Desayuna conmigo (sábado, 26-12-20) Regalo, incluso de la vida

“Boxing day” para los pobres

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La mañana nos invita a fijar nuestra mirada, sobre todo, en el mundo anglosajón, no solo por el lío monumental que el cierre de los túneles del Canal de la Mancha ha originado en el ámbito del transporte de mercancías, sino también porque hoy se celebra en él el llamado “boxing day”, el día del paquete. Aún recuerdo el alborozo con que los niños del internado apostólico oíamos, en estos días de los primeros años cincuenta del siglo pasado, el anuncio del director del colegio cuando te decía: “tienes paquete”, refiriéndose a la cajita de dos o tres kilos que te enviaban tus padres con complementos alimenticios y algunas golosinas para consumir como merienda. “Tener paquete” era una de las mejores gracias que  a uno podía caerle en suerte en aquellos tiempos de tantas penurias y escaseces. Día el de hoy de poderosos contrastes que alivia a los pobres y empobrece a tantos camioneros, abandonados a su suerte cuando el sentir familiar más florece.

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Desde que la Navidad es tal como celebración popular, las ideas de pobreza y de regalo han formado parte substancial de su contenido festivo. El punto de partida está, sin la menor duda, en la pobreza extrema en que nace el Niño Dios y en el instinto humano que no se resiste a socorrer a cuantos se encuentran en tal situación. Los pastores le regalaron sus pobrezas y los Reyes Magos sus riquezas. Lo están haciendo estos días las familias inglesas que llevan comida a los camioneros europeos retenidos en sus autovías y lo hacen de forma especial los millones de anglosajones que, en un día como este, se preocupan de cuantos a su alrededor pasan necesidades. Los comedores sociales que hay en nuestras villas y ciudades y los bancos de alimentos lo están haciendo constantemente en nuestros propios territorios.

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Podríamos decir que hoy es el “segundo día de Navidad” de los 365 días que el año debería tener como tales, porque, desde que Dios hizo el regalo de su divinidad a los hombres, el camino obligado para los auténticos creyentes es la donación de su humanidad. Sorprende que, a estas alturas de la historia, tras dos mil años de cristianismo, de comunión y comunidad (la eucaristía se concreta esencialmente en “partir y compartir el pan”), las diferencias entre unos seres humanos y otros no hayan hecho más que crecer hasta consolidar pequeñas minorías de ricos e inmensas mayorías de indigentes. Es la evidente constatación de un hecho que nos lleva a deducir que hay algo que los cristianos no estamos haciendo bien. Celebraciones como la de hoy y las prácticas de beneficencia a que hemos aludido son, para los donantes, un toque de atención sobre una injusticia que corroe los fundamentos mismos de la condición humana, y, para los receptores, un pasajero alivio que les permite celebrar, por así decirlo, su “único" día de Navidad.

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Bien está que no permitamos que se imponga del todo entre nosotros la ley de la selva que nos domina habitualmente y que, en días como el de hoy o los de la Navidad, seamos plenamente conscientes de que todos los seres humanos formamos una comunidad no solo para dar rienda suelta a nuestros corazones, sino también para abrir nuestras carteras. Para conseguirlo es preciso que, a lo largo del año, haya muchos más “boxing day” y “días de Navidad”, días de regalo, o, mejor, que todos los días lo sean. Una forma de vida no se sustenta en un impulso vital momentáneo ni en una iniciativa de corto alcance, sino en el sentir común de toda la humanidad y en una forma de comportarse que siga directrices atractivas y válidas para todos.

