Acción de gracias – 36 Pueblos sabios e inteligentes

Huérfanos y viudas como referencia

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Conociendo el Dios a quien adoran y los mandamientos a que ajustan sus vidas, Moisés asegura a los israelitas que los demás pueblos dirán de ellos que son una gran nación, un pueblo sabio e inteligente. ¿Hay realmente pueblos sabios e inteligentes en nuestro mundo? Si uno desciende de las musas al teatro, quiero decir, de los grandes relatos de la historia a la cruda realidad, y se adentra en el acontecer prosaico de cada día, la verdad es que el que no cojea renquea. Los españoles, por ejemplo, sin ir más lejos, contamos con una encomiable historia, con un gran palmarés de hechos gloriosos, de conquistas y de saberes envidiables, pero la verdad palmaria es que, al menos hoy, somos un auténtico desastre, como si algún hado maligno hubiera borrado la sonrisa de nuestra forma de vida y nos hubiera robado la sabiduría y la inteligencia características. Las ideologías nos crucifican y las dificultades del vivir diario desfondan nuestros sueños y destrozan nuestros más puros ideales. Hablando de corrupción y robos, hoy se impone irresistible la conciencia de que todos nuestros políticos roban. Muchos aseguran incluso que somos un pueblo formado por 47 millones de ladrones. Lo peor de todo, sin embargo, es que muchos piensen que hoy ser sabio e inteligente no sirve de nada o que ser bueno equivale a ser tonto.

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Esta perorata viene a cuento de la que Moisés lanzó a Israel y que la primera lectura de la liturgia de hoy toma del Deuteronomio. Moisés, político tan hábil como oportunista, trata de que el pueblo cumpla las normas que desea imponerles y, para ello, nada mejor que apelar al gran principio de cohesión de todos los israelitas: tener por Dios al más grande de los dioses, poderoso, sabio e inteligente, frente al que todos los demás no son más que inútiles ídolos de barro, sin sabiduría ni inteligencia alguna. Siguiendo por el camino de los mandamientos que ese gran Dios les presenta por su boca, Moisés les asegura que serán un pueblo grande, sabio e inteligente, que solo se inclina ante el más grande de los dioses. Más allá de las aspiraciones políticas de Moisés, es obvio que la unión es lo que cohesiona un pueblo y le da fuerza, lo mismo a la hora de realizar proezas que a la de perpetrar genocidios. ¿Hubo alguna vez en la tierra una cohesión y una fuerza tan contundentes como las de los nazis alemanes?

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En la segunda lectura de hoy, Santiago, además de reproducir el discurso de Moisés con todas su pretensiones políticas y religiosas, da un paso importante hacia adelante al encarnar la teoría en la práctica predicando que “la religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre es ésta: visitar huérfanos y viudas en sus tribulaciones y no mancharse las manos con este mundo”. La cosa no tiene vuelta de hoja: a quien quiera comportarse como hijo del gran padre Dios no le queda otro camino que ocuparse en serio de las necesidades, o mejor de los necesitados, de un mundo en el que es muy fácil mancharse las manos dedicándose a otras cosas. Por mucha ideología y especulación que se haya inyectado al Evangelio cristiano, el suyo es un programa preciso y bien encarnado. Huérfanos y viudas tienen aquí un significado literal, pero también metafórico, referido a cualquier necesidad o deterioro de la vida humana.

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Jesús mismo, basándose en Isaías, remacha esta misma línea de argumentación al replicar con contundencia la acusación ritual formalista por comer sin lavarse las manos que algunos fariseos y escribas le lanzan en el evangelio de hoy: "Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos”, pues nada de lo que viene de fuera mancha al hombre, sino lo que sale de sus adentros. De los adentros del hombre brotan ciertamente todas sus acciones, lo mismo las que lo desnaturalizan y destruyen que las que lo enriquecen y construyen, es decir, todos los contravalores y valores. Jesús, ateniéndose a las exigencias del guion argumental, enumera una lista apabullante de contravalores que brotan de dentro: “del corazón del hombre salen los malos propósitos, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, las codicias, las injusticias, los fraudes, el desenfreno, la envidia, la difamación, el orgullo y la frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro”.

