A salto de mata - 11 Rusia, contravalor; Ucrania, valor

Grandes ideas, pequeñas personas

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Las grandes ideas o ideales y la altura de miras han estado siempre ahí como luminarias para alumbrarnos en la penumbra de la vida y deshacer las nieblas humanas. No hay perversidad alguna en defenderlas, a veces hasta con la propia vida, salvo cuando el logro de los altos ideales, que son solo alcanzables a base de mucho esfuerzo y renuncia, pisotea impunemente los derechos de terceros, a los que incluso se les arrebata la vida. Por insignificante y pequeña que sea la persona y por poco que valga la vida de un solo individuo, incluso cuando no le quedan más que capacidades residuales, lo cierto es que tiene un valor que no admite comparación con ninguna otra realidad, incluida la de los grandes ideales. Un gran ideal no puede ser tal a menos que sirva a las personas: el esfuerzo empleado en su consecución para ser tal debe enriquecer incuestionablemente la persona. Morir por un gran ideal es un mal negocio porque carece de la lógica natural de no dar más por menos, de no sacrificar el fin para favorecer el medio. Únicamente cabe la excepción de “dar la vida por los demás” para salvar sus vidas, proceder encomiable que no solo contiene la lógica de una buena compra, sino también el mérito de realizar algo heroico, digno de elogio.

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El lector ya ha deducido que en el trasfondo de esta reflexión está el escaso valor que la sociedad da a la vida humana, sea por su fragilidad natural, como nos ha hecho sentir tan solo hace unos meses el volcán de la isla de la Palma, sea porque la sociedad la trata como almoneda, tal como está ocurriendo en estos mismos momentos en la insensata y alocada guerra de Ucrania. Todos hemos visto atónitos e impotentes cómo la tierra, ese hogar por lo general tan acogedor y hermoso, pero que a veces se torna tan inhóspito a resultas de su propia evolución, se revolvía en la isla de la Palma contra las viviendas y haciendas de tantos palmeros, sepultando bajo lava incandescente su patrimonio y sus esperanzas. Que revienten las entrañas de la tierra, vertiendo con tanta furia su fuego sobre cuanto somos, nos redimensiona en nuestra insignificante nimiedad entitativa y nos demuestra con rotundidad lo prescindibles que somos en el decurso del Universo.

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Si de nuestra insignificancia frente a las fuerzas de la naturaleza pasamos a valorar lo que somos en el escenario de una guerra, tan fiera y cruel como la que está ocurriendo en estos momentos en Ucrania, guerra cuyos ramalazos se padecen en todo el mundo (la lucha por la vida que en estos momentos explota en Madrid lo hace con una importante carga de la metralla de esa misma guerra), la verdad descarnada que nos destroza la cara es que no somos nadie ni contamos para nada, menos quizá que hormigas despavoridas guareciéndose en sus hormigueros. De hoja otoñal zarandeada por los fuertes vientos de la naturaleza, en la guerra pasamos a convertirnos en animales huidizos, asustados por el estallido de bombas asesinas, o quizá peor, en artefactos bélicos para masacrar a supuestos enemigos. ¡Triste escenario el de tener que huir para salvar la vida, a veces incluso solo con lo puesto, o el de verse obligado a matar para seguir viviendo!

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Ciertamente, contra una naturaleza que seguirá evolucionando mientras dure su andadura nada podemos hacer, salvo planificar bien nuestras edificaciones para que resistan los embates de los elementos y guarecernos cuanto nos sea posible para esquivar los efectos destructivos de terremotos, volcanes y fenómenos meteorológicos extremos. Frente a la violencia que desencadena la evolución de la naturaleza no nos cabe más que zafarnos como podamos. Pero, frente a la violencia que brota de un ser humano, capaz de matar impíamente en la sombra y a cielo abierto, sí que podemos hacer mucho esforzándonos a tope para que tome cuerpo y se consolide entre nosotros una forma de vida humana razonable que, en vez de crearnos problemas, nos ayude a afrontar como es debido las dificultades inherentes al hecho mismo de vivir.