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Que la Navidad es regalo lo hemos entendido muy bien, aunque solo en la corta distancia del ámbito familiar y social. De hecho, la hemos convertirlo en la manifestación más lograda del mejor de los regalos que podemos hacer, el de los afectos.  Papá Noel y los Reyes Magos, inundando materialmente de juguetes las casas donde hay niños, es una buena prueba de ello, aunque para responder a tan alocado ritual muchas familias se vean precisadas a estrujar a fondo sus propios presupuestos. Me aterra la sola idea de pensar que, con el andar del tiempo, muchos de los niños que hoy nadan en la abundancia puedan pasar severas estrecheces el día de mañana, con lo terrible que debe de ser ir de más a menos. Mi generación, que partió de la extrema pobreza de una posguerra en la que el mejor regalo era algo para comer, ha tenido la fortuna de tener los tiempos de cara, yendo siempre de menos a más, teniendo siempre la ilusión de mejorar, aunque para ello fuera preciso hacer frente a un pluriempleo que no dejaba tiempo ni para respirar.

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El día en que seamos capaces de entender que del regalo brota la mejor forma de vida humana que podamos idear habremos dado un gran paso adelante. Muchos tenemos puestas nuestras esperanzas en ganar el partido al coronavirus jugándole a la contra: al atacarnos a todos sin contemplaciones, todos debemos reaccionar unidos, como si realmente fuéramos un único cuerpo físico (místico, decimos los cristianos) en el que no se le permite entrar y, mucho menos, permanecer o adueñarse de él. Es obvio que no ganaremos este difícil partido si seguimos enrocándonos en nuestros egoísmos y patrimonios notariales. De ahí que, hablando en general, la economía comercial deba perder terreno frente a la gratuidad. Que el camino de la gratuidad sea transitable lo están demostrando, día a día, los millones de voluntarios que en todo el mundo “regalan” tiempo o haberes. Meter un kilo de arroz en un paquete con destino al banco de alimentos, acariciar la mano temblorosa de un anciano y saludar con una sonrisa al vecino son auroras de un nuevo amanecer para el conjunto de la humanidad

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El “boxing day” anglosajón de hoy y este “segundo día de Navidad” de muchos europeos (“primero” de los pobres) son seductores reclamos publicitarios para encaminarse hacia la forma de vida de la gratuidad que inaugura la Navidad. También lo es el impacto sordo de las piedras contra el cuerpo del joven Esteban, el eficiente diácono de los pobres de la Iglesia recién nacida, protomártir que firma con su sangre la nueva forma de vida que brota de la cruz de Jesús. Según los Hechos de los Apóstoles, Esteban estaba “lleno de fe y de Espíritu Santo”. Su irresistible defensa del nuevo orden, que reducía el complejo ritual judío a la simplicidad del mandamiento nuevo del amor incondicional al prójimo, lo animó a denunciar los abusos de quienes vivían descaradamente de las rentabilidades que producía dicho ritual. Y, tal como había ocurrido poco antes con el Maestro, también él fue acusado de blasfemo y lapidado cruelmente. Pero, ¡qué brío debe de tener la verdad cuando convierte la sangre de mártires en semilla de cristianos! Si es hermoso pensar que en España treinta mil hombres lleven el nombre de Esteban (conozco algunos), más lo sería constatar que todos los eclesiásticos fueran “diáconos” a su estilo.

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¡Curioso día este, resaca de Navidad, día de grandes compras en el mundo anglosajón, al estilo del “black friday”, día de atención social y litúrgica a los pobres, día para entronizar el regalo como proceder habitual! Donde no llega la justicia, aunque pueda llegar mucho más lejos de lo que ahora lo hace, seguro que llega la caridad, y donde no caben ni la productividad ni el IVA, seguro que hay espacio para la gratuidad. La gratuidad es fuente de gracia y esencia de un cristianismo que hace que Jesús reciba la condición de Cristo, don que no retiene para sí, sino que reparte con todos y cada uno de los demás seres humanos al formar con todos ellos, los que han existido y los que existirán, un solo cuerpo místico. Ese es el sentido de la Navidad y ese debe ser el espíritu que impregne cuantos regalos hagamos. Ese fue, sin la menor duda, el Espíritu del que estaba lleno el protomártir cristiano que hoy celebramos y que le infundió la fuerza diaconal y testimonial que lo caracterizó. Una vez más, en ese mismo espíritu, feliz Navidad a los lectores de este blog y a todos los hombres de buena voluntad.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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