Desayuna conmigo (domingo, 21.6.20) Vida y muerte

Tiempos apocalípticos

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Queridos seguidores de este blog: hoy toca, ni más ni menos, atarse bien los machos para afrontar lo que, en opinión de muchos, será el gran golpe que la espada de Damocles asestará al mundo entero. A este desventurado año 2020, el del coronavirus mortal y el de la reducción a cenizas de los billetes de euro o de dólar sobre los que construimos nuestra casa, le faltaba todavía este día 21 de junio, día del solsticio de verano en el hemisferio norte, el que nos abre el verano de los frutos agrícolas que nos alimentan, pero que en esta ocasión será, ni más ni menos, el día del “fin del mundo”. Así dicen que lo predice el calendario maya todos los que ya atravesaron, psicológicamente, tan angosto desfiladero en 20l2 por un error de cálculo.

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En la historia siempre ha habido mentes calenturientas y predicadores apocalípticos, enardecidos a la hora de defender teorías, inspiraciones, premoniciones o vulgares intereses espurios que han jugado con la credulidad de sus audiencias para amaestrarlas a capricho y conducirlas sin resistencia al redil que les interesaba. Son cosas que han ocurrido sobre todo en el ámbito religioso, el más proclive a abordar de forma original el siempre escabroso tema de la muerte. Para desesperación de muchos creyentes fanáticos, los de que lo escrito “escrito está” sin que ya nadie pueda modificar ni una letra ni una tilde, los cristianos no deberíamos tener empacho alguno en reconocer que, en lo referente al fin del mundo, también Jesús de Nazaret y Pablo se equivocaron. Ambos tenían la convicción de que lo estaban tocando ya con la palma de su mano y de que el majestuoso y terrible evento se produciría durante su generación.

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Tras ellos, una pléyade de creyentes se ha lanzado y todavía se lanza, de tarde en tarde, por unos motivos u otros, a predecir un fatídico final cuyos evidentes signos confirman sus prédicas y rubrican sus intereses. No debemos perder nunca de vista que Jesús, en su condición de “Dios encarnado”, fue un hombre concreto de su tiempo, cuya vida no podía desenvolverse más que en las coordenadas culturales imperantes en aquel momento. De no haber sido así, la “encarnación” habría sido una filfa. Seguro que él nunca supo que existía América ni que la raza judía, por muy pueblo elegido de Dios que se sintiera, se equivocaba de hoz y coz en todo lo que como tal imponía entonces, y sigue imponiendo todavía, referido a su exclusividad humana de ser el pueblo elegido o preferido por Dios. Y seguramente tampoco tuvo el poder de desclavarse de la cruz para responder al reto que le lanzaban sus verdugos. De haberlo tenido y de haber claudicado a su misión, seguro que el curso de nuestra propia historia habría sido otro.

Lo que pasa es que la muerte es uno de los temas o conceptos más rentables de cuantos puedan imaginarse. Manejándola o manipulándola, muchos se han alzado, gracias a ella, con el poder y las riquezas, siempre en perjuicio de cuantos se atenían a sus premoniciones y consignas. No hace falta remontarse en el tiempo para ver cómo algunos, incluso muy ilustrados, presentan en nuestros días fotografías del demonio paseándose por nuestras calles, pues lo ven metiendo sus narices en todas partes y disfrutando a sus anchas de su especial “poderío del mal”, contexto en el que les resulta muy fácil erigirse en profetas de las calamidades apocalípticas que ya nos salen al paso.

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Sin la menor duda, el cristianismo es una religión de vida, hecha para la vida, pan de vida eterna. Su genialidad y grandeza están en el hecho de que le ha dado un vuelco total a la muerte para rescatarla de su condición de negación de la vida, de contravalor del valor vida, para incorporarla a ella como el acto o gesto vital más denso y determinante, de tal manera que la muerte para un cristiano no es el final de nada. Lo confesamos a diario, seguramente sin darle la profundidad que tiene o sin saber siquiera lo que se dice, al afirmar que la muerte no es final de la vida, pues con ella la vida no se acaba, sino que se transforma.

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Por lo demás, el fin del mundo es algo tan cotidiano que no debería asustar a nadie. Tomando ayer un café, el camarero del bar, asustado por la apertura hoy de las fronteras españolas a muchos posibles portadores del virus y temiéndose que se produzcan de inmediato brotes con mayor virulencia, dijo en voz alta una gran verdad: “nos vamos a morir todos”, expresión que nos hizo reír a los presentes al asegurarle que efectivamente de eso no nos va a librar nadie. Cada día mueren en el mundo unas trescientas mil personas, lo que quiere decir que se acaban otros tantos mundos, el mundo de cada uno delos muertos. Pensando en cristiano, deberíamos decir mejor que cada día se “transforman” definitivamente trescientos mil mundos. ¿Acaso puede preocuparles a quienes murieron ayer que algunos crean que hoy se va a acabar el mundo?

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Ciertamente, vivimos tiempos apocalípticos por la incuestionable razón de que todos lo son. El coronavirus nos lo ha recordado, demostrándonos la verdad de que “la letra, con sangre entra”. Y por si todo ello fuera poco, los muy crédulos y fanáticos encontrarán una razón más en el hecho de que hoy se producirá un eclipse especial, conocido como “anillo de fuego” por sus espectaculares efectos luminosos en torno a la luna, y no digamos en el hecho de que hoy, solsticio de verano, se celebre el “día internacional del sol” para poner de relieve la importancia que este astro tiene en nuestras vidas.

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Que, un día como hoy de 1963, el cardenal Montini se convirtiera en Pablo VI, el alma del concilio Vaticano II, y, además, que hoy se celebre el día mundial de la lucha contra la ELA y también el de las enfermedades “raras”, tan duras, de la aniridia y la singap, pueden aportar sustanciosas razones para seguir alimentando las mentes calenturientas de tantos apocalípticos. Pero llegará la hora cero de mañana y el mundo seguirá igual, acoplado al curso trazado desde siempre por el Hacedor de todo; el Vaticano II seguirá requiriendo atención y los enfermos mencionados seguirán lidiando con su difícil papeleta de sacarle partido a la vida incluso en su dolorosa situación.

El espacio ya no me permite adentrarme hoy en los textos de la liturgia dominical de hoy, pero sí invitar a los seguidores de este blog a que los lean y mediten en la clave desplegada, en la de que el cristianismo es una religión que ensambla la muerte en la vida y la llena de hermosos contenidos de pura esperanza. Seguro que, haciéndolo así, sacarán mucho jugo a la confiada seguridad que el perseguido profeta Jeremías deposita en Dios, esclarecerán a fondo la perspectiva de la concepción que Pablo tiene de Jesús convertido en el Cristo mesiánico y gozarán, ya en esta vida, la presencia benefactora de un Dios que, en afirmación del mismo Jesús, se ocupa de nosotros hasta llevar cuenta de cada uno de los cabellos de nuestra cabeza.

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La vida sigue y seguirá por los siglos de los siglos. El gran Vigilante cuida de ella y de todos y cada uno de los vivientes. Mientras vivimos, tarea nuestra es la construcción del mundo que habitamos, no su destrucción. Seguro que podremos con el coronavirus igual que hemos podido con cuantas catástrofes, naturales y humanas, nos han salido al paso durante los siglos de nuestra historia. Es la gran seguridad que nos da la fe que nos enriquece, la que añade a la vida humana su dimensión más vitalista, la dimensión religiosa que no solo nos perdona por nuestras meteduras de pata, sino que multiplica por cien todos nuestros logros y haberes.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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