Desayuna conmigo (miércoles, 13.5.20) Portugal y Fátima

 

Devoción y sentimiento

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Hoy, como sin querer queriendo, la mirada y el corazón vuelan raudos a Portugal, el país hermano al que muchos españoles han mirado siempre por encima del hombro y al que, en los tiempos que vivimos, parte de ellos, al menos, admiran y hasta desearían ver unido a España. Seguro que, dada nuestra precariedad política y los bandazos económicos que nos azotan, los españoles podríamos aprender de los portugueses cosas interesantes. Si se me permite referirme a mí mismo, sea por la contigüidad de las tierras de Salamanca, y más en particular de la zona del suroeste, sea por el trato antiguo con tantos portugueses, la de Portugal siempre me ha parecido una nación familiar y hermana y los portugueses, buenos compañeros, amables y fiables.

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La cercanía emocional de hoy nos viene facilitada por varios hechos ocurridos en un día como este. En 1917, tres pastorcillos aseguraron haber visto a la Virgen en una cueva de la Sierra de Estrella, en Fátima. Fue ese día cuando se inició un movimiento que ha creado dudas e inquietudes en unos y despertado una honda devoción hacia la Virgen en otros, devoción que perdura muy arraigada en sus costumbres. Lástima que esa limpia y emotiva devoción se haya visto envuelta, durante muchos años, en el dramatismo casi apocalíptico de un secreto, de carácter religioso y político, que con el paso del tiempo ha ido disolviéndose afortunadamente como un azucarillo en el agua.

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He visitado Fátima en un par de ocasiones, si mal no recuerdo, y, la verdad, nada especial me ocurrió allí, salvo palpar el fervor inmenso de las muchas gentes que han depositado en aquellos parajes sus ilusiones y esperado, tal vez, el milagro que diera sentido y consistencia a sus vidas. En ambas ocasiones salí de allí con la misma actitud con que llegué, consciente de haber visitado un lugar convertido en relicario de muchas preocupaciones, sentimientos y sufrimientos humanos. Fue ese un pensamiento que ciertamente me emocionó. Lo demás, un misterio más, como tantísimos otros que hay en este mundo y que nunca llegaremos a descifrar.

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En cuanto a que sea un lugar sagrado o santo, donde Dios y la Virgen se muestran de forma especial, francamente no veo la razón, porque, para un creyente convencido, Dios está intensamente presente allí donde hay un ser humano y, más, si ese ser humano necesita comida, salud y compañía. El cristiano convencido no necesita viajar a ninguna parte para encontrarse íntimamente el Dios de su fe ni para elevar emocionado una plegaria hermosa a la Virgen María.

De todas formas, que sean tantísimos los que allí acuden, aunque este año el coronavirus dejará vacía aquella inmensa explanada, solo sirve para el contagio masivo de emociones entre cuantos acuden a un lugar, convencidos de que allí Dios y su Madre se muestran más sensibles a lo humano. Posiblemente, ese sea el único magnetismo que puede ejercer sobre la mente humana un lugar determinado, pues la fe profesa que Dos está por igual en todas partes y en todos los seres humanos.

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En consonancia con ese hecho, un día como hoy del año 2000, el papa Juan Pablo II beatificó allí a los dos pastorcillos Jacinta y Francisco, y, en la misma fecha de 2017, fue el papa Francisco quien también allí los canonizó. Y también, tras haber sido herido en un atentado en la plaza de San Pedro, en Roma, un día como hoy de 1981, el papa Juan Pablo II agradeció a la Virgen de Fátima que hubiera preservado su vida. Se trata de un sentimiento y de una persuasión muy personales, en los que está fuera de lugar introducir un racionalismo inquisitorio de verdades matemáticamente exactas o de pruebas judicialmente válidas. Cada ser humano es dueño de sus intimidades de tal manera que a nadie le debe estar permitido hurgar en las convicciones y razones por las que rige su vida, a condición, claro está, de que no cause daño alguno a sus semejantes.