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Estas evidencias, tan propias y esenciales en el cristianismo auténtico, provocan hoy algunas reflexiones interesantes sobre la sabiduría y la inteligencia con que debemos comportarnos. En primer lugar, advirtamos que el tiempo pasa muy de prisa y las oportunidades se nos brindan a velocidad de vértigo. Estando a la espera de algo, los minutos parecen siglos por la insoportable tardanza de lo esperado, pero, cuando la oportunidad ha pasado y los años se van descolgando velozmente del calendario, mirar hacia atrás produce tal vértigo que parece haber ocurrido ayer mismo lo que realmente ocurrió treinta o cuarenta años atrás. Por muy largos que se nos hagan a veces los minutos, los años pasan volando, en un pispás, y entonces sí que nos descorazona ver que la vida se no ha ido por el desagüe. La vertiginosidad y la futilidad del tiempo deberían ser fuente en la que nunca deberíamos cansarnos de beber sabiduría e inteligencia.

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Por otro lado, buscando la cohesión social y la unión de fuerzas en pos de metas aparentemente inalcanzables, los pueblos han convertido muchas veces a sus vecinos en enemigos irreconciliables para arremeter contra ellos como una piña, todos a una. Incluso cuando el enemigo no aparece ni siquiera en lontananza, se inventa uno imaginario con el mismo propósito. Frente a un enemigo común, real o imaginario, que supuestamente cuestione la razón de ser de nuestro pueblo, los ciudadanos aparcamos nuestras diferencias y nos lanzamos en tromba a por él. No hay como que la nación o el propio ser de uno peligre para aunar voluntades y hacer confluir todos los intereses. Los dirigentes religiosos que hoy nos han hablado (Moisés, Santiago y Jesús) convierten a Dios en nuestra nación y extraen de ella la fuerza de cohesión que necesitamos para ser fieles a nuestro destino. De ahí que confiar en nuestro Dios, alabarlo y seguir sus mandatos nos llene de sabiduría e inteligencia. ¿A qué otra cosa mejor puede aspirar un pueblo? Los separatistas españoles, por ejemplo, hacen de España el enemigo público número uno a batir y de esa fuente extraen fuerzas sentimentales irracionales para unir y enardecer a sus seguidores. Pero, mientras los dirigentes religiosos referidos predican los valores de la sabiduría y la inteligencia, los separatistas se ceban en los contravalores de la necedad, consiguiendo que su pueblo, en vez de sabio e inteligente, se desnorte y se vuelva estúpido e ignorante.

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Quedémonos hoy con que el veloz paso del tiempo y la conciencia de pueblo unido, que están en la base de la alabanza y de la reflexión litúrgicas de hoy, nos enseñan que la calidad de la vida de cada uno de nosotros depende en gran medida de que libemos la sabiduría y la inteligencia que ambos contienen: las de caminar por la senda que Dios mismo nos traza y las de ayudar a cuantos caminan a nuestro lado. Saber, por un lado, que uno ha sido creado por Dios conforme a un plan magnífico y que ese Dios está más cerca de nosotros y nos es más familiar que el mejor de los padres, y, por otro, que él mismo nos presenta un programa de amor contra el que nada pueden ni la verborrea ni el sofismo de tantos depredadores como nos van saliendo al paso, no solo nos afianza en el empeño de ir enriqueciéndonos a base de valores, sino también hace surgir un hermoso oasis de sabiduría e inteligencia en el desierto de nuestra vida. Interesante reto el que nos hace la liturgia de hoy: ser sabios e inteligentes frente a la muchedumbre de recalcitrantes necios que nos rodea.

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