Acción de gracias – 23 Religión sin parangón
¿Trinidad e hijos adoptivos?
Pero, contra la lógica de esos supuestos y requerimientos, la verdad palmaria es que la trayectoria humana durante los dos mil años transcurridos desde que él vivió y proclamó su evangelio ha sido una continua calamidad de desamor, de odio, de despojo y de violencia fratricida. De ahí la urgencia que los cristianos actuales tenemos de retomar su figura para imprimir a nuestra vida la frescura y el vigor que dimanan de la entrega a los más desfavorecidos, tal como Jesús hizo en su tiempo a pesar de verse sometido a los tormentos de la cruz y a una muerte desoladora. Frente al cúmulo de intereses espurios que inundan de contravalores nuestra actual forma de vida, la mejora a que todos aspiramos y en la que tantos se comprometen con su quehacer diario y sus dineros requiere que hoy miremos sin miedo a ese mismo Jesús como “arquetipo de humanidad”, como inspiración y guía, como modelo de entrega personal.
El día que tengamos el coraje de plantearnos a fondo esta disquisición y seamos consecuentes con su conclusión, desplegaremos ante nuestros ojos un mundo muy diferente del que hemos contribuido a formar con nuestra actual miopía y pusilanimidad. ¿Hijos adoptivos? ¿Acaso no proclamamos que Dios lo es todo en todos y que cuanto existe ha salido de sus manos, de su propio ser? Si, en consonancia con nuestro siempre deficiente derecho, se nos faculta para gritar “Abba” con la plenitud de pertenencia que se otorga al hijo adoptado, ¿cómo es posible que admitamos un acotamiento jurídico al proclamar nuestra filiación divina si confesamos que Dios nos ha dado todo nuestro ser y que, por tanto, su paternidad para con todos nosotros es plenamente entitativa? La conclusión clara y que debe imponerse con fuerza es que todos sin excepción somos hijos de Dios mucho más allá y más profundamente que lo que pueda reconocer el derecho humano o una religión apocada.
Jesús, nuestro modelo humano y hermano mayor, nos promete en el evangelio de hoy que estará con nosotros hasta el final de los tiempos. Es algo muy comprensible si, como confesamos, formamos con él un solo cuerpo, el “cuerpo místico”. Mil veces he aludido ya en este blog a tan consoladora y estimulante verdad, la de que Jesús seguirá siempre a nuestro lado y la de que podemos encontrarnos con él “realmente” en todo momento. Pero, ¿dónde y cómo? La respuesta no puede ser más clara según lo que él mismo nos enseñó y prometió al identificarse con todo ser humano que necesite algo de nosotros o al que, incluso sin necesitarlo, podamos prestarle un servicio. Hablamos llana y simplemente del funcionamiento de un “cuerpo”, místico en nuestro caso, en el que todos sus miembros se interrelacionan y contribuyen a la única vida posible, la de todo el cuerpo, pues ni vive ni muere solo la cabeza o el corazón.
Frente a una verdad tan esclarecedora y emotiva, los católicos nos aferramos por lo general, como a clavo ardiendo, a que a Jesús lo hemos atrapado y lo poseemos plenamente en la eucaristía. Más aún, pues creemos que así lo guardamos celosamente en los sagrarios de templos que nos sirven como lugar de refugio y de encuentro con él en nuestro difícil peregrinaje. Por mucho que me duela decirlo y por mucho que pueda escandalizar, hemos convertido la eucaristía en materia de fetichismo e idolatría, pues Jesús no se sirvió del pan en su última cena para quedarse a nuestro lado y ser consolado y adorado, sino para darnos vida, para ofrecérsenos como “pan de vida”. Su presencia en el pan eucarístico es real, pero sacramental, es decir, instrumental. Nada hay en el pan que pueda desligarlo de su condición esencial de ser “comida”. Comer dignamente ese pan de vida, cuerpo partido y compartido de Jesús, es la genialidad singular de una religión cristiana que fundamenta y da fe en todo momento y circunstancia de la fraternidad humana universal en el seno de la filiación divina que Jesús vive y predica. A estas alturas, los cristianos deberíamos tener muy claro que a Jesús solo podemos consolarlo y compartir nuestra vida con él identificándolo con todos y cada uno de los hermanos indigentes que viven a nuestro lado, sabiendo que todos somos indigentes. Es esta una idea clave del cristianismo, cuya claridad y contundencia debería cambiar radicalmente nuestras pautas de conducta, nuestras costumbres católicas. Desde luego, ningún otro ser humano que no fuera el mismo Hijo de Dios se habría atrevido jamás a allanar tanto el camino por el que el hombre retorna a Dios.
“La palabra del Señor hizo el cielo; / el aliento de su boca, sus ejércitos, / porque él lo dijo y existió, / él lo mandó y surgió”, proclama el salmo elegido para la liturgia de hoy. La Iglesia celebra este domingo, por así decirlo, la “plenitud” de Dios, la Trinidad. La acción divina es tan poderosa que los cristianos hemos ideado tres protagonistas, incrustados como personas diferentes en una sola naturaleza, alambicada diferencia conceptual, como si la naturaleza pudiera tener consistencia propia. Así nos contentamos con un oxímoron tan cantarín como el de que Dios nos haya revelado el misterio de su Trinidad. El imaginario filosófico y la iconografía sagrada nos han llevado a delinear tres personas o personajes divinos y a llenar de contenido su propia razón de ser y su misión como si así hubiéramos logrado definitivamente resolver el enigma de la cuadratura del círculo, el misterio de una tríada de personas en un solo Dios. Mejor será que no nos calentemos la cabeza como san Agustín frente al niño juguetón de la playa y que nos quedemos, especialmente un día como hoy, con que la omnipotente palabra de Dios es tan generosa que “engendra” ser y comunica vida por doquier. Un Dios todopoderoso y, sin embargo, más cercano al hombre que el hombre mismo, pues, a través de Jesús, se ha convertido en dulce huésped del habitáculo que somos.
Si la celebración hoy del insondable misterio de la Trinidad nos invita a zambullirnos en la gozosa presencia palpable de un Dios que lo llena todo de bondad y gracia, la jornada “pro orantibus” nos pone delante a cuantos se acercan a ese magnánimo Dios en actitud de oración, de acción de gracias. De ahí que el de hoy sea un día de celebración muy especial para todos los “consagrados”, para quienes priman la constante conversación amigable con Dios y su plan de salvación, para quienes se inclinan amorosamente ante Dios en actitud de agradecimiento, para quienes no cejan en su cometido de implorarle fervorosamente su acción salvadora. Reconozcamos abiertamente que los consagrados son, o al menos deben ser, como la quilla de un rompehielos que abre cauces a la humanidad entera, o como el guía que, machete en mano, nos facilita la travesía de la selva enmarañada por la que discurre nuestro peregrinaje. Sea cual sea la intensidad con que ellos vivan su condición y las dolorosas quiebras que a veces corrompen su vocación, lejos de verlos como “bichos raros”, deberíamos palpar en sus vidas la encarnación de la excelencia de los valores humanos, pues, a pesar de su fragilidad, son musculosos Atlas que llevan el mundo sobre sus hombros.