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Haya o no algo objetivo en todo ello o trátese solo de un sentimiento religioso o de una simple emoción psicológica, lo cierto es que en el cómputo global que los cristianos hacemos del tiempo, es decir, en perspectiva de eternidad, todo cuanto acontece está predeterminado tanto en su ser como en su libertad o variabilidad. Los cristianos decimos que todos estamos en las manos de Dios y por ello imploramos constantemente: “hágase tu voluntad”, un “hágase” que es solo temporal (futuro) en nuestro deseo y desarrollo, pero que está eternamente presente en la voluntad que pedimos que se haga. En palabras más claras: todo creyente es providencialista al confesar que cuanto acontece lo hace por voluntad divina. Así, viniendo al caso, en la mente de Dios no estaba que Juan Pablo II muriera en ese atentado y, al ocurrir un 13 de mayo, él podía muy bien pensar que las manos de la Virgen de Fátima le habían conservado la vida tras unos disparos que eran de suyo forzosamente mortales.

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Desde la soledad de mi mesa de trabajo, mi vista y mi corazón se posan esta mañana en Fátima para captar, en la gran explanada desértica, el latir unísono de millones de corazones y la confluencia gozosa de millones de pensamientos que allí se posan a los pies de una imagen, delineada por tres “pastorcillos”, ignorantes y pobres, cuyo destino era gritar fuerte para que, amortiguando el “barullo” de la humanidad, todos pudiéramos oír palabras de arrepentimiento, de conversión, de paz y de amor.

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Pensemos lo que pensemos, el coronavirus que ahora nos atormenta es otro grito para frenar en seco nuestra desenfrenada carrera en pos del dinero, el dios omnipotente que hace de la vida una aburrida orgía de placer y pasatiempo. Pero la vida no puede ser eso. La vida es el bien supremo que tenemos, tanto que hay que luchar a brazo partido por ella, lo mismo si la ataca un virus que si lo hace el hambre. El empresario que se aúpa sobre las espaldas del obrero se vuelve tóxico para la vida. El político que somete a los ciudadanos a sus propios intereses, sean particulares o partidistas, es otro tóxico. Necesitamos transformar el lucro en gratuidad, tal como están haciendo muchos empresarios en estos tiempos de pandemia, y que el ejercicio de la política se convierta en un auténtico servicio al pueblo. El camino que lleva a esas metas pasa por la explanada de Fátima como estación de abastecimiento de conversión y paz. Cuando lo hayamos conseguido, no necesitaremos más de señoras maravillosas que se posen en grutas o en árboles para transmitirnos mensajes que fueron proclamados hace siglos en el Evangelio y no habrá razón alguna para que los tiros se sigan oyendo no solo en la Plaza de San Pedro, sino también en cuantos lugares unos pocos locos buscan implantar tiranías y atiborrarse de riquezas.

Este 13 de mayo, en la soledad de la habitación o en el paseo solitario por las calles de la ciudad, es una hermosa invitación para encontrarse con la belleza de lo divino, la belleza que brota de la conversión y la gracia. Un hermoso día este de mediados de mayo para pasearse mentalmente por Fátima y dejar que la fuerza de tres pobres pastorcillos, pidiendo conversión y paz, aclare nuestros pensamientos y derribe las murallas de nuestro corazón. “¡Ave, ave, ave María!”.

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Frente a este hecho, carece de relieve que, un día como hoy de 1814, Fernando VII, el “Deseado”, de tan “escasa capacidad para enfrentarse a los tiempos en los que le tocó reinar” y que incluso llegó a implorar a Napoleón que lo adoptara como hijo, entrara en Madrid como si de un Domingo de Ramos se tratara. Poco importa que llene muchas páginas de nuestra deplorable historia. Su incapacidad para cumplir su misión era directamente proporcional a su conducta sin escrúpulos, despótica y vengativa, tan propia de un personajillo solo permeable a la adulación. Dejemos constancia, de paso, de que cualquier similitud de lo dicho con la política española actual es pura coincidencia.

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Mucho antes, en un día como este de 1418, se firmaba el primer concordato en España entre el rey Juan II de Castilla y el papa Martín V. Nunca dejará de asombrarme que el “reino de Dios”, que no es de este mundo, en el pasado se haya comportado durante siglos como el “reino de los reinos de este mundo” y, en la actualidad, se resista a renunciar a la parcela que la emancipación de los pueblos ha dejado todavía al “poder religioso”. Vivimos buenos tiempos para transformar, de una vez por todas, el poder religioso residual en gracia, y para convertir, digamos, el Vaticano en Fátima, es decir, el poder de la Iglesia en conversión y paz. Quizá se necesite para lograrlo la mano de una buena y dulce “señora”.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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