Desayuna conmigo (jueves, 3.9.20) Servus servorum

Limpieza de manos y armas

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En la mesa de desayuno nos encontramos esta mañana con un pez gordo, de peso, cuya identidad ha sido engrandecida con la palabra “magno”, como si de su propio apellido se tratara. Nos referimos al papa Gregorio I, san Gregorio Magno, sexagésimo cuarto papa de la Iglesia católica, cuya festividad se celebra hoy. Recordemos solo que fue el primer monje elevado a tal categoría; que durante su pontificado siguió en su propia línea de pastor y de preocupación por los necesitados, y que, como no podía ser de otra manera, su alta responsabilidad le sirvió para promover con más fuerza la vida monástica. La trascendencia de su obra hace que se lo considere, junto con los santos Jerónimo, Agustín y Ambrosio, uno de los cuatro “padres latinos” de la Iglesia católica. Ni que decir tiene que durante su pontificado la Iglesia católica alcanzó un gran prestigio en Occidente. Murió en el año 604.

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Que en este desayuno nos fijemos de forma particular en él se debe a su sentir cristiano de monje empleado a fondo en el servicio a los demás, pero no como forma de granjearse amistades y apoyos para ambiciones eclesiales, sino como testimonio de una fe viva en Jesús de Nazaret, en el servicio que él nos ordenó prestar a nuestros semejantes. Lo prueba el hecho de que, alcanzada la más alta dignidad de papa, aprovechase las armas que tal cargo le ofrecía para continuar y ahondar en esa misma misión, hasta el punto de concebir el papado como una ocasión especial para seguir prestando ese mismo servicio. De ahí que fuera él quien, como papa, se considerara a sí mismo el “servus servorum Dei”, el servidor de los servidores, título adoptado por sus seguidores pero que, muchas veces,  se  ha visto despojado de sus exigencias más directas,  como el lavatorio de los pies que se sigue haciendo en nuestras iglesias los Jueves Santos, convertido en una imitación descafeinada del humilde gesto de Jesús al lavar los pies de sus discípulos.

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Lo de “siervo de los siervos” no es rizar el rizo, sino una concepción clara y determinante de lo que, en última instancia, debe ser todo poder eclesial. Pero, como ocurre con todo, lo de menos es la definición o denominación, pues lo que importa en nuestro caso no es que el papa se llame así o utilice como eslogan esa expresión, reflejo claro, por otra parte, de aquella otra evangélica según la cual “los últimos serán los primeros”, sino que “sirva” realmente a cuantos están a sus órdenes e incluso le prestan una obediencia juramentada o votiva. Puede que muchos papas se hayan honrado, procediendo con toda su buena voluntad, con la proclama de que son “siervos de los siervos”, pero la realidad de la historia es que ha habido muchos que se han comportado como grandes reyes o emperadores, que han ejercido un poder absoluto que no admitía réplica,  de “pontificar”, por ejemplo, e incluso el de definir verdades intocables o dogmáticas. Mirando al presente, la verdad es que no tengo claro que los últimos papas, todos ellos grandes pontífices, hayan sido realmente servidores de los siervos de Dios, pues me faltan conocimientos para hacer tal valoración. Cuando menos, sobre algunos pesan serias dudas.

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En cuanto al actual papa, que es el que hoy más nos importa, uno se agarra a esa esperanza, quizá como a un hierro ardiendo, deseando que se comporte como tal y que tenga el coraje de prestar a la Iglesia entera los servicios urgentes que demanda, sin olvidar que la fidelidad a Dios pasa por el servicio a nuestros semejantes. Importa hoy que la Iglesia entera sea sacramento de la presencia de Dios en el mundo y que allí donde se actúa en su nombre no quede atisbo de duda de que se está prestando un gran servicio al hombre. No es cuestión de que nos paremos ahora a describir, con pelos y señales, unas necesidades que están en la mente de todos y que la sociedad en su conjunto, ávida de verdad y bien, grita descorazonada y dolorosamente.

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Dos atronadores gritos de esa misma sociedad nos salen hoy al paso y, aunque no se trate de cuestiones teológicas de suyo, creo que la Iglesia tiene mucho que decir y gritar en ambos campos. El primero se debe a que, un día como hoy de 1992, la ONU aprobó el primer convenio sobre la prohibición de armas químicas. ¿Alguien podría imaginar que el coronavirus de nuestros terrores hubiera sido un arma química, es decir, que el virus hubiera sido creado en un laboratorio? Pero, si eso parece una aberración, no lo es que los humanos poseamos artefactos que podrían terminar rápidamente con toda vida en el planeta Tierra. Nunca y de ningún modo podría alegarse que se trate de armas defensivas.

La humanidad entera tiene conciencia de tan descomunal desvarío, al que es preciso poner freno y finiquito lo antes posible para su propio sosiego y tranquilidad. Siendo el cristianismo una “poderosa arma” para defender la vida, la Iglesia oficial debería denunciar con la contundencia que la cosa requiera a todas aquellas naciones que todavía conservan tan diabólico poder destructivo.

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El segundo grito procede de la concavidad abismal del coronavirus que no solo se va apoderando de nuestros pulmones, sino también de nuestras mentes y de todos los espacios de los medios de comunicación, dedicados a bombardearnos cada día con todo tipo de estadísticas e incidencias. Me refiero a la necesidad de una higiene escrupulosa, sobre todo la de nuestras manos, que es donde van a parar rápidamente todas las mierdas de este mundo, incluida, claro está, la del covid-19. Mencionarlo aquí se debe a que hoy se celebra el “día mundial de la higiene”. No insistiré más, por falta de espacio, en las ventajas de una buena higiene como medio para detener la expansión del coronavirus, pero sí recordaré que, según UNICEF, “lavarse las manos con jabón ayuda a reducir la incidencia de infecciones respiratorias hasta en un 23 %”.

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Dos han sido los nutrientes principales de nuestro desayuno de hoy: en primer lugar, que el cristianismo en sí mismo es todo él un “servicio al hombre”, hasta el punto de situar a su más alto dignatario en la condición de “servidor de los servidores”. Hay mucha miga en esa idea, y más si la contrastamos con la de “poder”, tan cultivada y potenciada también en nuestros días. Y, en segundo lugar, que nuestro cristianismo tiene que ser todo él pulcro, aseado, libre de adherencias, aguerrido contra toda suciedad, que en nuestro caso son las armas químicas y los tentáculos del coronavirus. Pecan las naciones que se resisten a aniquilar sus arsenales mortíferos, sean químicos o nucleares, y pecan cuantas personas, por el prurito que sea, no cumplen las normas de higiene establecidas para que el covid-19 no las utilice como vehículos de expansión. Y, si pecan, es decir, si cometen actos que van claramente en detrimento de la vida de los ciudadanos, los cristianos no deberíamos tener empacho no solo en denunciarlo, sino también en gritarlo a los cuatro vientos. Seguro que Jesús de Nazaret lo haría.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gamil.com

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