Desayuna conmigo (jueves, 23.4.20) Religiones del libro

Archivo de la vida

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Esta mañana, sobre la mesa nos espera un sustancioso desayuno con la celebración hoy del día internacional del libro, fiesta a la que en esta ocasión le faltarán muchísimos de los adornos que la engalanan y la hacen tan popular y atractiva. No importa, porque lo sustancioso está ahí, en los libros mismos, a los que el día nos pide que les dirijamos una mirada afectuosa de acogida. La importancia del libro la acredita la cultura popular al valorarlo, junto con el perro, como el menor amigo para el hombre. Las razones de tal valoración parecen claras: en el perro se realza su fidelidad y en el libro, que es un tesoro, un pozo de sabiduría. Hablamos, pues, de cumbres de la condición humana, de la fidelidad en un caso y de la sabiduría en el otro.

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No es cuestión de reproducir aquí informaciones archiconocidas de por qué hoy se celebra ese día, ni tampoco de hacer un panegírico del libro como tal, pues es obvio que el libro es el mejor y el más seguro archivo de la civilización humana, el mejor y más fiable testigo de su evolución y el mejor y más transparente depósito de su sabiduría. “Todo está en los libros”: logros y fracasos, méritos y ruindades, heroicidades y cobardías, ilusiones y depresiones, amores y odios, historia y ensoñaciones, esperanzas y suicidios. Los libros cuentan qué y cómo hemos sido, al tiempo que esbozan lo que podremos llegar a ser algún día.

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Para los creyentes, el “Libro” se ha convertido en depósito de sus verdades y compromisos con sus respectivas divinidades. Hablamos de más de la mitad de la humanidad, pues son más de cuatro mil cien millones los creyentes judíos, musulmanes y cristianos que tienen un libro como su sancta sanctorum, como depósito sagrado de su propia fe: la Biblia para los judíos (unos quince millones) y los cristianos (unos dos mil cuatrocientos millones), y el Corán para los musulmanes (unos mil setecientos millones). Ambos libros son el resultado de un laborioso proceso histórico de elaboración, período durante el que unos pretendieron actuar en nombre de Dios, propalando sus mandatos, y otros se afanaron por reflejar por escrito fielmente todo ese acontecer de comunicación directa de Dios con los hombres, que tuvo lugar en un momento muy concreto de nuestra historia. El Dios cristiano y judío está en la Biblia y el musulmán, en el Corán hasta el punto de que, considerándolos intocables, la inmensa mayoría de sus seguidores se muestran reacios incluso a la crítica histórica para esclarecer tanto su proceso de escritura como sus contenidos. Lo obvio, sin embargo, es que ambos libros están llenos de sabiduría y han servido, por lo general, para llevar a los hombres a las más generosas heroicidades, sin óbice para que el fanatismo se haya cebado en sus palabras para cometer todo tipo de tropelías crueles. La singularidad del cristianismo radica en que en él a Dios se lo identifica con “la palabra”, con el “Verbo” encarnado.

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Cuando hablamos de “libro”, deberíamos entender por tal no solo una determinada estructura de hojas de papel escritas y encuadernadas en un volumen, que informa sobre determinadas materias o cuenta historias, sino cualquier escrito que interconecte a los seres humanos para beneficio mutuo. Conforme a la primera concepción, ciertamente son millones los libros que pueblan las bibliotecas y las librerías públicas y, desde luego, son muchísimos más los que permanecen en las estanterías particulares, condenados a ser carcomidos por las polillas o devorados por algún incendio, porque, por las razones que sea, nunca han sido ni serán publicados. Conforme a la segunda, los soportes verbales de la transmisión de los conocimientos y de la sabiduría humana de unos hombres a otros es, sin duda alguna, el mayor patrimonio de la humanidad, muy por encima de otros valiosísimos instrumentos de intercomunicación, como son la música y el arte.

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Hoy es un buen día para la reflexión personal sobre la compañía siempre beneficiosa de un libro a nuestro lado como nuestro mejor amigo. Sin la menor duda, durante los muchos días que ya llevamos de confinamiento domiciliario los libros han sido uno de los mejores recursos de que hemos podido echar mano no solo para “matar el tiempo”, sino también para entretenernos y sacar algún provecho, porque incluso de los libros malos se puede sacar algo bueno.

Y para nosotros, los cristianos, el día reclama nuestra atención para mirar con especial mimo y atención la Biblia, ese libro que es la base de nuestra fe, un libro en el que, sin ser un fetiche de acción mágica, basta acallar el propio griterío interior y abrirlo por una de sus páginas para sentir cómo por sus líneas se desliza el dedo del excepcional Dios en el que creemos. Digo “excepcional” por la sencilla razón de que en seguida advertiremos que la relación que en ese libro Dios establece con nosotros va mucho más allá que la que pudiéramos exigirle al mejor de nuestros amigos.

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He escrito muy de corrido cuanto precede y, realmente, me apetece dejarlo ya aquí, sin retocarlo, porque lo contado no deja de ser en sí mismo un libro que tú yo, amigo lector, hemos leído hoy juntos, un libro que nos habla de los libros y, sobre todo, de nuestro gran libro, el libro que Dios se pone a leer con nosotros siempre que nosotros queramos.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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