Desayuna conmigo (domingo, 2.8.20) Platos sustanciosos

Danos hoy nuestro pan

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Si observamos atentamente cómo funciona el mundo animal, nosotros incluidos, veremos que comer es su preocupación primordial. De hecho, muchos animales no hacen prácticamente otra cosa a lo largo de todo el día que procurarse alimento. Por otro lado, que todos los seres vivos pertenezcan a la cadena alimenticia general convierte el hecho de comer en el desencadenante más mortífero de cuantos se dan en el mundo y al hombre, dominador absoluto de todo el entramado vital, en el más depredador de los animales, pues no solo mata para comer, sino que cría animales en granjas y establos para utilizar sus fuerzas y, a la postre, para comérselos. La vida es así y está montada de tal manera que cuestionarse el procedimiento solo nos llevaría a la locura, pues ni siquiera hacerse vegetariano evita alimentarse de seres vivos.

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Posiblemente, ninguna otra religión ha dado tanta importancia a la comida como un cristianismo cuyo epicentro es precisamente una cena, la Cena del Señor, la eucaristía. En la primera lectura, el profeta Isaías invita a todo el pueblo precisamente a comer platos sustanciosos y a beber vino y leche totalmente gratis como dones que el Señor hace al pueblo con el que ha sellado una alianza perpetua. El salmo insiste en ello: “Tú les das comida a su tiempo, abres tu mano y sacias de favores a todo viviente”. Pablo aboca a esa misma conclusión al asegurar a los romanos que no hay criatura humana que pueda apartarnos del amor de Dios que recibimos en Cristo Jesús, nuestro alimento espiritual. Y en el evangelio de hoy, Mateo nos cuenta cómo Jesús multiplicó unos panes y unos peces para dar de comer hasta saciarse a unos cinco mil hombres, más a las mujeres y niños que los acompañaban, y que con las sobras se llenaron doce cestos, en un relato claramente premonitorio de la última Cena del Señor.

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El cristianismo no es una religión de ilusiones ni extralimitaciones, como la adoración a un Dios atrincherado en el Sinaí a quien nadie puede acercarse ni ver. Tampoco la de un Dios que exige postrarse cabeza en tierra para adorarlo mientras mira hacia otra parte cuando ese hombre se ceba en pasiones tan fuertes como el dominio absoluto de las voluntades o como la voluptuosidad que convierte a la mujer en puro instrumento de placer. El cristianismo es una religión de encarnación, es decir, de plena confluencia de lo divino con la materialidad que somos. El Dios del Sinaí o el Altísimo se hace uno con nosotros en la persona de Jesús de Nazaret, prototipo de humanidad, ejemplo de comportamientos humanos. Sabemos de él que comía con todos, incluso con los proscritos y los pecadores que eran, de alguna manera, demostración palmaria de su misión y, solo en ese sentido, sus preferidos. Poco o nada sabemos de su vida sexual, que la tuvo como todo otro ser humano, salvo el testimonio de algunas preferencias afectuosas. Puede que ese silencio se haya debido a que sus inmediatos seguidores, obsesionados por la inmediatez de la llegada del reino predicado por él, apenas repararan en un tema tan trascendental no solo para la humanización de las conductas, sino también para la continuidad de la humanidad.

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Es muy curioso a este respecto el reduccionismo con que el cristianismo afrontó la cuestión de la sexualidad, valorada por la moral católica casi como un invento del demonio, pues a lo máximo que ha llegado, incluso en nuestros días, es a tolerarla a regañadientes como instrumento necesario para la transmisión de la vida. También resulta curioso el ahínco con que las ordenanzas de vida cristiana se cebaron con la privación de alimentos para preparar cualquier acontecimiento religioso, ordenando ayunos que apenas permitían ingerir lo mínimo para conservar la vida o prescribiendo abstinencias que prohibían ingerir los alimentos más sabrosos. Pero dejemos estas consideraciones que cuestionan muchos procederes de la vida cristiana normalizada para fijarnos en los platos sustanciosos del profeta.

