilismo que, pretendiendo preservar el dogma, lo único a que sirve es a la salvaguarda de los privilegios y prebendas de sus clases dirigentes.

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Las palabras de vida eterna, sean pronunciadas por los mandamases de las Iglesias instituidas o sean el simple eco del quehacer de los hombres de buena fe al margen de sus propias creencias, no pueden menos de ser “duras” y muy exigentes, pero no por ello pierden la carga de la gran dulzura que las impregna. Desde luego, no hay camino más exigente que el que nos conduce a Dios por la estrecha senda del Evangelio, senda que, al ceñirse a las “bienaventuranzas”, se torna llana y dulce. Ningún goce humano es comparable al del hombre consciente de que camina hacia Dios y de que, mientras lo hace, va consumando su propia vida. A fin de cuentas, no importa ser un cristiano nominal que cumple los preceptos y recibe los sacramentos eclesiales, sino un buen hombre a secas, un hombre que convierte su vida en razón para que los demás vivan. Ante la pregunta de Jesús sobre si también sus discípulos querían abandonarlo como otros habían hecho, Pedro se alzó con vigorosa palabra y sentenció: “«Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna”.

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En el murmullo incesante en que hoy vivimos, las palabras de perdón y de amor en que se convierte Jesús y que debería recordar con todo su vigor nuestra Iglesia son duras pero dulces, palabras que no pasarán sin prender en nuestra conciencia y dar sus frutos. De la boca de muchos hombres salen blasfemias, palabras de fuego que incendian vidas y las reducen a cenizas, palabras de muerte; pero de la de Jesús, solo las que dan vida, las que consuelan incluso a quienes sufren los peores dramas, las que redimen y abren horizontes de eternidad. Por ello, para mejorar nuestra Iglesia y encarrilar nuestra propia vida sabemos a quién debemos acudir. La palabra es una herramienta de doble filo: lo mismo vivifica que mata; construye que destruye; consuela que desespera; encarna la verdad que camufla la mentira. ¡Poderoso valor y terrible contravalor el de la palabra cuando sale de la boca del hombre! Los cristianos deberíamos tener muy claro que solo podemos alimentarnos de la palabra que sale de la boca de Dios, la que da cuerpo a su compromiso eterno de que, habiéndonos creado por amor, se mantendrá fiel a ese amor para siempre, palabra de vida eterna.

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