Desayuna conmigo (sábado, 1.8.20) Siempre alegres

Conviene hablar de la alegría

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Por más que lo desaconsejen las circunstancias climatológicas, que nos están sometiendo estos días a algo parecido a lo que entendemos habitualmente por un infierno, y, sobre todo, las sanitarias, con un virus que vuelve briosamente por sus fueros, y las económicas, que atizan de lo lindo a nuestras carteras y a nuestras expectativas de supervivencia, hoy deberíamos responder a fondo a la llamada de celebrar el “día mundial de la alegría”. Lo digo porque la alegría es un concepto cuyo fundamento está muy lejos de esas eventualidades, por muy duras y trascendentales que sean.

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En cuanto a mí y a este desayuno se refiere, parece que una mano benevolente invisible va desencadenando los acontecimientos como si de afortunadas carambolas se tratara. ¿A qué viene esto? Ayer, en la iglesia de Serradilla del Arroyo, en el funeral celebrado allí por mi amigo, los cinco celebrantes (el párroco, un hermano del finado y tres amigos suyos de la diócesis de Ciudad Rodrigo), aunque todos eran muy mayores, me permitieron hablar unos minutos al final de la ceremonia. Tras poner de relieve las profundas huellas que Melchor ha dejado en mí mismo, en su pueblo y su comarca, en su mundo profesional y en su familia, al preguntarme “¿y ahora, qué?”, contesté que nuestro amigo se había convertido en un protector permanente, en una alegría para nuestras vidas que ya nadie podría arrebatarnos, razones por las que habíamos convertido el funeral en una oración de acción de gracias.

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Unos minutos antes, el párroco, basándose en la gran bondad y honradez del finado, se había atrevido a asegurar, casi en voz baja y como de corrido por la osadía que ello significaba, que Melchor ya estaba en el cielo. Ello me dio pie para asegurar a los presentes que el enorme peso que, en la Biblia, la dogmática, la tradición eclesial, la teología y la predicación de la Iglesia habían tenido temas tan espinosos como el infierno, el purgatorio, el juicio final y los castigos eternos, se reducía a valorar la vida como la gran prueba a que nos somete Dios, pues nadie dejamos este mundo sin haber saldado antes, de alguna manera, nuestras cuentas pendientes. Y que, por tanto, al situarnos al otro lado del tiempo, tras una muerte que, según nuestra genuina fe cristiana, no es final de nada sino principio de todo, allí solo existe Dio y a voz en grito que no solo Melchor está ya en el cielo, sino también todos nuestros seres queridos fallecidos e incluso todos aquellos cuyas horrorosas vidas nos llevarían a pensar, con nuestra lógica, que jamás podrían alcanzar tal plenitud de la existencia humana.

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La carambola a que me he referido está, pues, en que, habiendo concluido el día de ayer con una sólida reflexión sobre la alegría tras una circunstancia tan luctuosa, la mañana de hoy me invita a hablar de nuevo de la alegría, a pesar de otras circunstancias tan duras como las aludidas. Hoy, repito, es el día mundial de la alegría, celebración que viene haciéndose desde 2010, a iniciativa del chileno Alfonso Becerra en un congreso de gestión cultural celebrado en Chile. El día nos invita a reflexionar sobre la importancia de tener presente ese sentimiento en cada momento de la vida y sobre su poder transformador.

Sin duda, la alegría es una sensación o emoción subjetiva y pasajera que nos invita a reír, aplaudir, bailar, cantar, tumbarse en el sofá o en una hamaca en la playa, caminar por la montaña y mil acciones placenteras más. Es fácilmente constatable que “una persona alegre rinde más, tiende a estar más sana, a superar las dificultades mejor, a provocar alegría en las personas que tiene alrededor y a hacer el bien. La alegría se multiplica exponencialmente. Por ello, te animamos en un día como este a compartir tu alegría para que más personas se contagien de este sentimiento, uno de los más hermosos que puede tener el ser humano”.

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Son muchas las cosas que pueden producirnos alegría: una caricia, una sonrisa o el abrazo de un ser querido; una música o una buena película; la risa de un niño; un éxito en los estudios o en el trabajo; compartir tiempo con amigos o seres queridos; superar una enfermedad o un reto; una buena comida o un postre riquísimo; jugar, correr, saltar; estar en contacto con la naturaleza e ir al cine o al teatro. Cada lector puede engrosar esta lista con miles de otros aportes y experiencias personales. Nos referimos a pequeñas cosas que no solo pueden llenar este día, sino también toda nuestra vida. Sin duda, no podemos comparar las sensaciones de un esquimal o de un hombre recluido en las profundas selvas amazónicas con los gustos refinados, tan sofisticados, de quienes hacen una forma de vida navegar constantemente por las redes sociales, pero todos se asemejan en cuanto a los estímulos que necesitan para vivir y disfrutar de su vida. 

Franklin decía de la alegría que es la piedra filosofal que todo lo convierte en oro ys un proverbio persa nos asegura que la mitad de la alegría consiste en hablar de ella. Mientras Murphy sostiene que la alegría es el principal componente de la salud, Claudel sentenciaba que en el mundo no hay más deber que el de la alegría. De ella decía Emerson que cuanto más se gasta, más queda, y Goethe, que, cuando se tiene en casa, no se busca fuera. Recordemos, finalmente, que Dickens, muy oportuno, se atrevía a afirmar que el buen humor es el virus más contagioso que hay en el mundo.

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Si tuviéramos que buscar hoy una cara alegre y una vida acorde con todo lo dicho, la mañana nos la sirve en bandeja al recordarnos que, un día como hoy de 1942, concluía la campaña emprendida por Mahatma Ghandi en favor de la solidaridad con la casta de los “parias”. Realmente, “parias” sigue habiendo muchos en el mundo en que vivimos, no solo en la India. Ghandi no hizo más que iniciar un movimiento al que todavía le queda mucho camino por recorrer hasta reconocer la dignidad que tiene cada ser humano por el solo hecho de ser tal.

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Quedémonos hoy, en el inicio de agosto, con que el cristianismo es una religión cuya esencia es la suprema alegría de la presencia de un Dios benevolente en todos y cada uno de los acontecimientos de nuestra vida, aunque sean luctuosos y dolorosos. Nadie nos podrá arrebatar jamás este profundo sentimiento que dimana de la esperanza radical que nos viene del evangelio de Jesús. En el desarrollo de nuestras vidas, los humanos podemos infiltrar todo tipo de intereses turbios y hacer las componendas que nos favorezcan, pero, cuando a la luz de cristianismo enfocamos nuestras vidas, vemos que cada una está totalmente en las manos de un Dios benevolente y que cada ser humano, desde el último de los parias hasta el más alto de los dignatarios, tiene la misma dignidad, la de ser rostro de Dios y signo de su presencia amorosa.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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