A salto de mata – 64 Sentido común

Las bienaventuranzas 

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Si la magia nos dibujara una mina de la que pudiera extraerse lo que llamamos “sentido común” o construyera una fábrica en la que este pudiera producirse, todos, incluidos los discapacitados, los niños y los ancianos, necesitaríamos trabajar en ellas a destajo. Pero, claro está, lo primero sería saber qué significan y cuál es el alcance del sustantivo “sentido” y del adjetivo “común”. Para encuadrar esta reflexión, digamos que el “sentido común”, tomado como un único soporte, no es una facultad o capacidad especial que nos haga “sentir” la realidad de una manera determinada, ni tampoco que “sintamos” como lo hace la mayoría de la gente, el “común de los mortales” que decimos.  En cuanto a lo primero, seguro que no nos encontraríamos con una fuerza especial para construir algo consistente y trascendente. En cuanto a lo segundo, podría ocurrir que el sentir común de muchos mortales nos produjera un auténtico fiasco e incluso nos provocara asco.

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Digamos más bien que con esa expresión nos referimos a llevar una forma de vida en la que lo primero y principal ocupe el lugar que le corresponde y lo epidérmico o circunstancial haga lo propio. Es obvio que desde la atalaya en la que nos hemos situado, la vida en general de la sociedad en que vivimos se nos muestra como un auténtico desastre, como una vida sin armonía, sin belleza y sin atractivo. Si a lo primero y principal nos referimos, de todos es bien sabido que el dinero y el poder, que son los que hoy mueven realmente el mundo, no nos ofrecen ni seguridad ni perspectiva y que, además, tratándose de fuerzas muy poderosas, pueden arrastrarnos por caminos erráticos e incluso despeñarnos. ¿De qué puede servirle a un octogenario dependiente tener el mundo en sus manos y a un anoréxico irrecuperable disponer de dinero sobrado para comprar todos los manjares? Los cristianos lo expresamos de forma global y posiblemente con mucha mayor contundencia cuando, a tenor de las palabras que Lucas pone en boca de Jesús, nos preguntamos: “¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?”.

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En esa misma línea, la falta de sentido común se aprecia de forma dramática no solo en la enorme industria de la guerra, sino también en el hecho de que sus mortíferos productos se utilizan profusamente en las incesantes guerras que, a veces por motivos tan baladíes como correr un poco más allá una frontera, llenan el mapa terráqueo. El sinsentido de esta forma de proceder no puede ser más escandaloso, pues empleamos muchas horas de trabajo y gastamos ingentes cantidades de dinero, no para mejorar nuestra forma de vida, que sería lo correcto, sino para todo lo contrario, para construir artefactos destructivos que empleamos efectivamente para matar, herir, empobrecer y desarraigar a muchos seres humanos. El sentido común nace del convencimiento incuestionable de que amor-paz es mucho más ventajoso o rentable que odio-guerra. Nadie en su sano juicio puede dudar de que se vive mucho mejor amando que odiando, por muy reconfortante que pueda resultar una venganza determinada cuando se está llevando a efecto. Mientras que tras la venganza llegan inexorablemente la frustración, la desesperación, el asco y la nada, tras el amor, capaz incluso de volatilizar el sacrificio y el esfuerzo que requiere e incluso el dolor que a veces arrastra consigo, llegan el buen rollo social y la sosegada conciencia de haber sido capaz de construir algo.

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De sentido común es que el dinero que se ingresa en una familia cubra, ante todo, las necesidades básicas de todos sus miembros y que no sea despilfarrado en mantener los vicios de algunos de ellos. De sentido común es que la clase política se dedique en exclusiva a “administrar” de forma austera los dineros públicos, tan necesarios para que la sociedad funcione como es debido, no que los políticos se peleen entre ellos por un quítate tú para ponerme yo y menos para obtener pingües beneficios de una posición de privilegio laboral, incrementados por un incesante tráfico de influencias varias. De sentido común es que los ciudadanos voten en las elecciones, pero no “a los suyos” sino a los políticos que presenten un programa serio, y, desde luego, que los políticos que lo presentan se empleen a fondo a realizarlo en caso de ser elegidos, sabiendo que su programa será el único tribunal que juzgue su andadura. De sentido común es que los jóvenes se diviertan conforme a su edad y que, al mismo tiempo, se capaciten profesionalmente para ejercer debidamente los roles productivos o sociales a que en su momento tendrán que hacer frente. De sentido común es que los promotores y predicadores del cristianismo traten primero de vivir al estilo de Jesús para presentar después su legado a otros.

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Cuando los intereses particulares, sobre todo si son espurios, inspiran y dirigen los comportamientos humanos, el castillo de naipes que es la vida social se tambalea y se viene estrepitosamente abajo. La sociedad no se asienta sobre columnas débiles entrelazadas que se sostienen unas a otras, sino sobre el forjado de hormigón de la solidaridad que requiere el hecho mismo de vivir. En la vida de cada uno de nosotros confluyen otras muchas vidas; somos radicalmente dependientes por el solo hecho de existir, pues se nos da absolutamente cuanto somos; lo seguimos siendo todo el tiempo que dura la vida, debido a que necesitamos de la cooperación de muchísimos seres humanos para seguir vivos, y finalmente lo seremos particularmente en el momento de dejar atrás este mundo por las ineludibles incapacidades que en esos momentos se apoderan no solo de nuestro cuerpo, sino también de nuestra mente.

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Pero nunca podremos evitar que la sociedad en que vivimos sea toda ella un entramado de intereses contrapuestos que originan infinidad de conflictos de todo tipo, lo mismo en el seno familiar que en cualquier otro estamento o agrupación humana de cualquier orden que sea. Siempre habrá quien mande y quien tenga que obedecer, y también quien nos señale el camino que debemos seguir. Siempre habrá patrones y obreros; ricos y pobres; trabajadores y holgazanes. Nunca lograremos, por mucho que nos esforcemos, extirpar las variadas esclavitudes que dificultan la mejora de nuestra forma de vida. Jamás podremos contravenir una forma de ser sometida al vaivén de los valores y contravalores, cifrados los primeros en el esfuerzo continuado por mejorar nuestra condición, mientras que los otros lo hacen en una plácida indolencia que nos deteriora o en un afán desmedido de hacer trampas caminando por atajos que desembocan ineludiblemente en el abismo.

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Cada cual llevamos nuestro propio aparejo y soportamos el peso de cuanto metemos en la mochila que tenemos en la espalda. El sentido común suaviza el aparejo y aligera la carga; nos ayuda a caminar ágiles y esperanzados, sin apartar la mirada de un horizonte de luz y bonanza. Tal vez, el mejor discurso que sobre él se ha pronunciado y su mejor descripción sean las “bienaventuranzas” que predica el cristianismo: hacer siempre el bien; ser pacífico y pacificador: esforzarse por resolver problemas, no por crearlos:  ser compasivos y vivir con una cierta austeridad saludable, tratando de evitar las frecuentes quiebras que amargan la existencia de tantos seres humanos.

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