Acción de gracias 51 Saber lo que hay que hacer

“Gaudete”

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Hoy es domingo, día de descanso, día de fiesta, un día en el que, a la altura del Adviento en que estamos, ya se percibe el olor de la Navidad y se saborea su dulzura. ¡Alégrate, hija de Sion, hija de Jerusalén! Se han roto tus cadenas y tus enemigos han sido barridos de tu tierra. El Señor, rey de Israel, habita en tu mismo hogar. Su amor te renueva y su exultación convierte tu día en fiesta. Tal es el sentir o el sabor que hoy nos deja la profecía de Sofonías en la primera lectura de la liturgia de este domingo. Ni siquiera las muchas calamidades que hoy padecemos podrán acallar tan alentadora profecía ni horadar los muros que nos sostienen como creyentes y, mucho menos, demoler sus cimientos. Además, por mucho que nos duela el golpe, cualquiera que sea el que recibamos, sabemos que todo sufrimiento es un reto cuya solución se halla en la solidez de una fe que provoca una reacción positiva, la de la conversión: mañana seremos mejores que hoy, pero peores que pasado mañana. Eso es precisamente la vida, y mucho más la vida cristiana: camino de peregrinaje al tabernáculo, pura ansiedad de mejora.

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También el salmo recitado hoy nos ancla en ese mismo sentimiento de alegría: nuestro corazón canta el poder de nuestro Dios; hay mucha agua en su fuente de salvación; no nos cansaremos de contar sus hazañas y echaremos al vuelo nuestras campanas para celebrar que muy pronto, ahora mismo ya, comenzará a vivir de nuevo entre nosotros, cosa que nunca deja de hacer por más que lo celebremos solo en determinados momentos. La Navidad es, desde luego, la celebración litúrgica del nacimiento del niño Jesús el 25 de diciembre, su cumpleaños por así decirlo, pero también es un estado de ánimo permanente, un recuerdo activo del renacer perenne que es en sí mismo el cristianismo.

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Lo mismo ocurre con San Pablo, pues, en la segunda lectura de la liturgia de hoy, tomada de su carta a los Tesalonicenses, se suma al gran concierto de la alegría de los creyentes: “Alegraos siempre en el Señor (“gaudete”); os lo repito, alegraos; la paz de Dios, que sobrepasa todo juicio, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús”. A sus destinatarios les dice que “el Señor está cerca” en un texto que, visto a través del prisma de la liturgia de este día, a nosotros nos viene a decir que la Navidad ya está aquí, que Dios revive en cada obra buena que hacemos, en cada mejora que logramos. La Navidad no es solo un chispazo del calendario que enciende emociones e ilumina las calles y escaparates de nuestras ciudades y pueblos, sino también y, sobre todo, una invitación permanente a mejorar nuestra forma de vida, a humanizarla, a que nos abramos sin temor a los demás y compartamos con ellos cuanto somos y tenemos. Navidad es comunión, comunidad.

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Lucas, por su parte, nos da cuenta en el evangelio de hoy de la contundencia con que hablaba Juan el Bautista, el precursor, a la hora de dejar muy claro lo que había que hacer para preparar la venida del Señor: El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo. No exijáis más de lo debido; no extorsionéis, pues yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego; en su mano tiene el bieldo para aventar su parva, reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga”. La claridad y la persuasión de Juan eran tales que algunos de sus discípulos llegaron incluso a preguntarse si no sería él el Mesías que esperaban.

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No tiene vuelta de hoja: el cristianismo requiere una forma de vida que siempre ha de ir a más y a mejor no solo a base de esfuerzo y sacrificio, sino también y, sobre todo, de compartir cuanto se es, se tiene y se hace. “Compartir” es un verbo tan dinámico y determinante que en el cristianismo debería ser valorado como sinónimo de “amar”, como depositario de su organigrama conductual. En esto, mucho menos que en otras cosas, de nada sirve engañarse, porque el primer damnificado es siempre uno mismo. No es de recibo vivir despilfarrando frente a las muchas necesidades de tantos hermanos. A nada conduce, salvo al desengaño, fabricarse un personaje fatuo a base de dominar a otros como un tirano y de someter a capricho para extorsionarlos y esquilmarlos a cuantos estén al alcance. Nadie debe ser ni pedestal ni hornacina de nadie. Y mucho menos en una religión que proclama con tanta fuerza y determinación que, teniendo todos un mismo Padre, todos somos hermanos.

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Alegrarse y compartir. Alegrarse compartiendo o compartir alegrándose. Dos conceptos verbales, interactivos, que, bien entendidos, condensan y resumen todo el cristianismo. La alegría cristiana en nada se parece a la risa bobalicona de quien planea o resbala sobre la realidad de las cosas sin penetrar en ella. Y la obligación sagrada de compartir nada tiene que ver con raquíticas limosnas ocasionales. El cristiano tiene razones sólidas para reír en el trascurso de esta vida hasta que le duelan o se le quiebren los huesos, por muy mal que le vengan dadas y por muy fiel compañero suyo de camino que sea el sufrimiento. Y por lo que se refiere a compartir, concepto tan determinante de lo que pasó en la Última Cena del Señor, digamos que exige a todo cristiano consecuente poner en el asador no ya cuanto tiene, sean bienes o tiempos, sino también su carne y su sangre, pues, en el memorial de la vida del Señor, que es la eucaristía, se debe ser al mismo tiempo comensal y comida.

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El dinamismo de ambos verbos hace que cada uno de ellos se convierta en motor del otro: quien comparte, está alegre; quien está alegre, comparte. Por lo que en este blog llevamos ya dicho sobre los valores, siguiendo al dominico fray Eladio Chávarri, los lectores ya saben que cualquier acción humana positiva, es decir, la acción valiosa, agranda la entidad del sujeto de tal manera que podemos decir que es mucho más humano quien está alegre que quien está triste, y, desde luego, que es mucho más cristiano quien comparte que quien, por avaricia, se fija solo en el placer morboso y patológico de la acumulación. De todo ello podemos deducir con honestidad y sin que nos duela la cabeza por el esfuerzo que humanidad y tristeza se repelen, que cristianismo y avaricia se repugnan. Ahora bien, si en el cristianismo, al margen de la opinión caleidoscópica que cada cual pueda forjarse de él, reside el mejor y más excelso humanismo (humanismo construido sobre el amor, divinizado), debería ser obvio que la cristiana es la forma de vida más plena y alegre.

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Alegrémonos especialmente porque, en la corta distancia, el cristianismo nos sigue ofreciendo hoy, a pesar de las escandalosas basuras que muchos arrojan sobre él, la más bella y alegre celebración, la de una Navidad a la que nadie que esté en sus trece hace ascos, y, si miramos en lontananza abriendo la perspectiva, por muy corruptos que sean y desnortados que estén algunos de sus dirigentes, nunca dejará de ofrecernos como corona de esta vida una fundada esperanza de bondad y gozo. El insobornable programa de la vida cristiana es tajante y claro: obra siempre el bien, no hagas daño a nadie y ama a los demás como a ti mismo. El Bautista y Jesús son personajes que invariablemente reclamaron de sus seguidores acciones valiosas, como allanar hondonadas, convertir las conductas, fiarse los unos de los otros como nos fiamos de Dios, nuestro padre, quien, en el periplo litúrgico del año, vuelve a regalarnos a su propio Hijo dentro de unos días en forma de recién nacido para que nadie pueda negarle una sonrisa, hacerle un mimo y envolverlo en cariño, comportamientos y sentimientos tan humanos, tan cristianos.

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