A salto de mata – 32 ¿Reino de este mundo?

A Dios rogando…

 

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Cuando la iglesia sentó sus reales en una sólida estructura social y, sobre todo, cuando alcanzó la gloria de ser la “religión oficial del Imperio Romano”, el pasaje de Jn 18,36 sufrió un vuelco de dimensiones telúricas al convertir el “está en medio de vosotros, dentro de vosotros mismos” en dominio absoluto de las conciencias, en sometimiento forzado de las voluntades. Pero el reino mesiánico, supuestamente el del dominio absoluto de Israel sobre todo el mundo en la mentalidad de la mayoría de los coetáneos de Jesús de Nazaret, sobre cuya llegada los fariseos le hacían preguntas capciosas, para él no era realmente otro que el “reino de las bienaventuranzas”, reino que no necesitaba venir porque ya estaba allí, manifestándose claramente en su vida y en sus obras de sanación y salvación de tantas víctimas.

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Es este un tema que me parece crucial a la hora de hablar, sobre todo, de los problemas, irresolubles en apariencia,   que se le plantean hoy al cristianismo, a la comunidad fraternal que proyectó el mismo Jesús y por la que él entregó voluntariamente su vida. Cierto que nada humano sobrevive al paso del tiempo a menos que tenga una cierta estructura social, que se ocupe en todo momento de sentar bases, de desbrozar caminos, de construir armazones. De otro modo, la locura de la complejidad humana convertiría la humanidad en selva intransitable. Pero, claro está, siempre será grande la tentación de transformar el soporte, tan necesario para servir, en trono de dominio.

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Llegados a este punto, uno puede preguntarse con todo derecho si nuestra Iglesia católica, pongo por caso, se ha convertido o no en un “reino de este mundo”. Locos de remate deberíamos estar para no ver su enorme poder cultural, sobre todo jurídico, capaz incluso de extorsionar conciencias, y un gigantesco poder político y económico, aunque no disponga de ejércitos que entablen guerras ni de armas que defiendan fronteras o no sea una multinacional ni tenga una gran estructura financiera. Lo que digo es tan obvio que huelga pararse un segundo a exponer o enumerar siquiera tantas evidencias. Sin embargo, ello no me impide reconocer honestamente que ese “reino de este mundo” se alimenta, aunque solo lo haga a veces, de los contenidos y objetivos auténticos del Evangelio predicado por Jesús, razón por la que la Iglesia católica ora se comporta como servidora de los hombres, ora como su dueña y dominadora absoluta.

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Hay una diferencia abismal entre poder y servicio, entre dominar y servir, muy clara para quien está del lado del servicio y muy sutil y posiblemente imperceptible para quien lo hace del lado del poder. Por muchas vueltas que le demos y por mucha demagogia que le echemos a este guiso, nunca el poder sabrá a servicio y viceversa. Quien sirve, no impone; quien impone, no sirve. Si miramos a nuestra Iglesia, parece que en ella se obra el milagro de aunar contrarios, de hacer posible lo imposible, pues su enorme complejidad permite que, aun considerándose todos buenos cristianos, unos manden sin servir y otros sirvan sin mandar.

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Se puede hacer una contemplación muy gozosa de esta Iglesia cuando se deja de lado lo que es poder y se fija la atención exclusivamente en los muchos servicios que realmente presta, servicios que van desde la compasión y el perdón que imparte hasta el hambre, la sed y el frío de muchos desvalidos que quita. Claro que, a la inversa, también puede hacerse de ella una muy decepcionante descripción fijándose exclusivamente en su pomposa jerarquía feudal, en su adicción al dinero y en la normativa con que atenaza conciencias y esclaviza a sus adeptos. Ambas perspectivas van entreveradas, razón por la que se enervan tanto sus fieles como sus detractores, pues unos y otros encuentran argumentos sobrados para mantener posiciones herméticas, impenetrables a la luz que proyectan las ideas y sentimientos de sus oponentes.

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¿Abandonar la práctica religiosa significa abandonar la Iglesia? Puede que ese abandono sea tal si de la Iglesia institucional se habla, pero no si uno se refiere a la “iglesia” de Jesús, cuyo centro de vivencias religiosas era, por un lado, la naturaleza entera (los lagos, las montañas, los huertos y los lugares recónditos, los preferidos de Jesús para orar y hablar con su Padre), y, por otro, la preocupación permanente por los desvalidos y desheredados de la fortuna. De todo ello puede deducirse fácilmente que quien “practique” el amor, donde quiera que esté y cualquiera que sea su bagaje cultural y su mochila de dogmas, es un auténtico cristiano, aunque socialmente sea un descreído, profese otros credos y obedezca otras consignas. El cristianismo no deja de ser una relación permanente muy especial con Dios que pasa indefectiblemente por el hombre: el único camino de acceso a Dios no es un encuentro espiritual directo con él, una especie de vis a vis, tipo místico, en el que se fragüe una unidad indisoluble entre nuestra supuesta alma y Dios mismo, sino el alambicado deambular por las necesidades humanas a las que siempre y en toda circunstancia debe buscárseles remedio. Lo que debe importarnos de Dios es que, siendo nuestro Padre, nos ha constituido en instrumentos irremplazables para hacer efectivos su compasión y su perdón y para impartir sus bendiciones.

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Mientras la iglesia católica no transforme su propia jerarquía, despojándose de su atrabiliaria pomposidad, libere su quehacer del clericalismo que acapara un gran poder y deje de utilizar su predicación como condena y adoctrinamiento, todo lo cual la convierte en un poderoso reino de este mundo, no podrá acoplarse a los requerimientos básicos del “reino” anunciado por Jesús, el reino que humaniza y salva y que no es de un mundo en el que el poder y la avaricia destrozan y corrompen la humanidad. ¡Qué gran mentira es la creencia de que los curas, los frailes y los obispos tienen audiencia especial con Dios! La evidencia que se sigue del comportamiento de Jesús es que Dios solo concede esa audiencia, no a los pobres por sí mismos, por razón de su pobreza, como podría pensarse demagógicamente, sino a quienes tratan de atenderlos en sus necesidades y sacarlos de la pobreza, es decir, a los seres humanos que se ocupan de sus semejantes, a quienes realmente aman. Tómese el camino que se tome, si uno quiere acercarse de veras a ese Jesús no hallará otro que el del amor efectivo a sus semejantes para sortear todas las encrucijadas que van surgiendo a lo largo de la vida. Hablamos de un camino que lo será mucho más de espinas que de rosas porque son muchos los que, sintiéndose interpelados, no aceptarán de buen grado las denuncias. Para ejemplo, baste el del mismo Jesús.

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