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¿Qué entendemos por “una forma de vida humana razonable”? Eladio Chávarri ha explicado muy bien que los seres humanos nacemos a medio hacer y que, al compás del tiempo que vivimos, la experiencia nos hace crecer o decrecer, dependiendo únicamente de que lo que hagamos nos aporte valor o contravalor. Me refiero a un proceso imparable que se inicia con el nacimiento y concluye con la muerte. La vida entera es un quehacer en el que cuenta no solo lo biótico, recibido de nuestros padres, sino también la cultura de la comunidad en que nos criamos, los innumerables bienes del medio natural y social en que crecemos y las importantes riquezas que nos ofrece la proyección metahistórica de nuestra propia vida. Si espléndida es la abundancia y la frescura de las tres primeras praderas donde pacemos (lo biótico, la cultura y el medio natural cósmico), no lo es menos la cuarta, la religión, de la que dimana, por muy ateos que nos proclamemos, la razón de ser y el sentido de nuestra propia vida. De ahí que por forma de vida humana razonable entendamos un proceso de continuo crecimiento, aunque sea por dientes de sierra, que la vaya enriqueciendo, sirviéndose de los recursos de las cuatro praderas que hemos indicado, creciendo no solo en las dimensiones biológica y psíquica, sino también en la económica, la epistémica, la estética, la moral, la lúdica, la social política y la religiosa.

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Mejorar nuestra forma de vida es la más sagrada y seguramente la única misión importante que se nos encomienda: mientras vivimos, debemos mejorar nuestra vida, la de quienes nos rodean y la de toda la humanidad. El mayor orgullo de unos padres es lograr que sus hijos vivan mejor que ellos; la de toda una generación, legar a la siguiente un modo de vida más logrado, más rico. Tal debe ser la meta irrenunciable de todo ser humano, meta capaz de mantener viva la ilusión de vivir y de cerrar el paso al asco de convertir la vida en auténtica mierda. Habremos alcanzado un alto grado de sabiduría cuando nos convenzamos de que debemos vivir para hacer el bien y para resolver problemas, para construir.

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Frente a tan fecunda verdad, invocar la idea de “la Gran Madre Rusia”, como está ocurriendo en nuestros días, para masacrar impíamente a tantos desventurados ucranianos, abocados despiadadamente a la muerte o al exilio, es todo un contrasentido que no debería cuajar en mente humana alguna. La vida de un bebé ucraniano recién nacido en un sótano lúgubre vale muchísimo más que una supuesta gran madre Rusia. ¿Fue Rusia alguna vez siquiera una buena madre para los rusos, un pueblo tan hermanado con un sufrimiento que no logra sacudirse de encima? Hilando fino, debemos pensar que la vida de ese pobre bebé ucraniano también vale mucho más que todo el cristianismo. La vida es el bien supremo de que disponemos para lograr nuestro destino y el de cuantos viven a nuestro alrededor. Cierto que, en muriendo el perro, se acaba la rabia, pero de nada sirve mandar al carajo todo el invento. ¿Quién ganaría hoy algo con una debacle nuclear que barriera la vida de la tierra?

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Guerra justa es una contradicción insalvable. No hay ideal ni objetivo loable posible que pueda justificar una guerra cuyo propósito es engullir vidas, que son el supremo valor cuyo atractivo nos mantiene en pie, a cambio de muy poco o de nada, como vemos que está ocurriendo con la de Ucrania.  Matar por la gran madre Rusia o por la fe cristiana no deja de ser un descomunal despropósito, porque tanto la una como la otra tienen la sagrada misión de hacer posible y mejorar la vida humana de sus ciudadanos y fieles. Todas, absolutamente todas las guerras son infames y aunque, a nivel particular, en ellas aniden encomiables valores de generosos comportamientos heroicos individuales, son de por sí puro y definitivo contravalor.

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Sin necesidad de entrar en más disquisiciones, dejemos no obstante constancia de que el contravalor reside en la agresión, la haga quien la haga, mientras que defenderse de una agresión es claramente un valor, el de salvaguardar la propia vida, aunque esta se pierda en el intento, tal como está ocurriendo hoy con la vida de muchos ucranianos. En la guerra de Ucrania, el contravalor cae de lleno en las avanzadillas rusas, y el valor, reside en las trincheras ucranianas. Rusia ha degenerado en claro contravalor porque, además de empobrecer enormemente la vida de los rusos y de difundir ponzoñosas mentiras, está masacrando impíamente la vida de muchos ucranianos y entorpeciendo considerablemente la marcha económica del resto del mundo. Ucrania, en cambio, se ha convertido toda ella en una fuente de valor porque estimula hasta la heroicidad a cuantos ucranianos están dispuestos a morir por su tierra, da fuerza a millones de exiliados para afrontar un cruel revés de la vida y conmueve a millones de ciudadanos de todo el mundo para aminorar tan enorme tragedia, ofreciendo solidariamente a los ucranianos su tiempo y sus bienes.

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