A salto de mata 7 Redimensión de la pederastia

¡Que cada palo aguante su vela! Tras un poco de sensatez

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Aunque hace solo unas semanas ya he dedicado en este blog una reflexión a la pederastia en relación con la Iglesia católica, que la reacción de la sociedad frente a ella y la introspección que ella misma se ve forzada a realizar estén ocupando las primeras páginas de los medios de comunicación, también del nuestro, me anima e incluso fuerza a poner algunos puntos sobre sus propias íes. En mi propia trayectoria bloguera, por muy grave y escandaloso que el tema sea de suyo y por mucho morbo que provoque especialmente cuando se descubre en el ámbito eclesial, la pederastia no aparece, a pesar de su inconmensurable crueldad, más que como una preocupación menor, tangencial, meramente anecdótica o circunstancial, a la hora de empeñarme en hacer una audaz relectura del cristianismo, no ya para darle el esplendor que merece, sino para que no se desvirtúe su fuerza de salvación.

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Para redimensionar la pederastia como es debido, iremos paso a paso, subiendo los escalones que siguen, a fin de delimitar los campos y depurar las responsabilidades. Debemos aclarar en lo posible el morrocotudo embrollo social que la pederastia produce para que la justicia, impartida por jueces competentes, obligue a cada palo a aguantar su vela. No debemos convertir la pederastia de ningún modo en un río revuelto, río desde luego de lodo y porquería, para que pesquen regodeándose quienes desencajan los hechos para pescar y avergonzar a sus opositores. 

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1º.- Aunque no sea necesario por de sobra sabido, precisemos que la pedofilia es solo una parafilia, una perversión, una desviación o una mera fantasía sexual patológica que inclina la apetencia sexual a la infancia. Solo cuando el pedófilo satisface su instinto abusando de niños se convierte en “pederasta”. Para entendernos mejor, digamos que pedofilia es la apetencia sexual y pederastia, la claudicación, el pecado. De ahí que, mientras todo pederasta es pedófilo, no ocurre lo mismo a la inversa. Al hablar de “pederastas”, no solo hablamos de enfermos, sino también de delincuentes cuyos horrendos actos marcan vidas inocentes que ya no podrán vivirse con normalidad.

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2º) La pederastia es un demoledor vicio que, desgraciadamente, se da en todas las esferas sociales, incluso en las más sagradas, como estamos viendo. Para ponerle algún freno, pues erradicarla puede que sea tan difícil como hacerlo con la droga o la prostitución, lo de menos es pararse a medir los porcentajes o cadencia con que acontece en cada estrato social, trátese del seno familiar, del entorno social, del mundo de la escuela o de los recintos eclesiales. Quien esté contra la pederastia, que debería ser toda persona en su sano juicio, debe hacerlo por igual, sea cual sea el ámbito en que se produzca, aunque las responsabilidades no sean las mismas.

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3º) Al escribir esto, me mueve un sereno espíritu de análisis ponderado, frío y objetivo, frente a algo vomitivo que ha ocurrido, ocurre y seguirá ocurriendo en nuestra sociedad. De niño, estudié en un internado religioso. Impactados por el morbo con que la pederastia eclesial llena hoy los medios de comunicación, hace tan solo unos días, comiendo juntos algunos antiguos compañeros de estudios, nos felicitábamos de que ninguno de nosotros hubiera padecido semejante atropello. Claro que, siendo justos, es preciso reconocer que en nuestra misma situación está la inmensa mayoría de los cientos de miles de niños que estudiaron como nosotros. Dicho de otro modo, por tormentoso que sea el tema, los pederastas no dejan de ser afortunadamente una ínfima minoría, aunque algunos de ellos, insaciables, lleguen a estigmatizar a docenas de niños.