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Está, en primer lugar, el mejor y mayor de los platos, el que da cuerpo a aquello de que “no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Y lo que sale de la boca de Dios es una palabra creadora que nos da el ser y una palabra salvadora que es Jesús de Nazaret. Sacramentalmente, Jesús se transforma él mismo en alimento en la eucaristía y nos invita a hacer lo propio cuando participamos de ella. La omnipotente palabra divina se hace pan y vino para sostenimiento del hombre. En la oración que, por sí sola, nos hace cristianos, pedimos “el pan nuestro de cada día” y en el rito eucarístico, que condensa por sí solo todo el acontecer eclesial, los cristianos celebramos una cena. En eso conocerán que sois mis discípulos, en que os amáis los unos a los otros, en que los unos, partiendo y compartiendo el pan, sois alimento los unos de los otros.

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¡Qué hermosa y eficaz sería hoy la misión de la Iglesia si centrara toda su fuerza en que todos los hombres tengan parte en la Cena del Señor, es decir, en que puedan saciar su hambre! Ello requeriría estructuras sociales que llevarían los comportamientos humanos a compartir muchísimas otras cosas que de suyo nada tendrían que ver con la comida: los medios para favorecer la salud, el conocimiento, la bondad, la belleza, la vida social, la administración pública, los entretenimientos y, en general, la vida como el don divino que a todos se nos hace incondicionalmente.

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Este domingo nos deja un fuerte contrapunto de lo cristiano, plasmado en el hecho de que, un día como hoy de 1934, Adolf Hitler se convertía en el Führer para desgracia de toda la humanidad. Hitler fue una bestia tan endiosada que convirtió en esqueletos a millones de seres humanos, los gaseó y finalmente los utilizó como materia prima para macabras utilidades. Mientras Dios crea con generosidad y amor, esta bestia aniquiló cuanto le salió al paso con suma crueldad. El cristianismo es una religión de valores, pero no solo de valores morales y religiosos, sino también de valores biosíquicos, económicos, estéticos, lúdicos, sociales y políticos. El nacismo, en cambio, fue todo él una religión de contravalores, pero no solo como sembrador de muerte, sino también como cultivador de los contravalores que degradan todas las demás dimensiones vitales que acabamos de mencionar.

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El día nos deja, afortunadamente, una pincelada de candor estético en una melodiosa voz, apagada en plena juventud un día como hoy de 1976, cuando en accidente de tráfico moría de madrugada la cantante Cecilia. Muchos españoles tuvimos ese desventurado día un amargo despertar. Dejemos aquí, cuando menos, como memoria agradecida, el eco de canciones tan populares y conmovedoras como “mi querida España”, “Dama, dama”, “Amor de medianoche” y “Un ramito de violetas”. Gracias, Cecilia. Descansa en paz, bonita.

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No, hoy no se trata de algo tan derrotista, egoísta y cortoplacista como lo que algunas veces hemos oído decir: “¡comamos y bebamos, que mañana moriremos!”, sino de todo lo contrario: “comamos y bebamos hasta saciarnos, como Dios manda”, es decir, comamos y bebamos compartiendo, celebrando la Cena del Señor, para mantenernos vivos y convertirnos en transmisores de vida a quienes viven a nuestro alrededor. Los cristianos deberíamos dejar muy claro, proclamándolo en voz alta, que cada vez que un ser humano se sienta a comer y beber celebra la Cena del Señor. Seguro que, de tener conciencia de ello, nadie se atrevería a comer él solo y, mucho menos, a hacerlo hasta reventar al lado de los muchos que hoy siguen muriendo de hambre. Partir hasta partirse y compartir hasta preferir levantarse ligero de la mesa para que otros, todos, puedan comer. Hasta que la iglesia no predique eso y lo cumpla, es inútil que hable de otras cosas. Hasta que toda ella no sea realmente Cena del Señor, en la que todos sus miembros partan y compartan sus vidas, de nada servirán y a nada conducirán sus prédicas.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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