Acción de gracias – 39 Pozo de guerras

¡Niños inmaculados!

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Si nos propusiéramos comparar el cristianismo con un ser humano dejando al margen el rostro y la historia de Jesús, seguramente andaríamos mucho más acertados tomando como referencia un niño en vez de una persona mayor. ¿Razón? El niño es, en su inconmensurable inocencia, pura potencialidad, casa de ventanas y puertas abiertas, mientras que el adulto, ducho en idas y venidas y escaldado de la vida, se atrinchera en un castillo amurallado para ponerse a buen recaudo él mismo y salvaguardar su “hacienda”. Nacemos con una proyección innata hacia los demás, que es constitutiva de nuestro propio ser, pero de mayores, enrocados a cal y canto, nos empecinamos en que son los demás quienes deben tenerla hacia nosotros. No ayudamos al vecino a construir su casa al tiempo que lamentamos que él no nos eche una mano en la construcción de la nuestra. Pero no hay barreras en las relaciones de un niño con los demás, con quienes comparte fácilmente cuanto tiene y se les muestra tal cual es, al tiempo que proclama y canta sin ruborizarse las verdades que palpitan en su corazón o cruzan por su mente.

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El cristianismo se parece mucho más a un niño que a un adulto por ser la religión de lo espontáneo, de la donación, de la entrega, de la trasparencia y de la verdad sin opacidades ni dobleces. De la pura humanidad, en suma, pues es pura gracia. Diciendo lo dicho, nos referimos a él como “forma de vida”, no a la confesión de una lista de dogmas ni al seguimiento de reglas encorsetadas en voluminosos tratados de espiritualidad, en puntillosos cánones y en abigarradas instituciones eclesiales. El cristiano auténtico guarda perfecta similitud con el justo de que nos habla hoy la Sabiduría en la primera lectura, un ser humano sin dobleces, transparente, que se comporta como un niño y que, precisamente por ello, resulta incómodo al afear lo que está mal hecho, echar en cara los pecados escandalosos y reprender la educación errada o trucada. No importa que se vea sometido por ello a la vejación y a la tortura de los impíos, pues Dios mismo se ocupará de auxiliarlo y lo librará del poder de sus enemigos.

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Santiago nos sale al paso en la segunda lectura para advertirnos que el desorden y todos los males que padece este mundo se derivan de nuestras envidias y rivalidades. De las pasiones, sobre todo de la codicia, tan enraizada en la hondura de nuestras carencias, brotan las guerras. ¿Cuántos hombres han muerto y siguen muriendo en a manos de sus semejantes por codicia? Nos aterraría una conciencia clara y sincera sobre lo salvajes y crueles que somos. Con la codicia que pretende mimar nuestro cuerpo herido y con la envidia como analgésico de nuestra mente enferma no se consigue más que enfrentamientos y luchas fratricidas. Incluso cuando oramos no alcanzamos lo implorado porque no sabemos lo que pedimos al pretender satisfacer nuestras pasiones.

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Hermosa y trascendental lección la que hoy nos ofrece el evangelio, tomado de san Marcos, cuando Jesús, empleado a fondo en instruir a sus discípulos, zanja de una vez por todas la cuestión de la importancia y el mando entre ellos: quien realmente quiera ser el primero ha de ser el mejor y más fiel servidor de los demás y ha de tenerse a sí mismo por el último. ¡Qué mal hemos aprendido esta sublime lección los seguidores de Jesús, pues, aunque seamos capaces de tantas cosas admirables, nos sentimos impotentes a la hora de vaciar por completo nuestro propio ego! No, el cristianismo no se parece a los adultos, tan prendados de sí mismos, tan egoístas, codiciosos y acaparadores de bienes y honores, sino a inmaculados niños abiertos y confiados, seguros del hoy y del mañana al sentir sobre ellos los brazos de unos padres que los protegen y les procuran cuanto necesitan.

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A la luz de estas lecturas, deberíamos preguntarnos hoy qué es realmente el cristianismo, pero no el que todavía ayer entraba con gran poder no solo en nuestras haciendas, sino también en nuestras alcobas, y que hoy, encogido y acobardado, tras perder el liderato social que ha ejercido olímpicamente durante siglos, se comporta poco menos que como un mendigo pedigüeño que adula a los poderosos y se arrima a ellos en busca de prebendas y hasta de supervivencia. ¡Qué lejos estamos todavía de entender que el cristianismo no es un poder, ni político ni económico, sino un servicio global, y que tampoco es una institución férreamente montada socialmente, sino una preciosa forma de vida humana que, lejos de escorarse a la derecha o a la izquierda, se centra en cultivar todas las potencialidades del hombre a fin de que todos “tengamos vida abundante”! Hablamos del cristianismo que en todo momento inspira y alienta el Espíritu.

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La verticalidad radical con que nos han acostumbrado a vivirlo, que tiene su máxima expresión en un culto ritual descontextualizado, como es la misa, y en la proclamación de un dogma, como proclamación de un conjunto de supuestas verdades enigmáticas, debe ser remplazada audazmente por la horizontalidad que nace del hecho de ser una comunidad fraterna en la que la majestuosidad del omnipotente Dios de los cielos se pliega hasta convertirlo en “padre” y los dardos que los dogmas y mandamientos lanzan sobre nuestras atribuladas conciencias se transforman mágicamente en atractivas bienaventuranzas. Si alguien me pidiera que condensara mi forma de sentir y vivir el cristianismo en dos palabras, la síntesis esclarecedora que se fragua en la mente de un hombre octogenario me lleva a elegir, con tanta convicción como gozo, la de “padre” para todo lo que tiene que ver con Dios y la de “bienaventuranzas” como clarificación de cuantos mandatos y reglamentos tengan que ver con los comportamientos humanos. Hablo de un sentir y de una forma de vida que aboca a que la comunidad auténticamente cristiana está formada por todos los hombres de todos los tiempos sin excepción, pues a la postre ninguno de ellos, por muy desnortado y perdido que ande en sus locuras, se cierra a agradecer cuanto recibe gratuitamente y a mejorar las condiciones de vida, al menos de la suya.

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En una comunidad de tal calibre y condición desentonan las envidias y los egoísmos, esas terribles carencias que nos arrastran a las guerras, y abundan las fuerzas constructivas que no solo nos llevan a olvidarnos de nosotros mismos, sino también nos obligan a vivir para los demás. Por muchas vueltas que le demos, el cristianismo nos conduce indefectiblemente a la misma clave y al mismo fin: meter a Dios en danza como fuerza necesaria para poder gestar y llevar una vida de fraternidad universal. La liturgia de este domingo nos invita a aterrar los pozos, en cuyo magma se cocinan nuestros sufrimientos, y a allanar los montes, convertidos en pedestal de nuestros míseros egoísmos, a fin de transitar fácil y gozosamente por la vida.

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