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4º) Con la venia de los lectores por el hecho en sí y por el grueso lenguaje que la cosa propicia, describiré una escena, próxima a la pederastia, en la que de muy niño fui afortunadamente mero espectador. Creo haber contado ya alguna vez en este blog que, teniendo siete u ocho años y estando a solas en una finca con un obrero joven, el muy descerebrado se arrimó a una pared para mear y, tras hacerlo, se volvió hacia mí con la bragueta abierta y el mondongo al aire. Seguramente para intrigarme o tal vez solo para presumir de algo, me espetó directamente: ¿no sabes que el pito vale para más cosas que para mear? Espera y verás”. Y, antes de que yo pudiera reaccionar siquiera, se masturbó sin reparos de ningún tipo. Me pareció entonces que el muy impúdico tenía entre las manos una espita conectada a un barril de leche condensada. Seguramente avergonzado tras el calentón al constatar mi impasibilidad, guardó cuidadosamente la culebrilla y siguió trabajando como si nada hubiera ocurrido. Andando el tiempo, siempre que me crucé con él en la calle y nos saludábamos, advertía en su cara una sombra de vergüenza.  Afortunadamente para mí, aquel mozo no era un pedófilo desbocado, sino un vulgar y desvergonzado exhibicionista. ¡Un pobre hombre!, a fin de cuentas.

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5º) La responsabilidad de un delito de pederastia recae enteramente en el pederasta, completamente al margen de la agrupación humana a la que pertenezca. Culpar de ella a la familia de la que es miembro, a la escuela donde trabaja, a la orden religiosa a la que pertenece o a la iglesia cuyo ministerio ejerce es tan desproporcionado como culpar a toda la humanidad por el crimen de un asesino. Dejemos bien sentado que la pederastia, siendo siempre un crimen horrendo contra la infancia, admite grados de horror dependiendo de qué autoridad ejerza el verdugo sobre la víctima. Así, con ser extremadamente grave la pederastia en el sacrosanto seno familiar por la afectividad envolvente, lo es todavía mucho más en el seno de la Iglesia, cuando el pederasta no solo se sirve de la autoridad sagrada que le confiere ser profesor, confesor o director espiritual de su víctima, sino también se aureola con una especie de amor misticoide, convirtiendo al buen Dios poco menos que en una Celestina vulgar y ramplona.

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6º) A resultas de lo dicho, debemos denunciar que la sociedad, al menos la española, está siendo muy injusta con la Iglesia católica por considerarla responsable directa de cuantos abusos de pederastia se han cometido o se siguen cometiendo en su seno por personas que de una u otra forma estuvieron o siguen estando a su servicio. Si de enjuiciar a la Iglesia se tratara, siendo justos, deberíamos situarnos en el extremo contrario, pues de lo que realmente han pecado los docenes y dirigentes eclesiales ha sido de imponer un “rigorismo sexual” exacerbado, al predicar y promover una moral deshumanizadora, que propugna una actividad sexual milimétricamente ajustada a la transmisión de la vida. En otras palabras, al regular la práctica de la sexualidad, la Iglesia ha pecado no por laxitud sino por exceso de celo. Los pederastas, cuyos delitos se le endosan por haber sido cometidos por curas, monjas, docentes o auxiliares, aunque formen parte de ella, no son “la Iglesia”. Su comportamiento personal es solo suyo y los delitos que cometen les son imputables exclusivamente a ellos. No abusa el cura o la monja como tal, sino el depredador que anida en ellos. De ahí que no exista razón objetiva alguna para que la Iglesia católica tenga que cargar con responsabilidades ajenas. Insisto: el pecado de la Iglesia, que lo hay y muy gordo, está precisamente en el extremo opuesto, en el rigorismo sexual, no en la laxitud.

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7º) A este propósito, recuerdo que un sólido profesor de Teología Moral me sorprendió sobremanera cuando, en un contexto teológico de férrea restricción de la sexualidad y siendo él muy serio y riguroso en sus razonamientos, se cuestionó abiertamente en una clase de los primeros años sesenta que la masturbación fuera pecado. Su razonamiento era impecable: por ser la masturbación un fenómeno tan universal y frecuente, más parece que se trate de algo natural que de una claudicación pecaminosa de la voluntad del hombre. Y, como todo lo natural es obra de Dios, la masturbación no puede ser moralmente vituperable. Ahí lo dejo para que pueda profundizar en el tema quien sienta la curiosidad de hacerlo o para quien se anime a analizar a fondo la “positividad” de un sexo que se nos ha dado no solo para procrear, sino también para vivir de forma equilibrada y gozosa.

