Desayuna conmigo (jueves, 24.12.20) Pueblo que camina en tinieblas

Austeridad y salvación

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Nochebuena no es un cumpleaños, sino una celebración litúrgica con mucha más carga y significado, pues no se trata de conmemorar una fecha, sino de revivir un acontecimiento. Ello viene a significar que Jesús, con todo el peso y la trascendencia de su personalidad, divina y humana, y de su obra de salvación, la de niño juguetón y la de adulto revolucionario, renace esta noche para los hombres que estamos viviendo el penoso acontecer del virus que nos diezma. Una celebración alegre para todos, pero también dolorosa para muchos, para todos aquellos a los que la crisis apenas les dejará algo que llevarse a la boca y para los no pocos que, al privarles de la presencia de sus seres queridos, les helará el corazón.

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Podríamos entretenernos en recoger miles de datos sobre cómo la inmensa mayoría de la humanidad se ha puesto de acuerdo para celebrar esta noche o en estos días el acercamiento de Dios a los hombres. De poco sirve que algunos, empecinados en borrar los trazos de ese acercamiento, pretendan cambiar la perspectiva y los contenidos esenciales de tan hermosa, emotiva y seductora celebración, pues saben que, por muchas vueltas que le den, la Navidad es lo que es, aunque no encaje en sus pensamientos. Al celebrarla también ellos, jamás podrán despojarla de sus contenidos emocionales ni desterrarla de sus corazones. Cualquiera que sea el valor o el sentido que quiera dársele, que hoy se felicite a todo bicho viviente y se prepare una cena mejor se debe a que es Nochebuena.

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Que ni siquiera sepamos el año en que nació Jesús y que algunos duden incluso de que existiera deja sin apoyo la fecha en que lo hiciera. No importa. La tradición la ha fijado la noche de hoy, en el inicio de los días crecientes, igual que para Juan el Bautista reservó el 24 de junio, seis meses justos antes, en el inicio de los días menguantes, copando así ambos, Precursor y Mesías, los solsticios de invierno y verano respectivamente. También es la tradición la que, tomando como base la novelada narración del nacimiento de Jesús, ha imaginado un bello escenario, tan cálido como pobre, para plasmar su singular nacimiento, ocurrido algún día en alguna parte. Con el paso del tiempo, seducidos por la belleza del acontecimiento, hemos ido llenando ese mismo escenario con nuestros propios haberes y sentires hasta montar los imaginativos y ricos “belenes” o “pesebres" que hoy adornan nuestras casas, plazas e iglesias, siguiendo la tradición iniciada por san Francisco de Asís. Mírese como se mire, la Navidad no deja de ser una de las más bellas creaciones humanas, ideada para acoger dignamente y digerir con provecho la irrupción de Dios mismo en nuestra carne y en nuestros quehaceres de cada día.

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Isaías intuye que un pueblo que caminaba en tinieblas verá de pronto la gran luz que brotará de un niño para alumbrar su camino y enriquecerse, como si de recoger una cosecha o de repartir un botín se tratara. San Pablo, por su parte, habla de una gracia, manifestada como salvación, que requiere una vida sobria a la espera de otra gloriosa. Lucas, finalmente, en el relato del nacimiento de Jesús, da cuenta de la transformación del temor de los pastores en la alegría de un canto, acompañado por ángeles, que ensalza la gloria de Dios en las alturas y desea paz a los hombres de buena voluntad en la tierra. La Navidad nos queda así dibujada como andadura que discurre por un camino iluminado y conduce a la paz.

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Ante tal perspectiva, nada tiene de particular, por ejemplo, que las familias españolas, incluso aquellas para las que no significa nada la religión cristiana oficial, sientan el deseo de encontrarse, de abrazarse y de celebrar juntas la mejor cena de todo el año, gastándose algunas lo que no tienen o el presupuesto de medio mes. En nuestros genes llevamos impreso el sentir gregario que hace que seamos realmente lo que somos, que nos sirve de autodefensa como grupo y que multiplica nuestro bienestar. Lo creamos o no, lo sintamos o no, se trata del hálito divino que, aunque sea de forma pasajera, nos hace sentir estos días la fuerza del amor que nos une y nos anima a vivirlos incluso por encima de nuestras posibilidades. Lo importante es saber que allí, donde estos días y en especial esta noche alguien se pasee por las calles a la luz de las candelas que las adornan e iluminan y donde dos o más se reúnan para un festín gastronómico, lo impregna todo el espíritu navideño, se celebra la Navidad.

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Y también lo hace donde esta noche la soledad resulte especialmente dolorosa y triste, pues la Navidad nos hace sentir que, sin los demás, no somos nada. La de este año va a ser una “nochebuena” muy triste para muchos y, en esa dimensión, también muy navideña, porque no solo les hará echar en falta a cuantos no hayan podido acercarse a nuestra mesa por imperativo legal, sino también llorar a quienes, desoladamente, tuvieron que hacer mutis por el foro y dejaron definitivamente vacíos sus asientos alrededor de la mesa. ¡Cuántos brindis por los presentes y cuánto dolor por los ausentes en una noche como esta, en la que la magia salvadora hace presentes a los ausentes! Sea como sea, no dejará de ser una “noche de paz, noche de amor”, cantada, sentida o sufrida, porque, cualesquiera que sean las circunstancias en que la celebremos, el amor llenará nuestras copas y la paz se derramará en nuestros corazones. Los nuestros, todos los nuestros (y todos los seres humanos son nuestros) estarán esta noche con nosotros de alguna manera.

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¡Lástima que muchos de los que hoy se enternecen hasta humedecer sus ojos vuelvan mañana mismo a las andadas y, en vez de sonrisas y parabienes, que indefectiblemente generan paz y contento, sigan repartiendo mandobles y desencadenando odios y guerras! Será cuestión de que entre todos vayamos construyendo, poco a poco, una Navidad cuyo espíritu dure todo el año, pues es claro que, en la medida en que seamos capaces de agrandar la Navidad, mejoraremos la calidad de nuestra propia vida, pues, a fin de cuentas y mírese como se mire, lo más genuino de la Navidad es un profundo deseo de humanización, cuyo desencadenante es la pasión de un Dios que se hace hombre por amor.

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Frente a esta perspectiva, el coronavirus perderá más de la mitad de su brutal fuerza al quedarse sin vehículo de transporte, porque a nadie le resultará difícil ni costoso cerrarle las puertas. A las alturas en que estamos de la horrorosa película que sufrimos, todos deberíamos ser ya muy conscientes de la gran responsabilidad que nos atañe si por desidia o egoísmo nos convertimos en agentes de muerte. No basta con no infectarse. Lo más importante es no seguir el macabro juego al que la covid-19 nos ha retado. ¡Ojalá que esta Navidad nos traiga vacunas para todos, pero, sobre todo, ojalá que nos traiga también la sabiduría necesaria para entender de una vez por todas que, en este difícil trance como en cualquier otro, todos dependemos de todos! Lo sabe muy bien y nos lo enseña primorosamente el hermoso Niño que esta noche nos sale al encuentro. ¡Aleluya!

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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