Acción de gracias – 47 Perdón, no ofrendas

La letra con sangre entra

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La profecía de Daniel de la primera lectura litúrgica de este domingo habla de “tiempos difíciles, como no los ha habido desde que hubo naciones hasta ahora”. Duros tiempos los que profetiza, pero seguro que no podía imaginar siquiera experiencias tan dramáticas como las que las pandemias y sobre todo las guerras, incluidos tantos genocidios, han descargado sobre una sociedad humana que está permanentemente enfrentada a su propia supervivencia y que camina con una carga insoportable de cadáveres en la espalda. Ante las premoniciones proféticas y las prédicas con que muchos “agentes del cristianismo” atemorizan, también en nuestros días, a sufridos fieles a los que tratan de reconducir para que sus débiles carnes no tengan que asarse durante toda la eternidad en la candente parrilla de Pedro Botero, confiemos en que la “ignominia perpetua” a que se refiere el profeta Daniel no tenga más que un mero valor pedagógico disuasorio. Estoy absolutamente convencido de que el destino de todo ser humano, sea cual sea el balance de su vida, será el de “brillar como el fulgor del firmamento” y el de ser “estrellas por toda la eternidad”, debido a su condición de criaturas que llevan sello divino. De ningún modo sería racional un Dios cuya justicia no fuera pura misericordia, perdón y bendición.

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Donde hay perdón, no hay ofrenda por los pecados”, nos dice la carta a los Hebreos en la segunda lectura de hoy, siguiendo con el tema del único sacrificio que ofrece el “sumo sacerdote” Jesús. Al contrario de lo que hacen los demás sacerdotes, a este sumo sacerdote le basta ofrecer un solo sacrificio, la entrega de su vida, para contrarrestar todos los pecados. Sin duda, el tema del “pecado” es posiblemente uno de los más espinosos de toda la Biblia y también de la teología cristiana paulina, que valora el sacrificio de Jesús como el justiprecio a pagar por todos los que se han cometido, se cometen y se cometerán en el mundo. Los seguidores de este blog me disculparán que insista, una vez más, en que realmente es imposible “pecar contra Dios” por la sencilla razón de que, de lo contrario, el Dios ofendido no sería más que un vulgar dios de pacotilla. El Dios de verdad, el supremo bien, seamos o no conscientes de ello, es el deseo irrenunciable de todas nuestras apetencias y acciones, incluso de las más disparatadas y perversas. Pero, si bien jamás podremos rechazar al Dios verdadero, es posible que erremos el camino que hemos de seguir para ir a su encuentro. Cuando decimos que los seres humanos obramos mal o que somos malos hablamos solo de miopías y de equivocaciones, cosa que, desgraciadamente, nos sucede con frecuencia al decantarnos por lo accesorio y lo secundario, como cuando, creyendo que nos enriquecemos de alguna manera, despojamos a nuestros hermanos. El camino que Jesús nos ha trazado y el ejemplo de su vida solo nos enseñan a amarlos en toda circunstancia y situación: su muerte es entrega a los hermanos, no desagravio divino.

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Dura y sangrante pedagogía la del Jesús del evangelio de hoy, tomado de San Marcos. Partiendo de la profecía apocalíptica de Daniel, nos pone contra las cuerdas y hace gala, por así decirlo, del repudiado eslogan de “la letra con sangre entra”, como si quisiera servirse del miedo a un terrible hijo del hombre que desciende majestuoso del cielo, con gran poder no solo para premiar, sino también para castigar, y que, además de que su contundente intervención ocurrirá pronto, tanto que será la generación de los oyentes quien la sufra, les sorprenderá como ladrón en la noche. Terror al encuentro, temblor al momento. Ni siquiera la parábola de los brotes de la higuera como preaviso de la llegada del verano aligera la horrible tensión de un texto tan tremendista que, ciertamente, no encaja con la imagen de un Jesús que acaricia a los niños y nos enseña a orar diciendo: “Padre nuestro…”.

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Como cristiano, me niego rotundamente a dejarme guiar por el terror a ningún tipo de condena, mucho más a la eterna, a pensar que podría estar toda la eternidad cociéndome o asándome en las parrillas infernales. Ignoro por completo cómo será el más allá, la forma de vida nueva a la que mi fe me asegura que dará paso la presente, pero estoy convencido de que no podrá ser más que una vida plena en todas sus dimensiones. Si tuviera que atenerme al tremendismo de estos textos, por muy evangélicos que se los considere y por muy consagrados que estén en la Pastoral, en la Teología e incluso en el Credo, nunca más me atrevería a llamar “padre” a Dios, tal como nos ha enseñado Jesús, y renegaría gustoso de una fe tan sádica y contraproducente. En mi cabeza no hay espacio para un Dios que castigue a un solo hombre y, menos, para pensar que podría hacerlo con “sufrimientos eternos”. So pretexto de guiarnos por el verdadero camino, a los cristianos se nos ha contaminado la mente con toneladas de porquería y se nos ha inyectado demasiado veneno en el corazón.

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La presencia “viva” del Señor, que nos acompaña durante todo nuestro particular peregrinaje a Emmaús, hace que, a tenor del salmo recitado hoy, “se nos alegre el corazón, / se gocen nuestras entrañas, / y nuestra carne descanse serena, / porque no nos entregará a la muerte, / ni dejará a sus fieles conocer la corrupción”. El día que logremos librar nuestra fe del pesado fardo negativo que la envuelve y nuestra Iglesia se comporte como una auténtica comunidad fraternal, nadie podrá resistirse a encantos como los de convertir el poder en servicio, de lograr que los hambrientos coman y que los desesperados se sientan arropados por el calor de sus hermanos. Ciertamente, la tierra nunca será un paraíso, pero sí que es el enclave en que siempre está tratando de nacer y de florecer uno; nunca será escenario de plenitud, pero sí que es camino hacia ella.

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Realmente, no es de recibo que un cristiano no lleve como baluarte el perdón y como insignia la sonrisa y la alegría del don de la vida, incluso en medio de tantas tragedias sobrevenidas (volcanes y pandemias, por ejemplo) o producidas por nosotros mismos (linchamientos, odios y pobrezas extremas). Nunca sabremos por qué, pero el camino cristiano, como el de cualquier otro hombre, siempre será un viacrucis que desemboca en el calvario. Esta certeza, que a tantos seres humanos rompe hasta hacer que se sientan huérfanos desamparados, adquiere en los seguidores de Jesús la fuerza de la paternidad divina y la eficacia de las bienaventuranzas que la acompañan. Bien mirada, la vida es toda ella un conglomerado de cielo e infierno, un amasijo de tristezas y alegrías, una masa en fermentación destinada a convertirse en pan bendito. El hechizo de la fe logra que el dolor resulte dulce e incluso que la muerte se transforme en gloria, verdades seductoras que brillan especialmente en un día como el de hoy que celebramos la “jornada mundial de la pobreza”, cuyo propósito, en palabras del papa Francisco, consiste en “estimular a los creyentes para que reaccionen ante la cultura del descarte y del derroche, haciendo suya la cultura del encuentro”. No es difícil conseguirlo si tenemos en cuenta que vivimos en un mundo que provee sobradamente al alimento de todos. Compartir es la clave de la fe, la milagrosa transubstanciación de los alimentos que Dios nos ofrece en su mesa, cuyo salvoconducto es el perdón incondicional a todos los hermanos sin excepción.

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