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8º) Volviendo al tema, es preciso reconocer sin ambages que hay otra línea de delitos pederastas más honda y dañina, pues lo dicho no exime a los eclesiásticos de mayor rango, bajo cuya jurisdicción han hecho de las suyas los pederastas, de la tremenda responsabilidad de no haberles puesto bozal en cuanto tuvieron conocimiento de sus fechorías. Soy consciente de que la pederastia es un campo abonado que se presta muy bien para vengarse mediante calumnias por cualquier bagatela, hundiendo de por vida en la mierda a buenos sacerdotes y religiosos. Pero ese es un temor que solo impone precaución para no agrandar una posible calumnia. Cuando los hechos estén claros, deben tomarse medidas drásticas cortando por lo sano, en vez de solventar la situación, tal como se ha venido haciendo, aplicando “paños calientes” a heridas muy sangrantes. Paños calientes han sido las reprimendas morales, los consejos espirituales y los cambios de escenario. No es excusa válida la intención de salvaguardar a una Iglesia supuestamente débil, que además nunca es culpable de tamaños desaguisados. El jerarca protector se convierte en cómplice no solo de lo ocurrido, sino también de lo que pueda seguir ocurriendo. La responsabilidad de ocultar el delito y de proteger al infractor de la ley es mayor que la del obsesivo pederasta mismo porque quien lo hace es más consciente de la magnitud del delito y de sus secuelas.  

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9º) En el momento de la verdad, el de impartir justicia en el ámbito eclesial, que es donde hoy la sociedad parece situarnos, los roles han de estar muy claros y las responsabilidades, bien asignadas. En la vertiente social del delito, a los jerarcas eclesiales que han ocultado hechos delictivos cometidos por gentes que han obrado bajo su jurisdicción, les corresponde ahora no solo entonar un profundo y dolido “mea culpa” público por su proceder equivocado, sino también cargar con las secuelas penales que se deriven de su condición de cómplices, por muy buena intención que hayan tenido al obrar como lo hicieron. Los demás jerarcas deben colaborar cuanto les sea posible para que la justicia ordinaria pueda cumplir como es debido su función de poner orden y exigir responsabilidades en tan tenebroso mundo. En la vertiente religiosa, a unos y otros no les cabe más que proceder de forma justa, excluyendo sin miramientos, por mucho que les duela, a quienes se aprovecharon de sus instituciones para abusar de los niños y entregarlos sin ninguna compasión a la justicia. A un cura al que se pille saliendo de un prostíbulo puede que baste con una buena reprimenda y una seria llamada a capítulo, pero eso no es suficiente cuando se descubre que está abusando de niños, causando terribles destrozos de terceros que la justicia ordinaria tiene que reparar en lo posible. Con ello quiero decir que la pederastia, sea cual sea el ámbito en que se dé, es un delito social que debe ser enjuiciado por los tribunales ordinarios.

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10º) De por medio, tiradas a la cuneta, ahí quedan miles de víctimas inocentes (todas las víctimas son inocentes, pero las de la pederastia, mucho más), aherrojadas para siempre a la basura y condenadas a una vida de asco. Víctimas marcadas para siempre por los estragos físicos y psíquicos que sufrieron siendo niños, cuyas heridas nunca curarán del todo.  El insensato joven que se sirvió de mí como inocente espectador de un acto tan nauseabundo solo me produjo la sensación de hallarme frente a un vulgar y ramplón asqueroso. Los pederastas, en cambio, clavan el asco de la vida en el cuerpo y en la mente de sus inocentes víctimas. Demuelen vidas que ya nadie podrá reconstruir. Enmierdan cuerpos que ningún detergente podrá limpiar. Quienes cometen semejantes crímenes, lo mismo si lo hacen en su propia casa que en la escuela o en recintos eclesiales, y quienes los han protegido ocultándolos por la razón que sea no deberían tener perdón de Dios, aunque, por ser todos ellos tan pobres hombres y mujeres, seguro que lo obtendrán. Y hasta es posible que obtengan también el perdón de la mayoría de sus víctimas.  Claro que ese perdón requiere, en este caso y en todos los demás, que previamente el pederasta y también su protector rindan cuentas de una depredación tan corrosiva como la suya. Los cristianos al menos no deberíamos olvidar nunca que el Reino de los Cielos pertenece a los niños, y a los demás, solo en la medida que se vuelen niños o se comportan como tales.

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