Desayuna conmigo (Sábado Santo, 11.4.20) Silencio profundo

Cuando Dios calla

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Sábado Santo, día de silencio, de vela junto al sepulcro, a punto de vaciarse el de Jesús, atiborrado de cadáveres casi anónimos el nuestro. No repican las campanas, se cansan nuestras manos de aplaudir en los balcones y se apagan nuestras voces de cantar en los anfiteatros de nuestros patios. Invade los ánimos y los espacios litúrgicos una cruz vacía, leño testigo del gran despropósito humano. Dicen que Dios ha muerto hoy de verdad, que se ha ausentado de las UCI y ya no se le ve paseando por nuestras calles, ni siquiera disfrazado de pobre. Cristo, la Palabra de Dios, el Verbo, ha enmudecido. Pero solo faltan unas horas para la eclosión sepulcral, para sembrar la gran esperanza del mundo. Dios nos ha abandonado, pero solo cuando todo se ha consumado.

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El silencio es especialmente relevante en los monasterios, cuya quietud no solo es producto de la falta de ruidos, sino y sobre todo de la calma interior, tan necesaria para la contemplación reglamentaria. El silencio es el arma imprescindible de quien, sabiendo en su humildad que nada puede enseñar por su ignorancia, calla en profundidad para estar atento a cuanto le llega de la boca del sabio y, más en concreto, para oír en su contemplación la “palabra silenciosa” de Dios. Recuerdo que en mis lejanos tiempos de “estudiante apostólico”, cuando teníamos que confesarnos una vez a la semana, faltar al silencio era nuestro pecado recurrente para poder acusarnos de algo, benditos de nosotros, aquellos niños perfectamente formateados por el gran destino de salvar el mundo. Qué duda cabe, hay una diferencia notable entre el charlatán de oficio, que repite como un papagayo el discurso publicitario que lleva grabado en su mente, y el hombre reflexivo que paladea cada palabra antes de que salga de su boca.

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Pero el silencio adquiere tintes dramáticos cuando, en vez de ser una predisposición a la escucha, se convierte en aterradora soledad, como, por ejemplo, en un día como hoy al celebrar la muerte de Dios, y más sabiendo que somos nosotros mismos quienes lo han ejecutado.  Afortunadamente para el creyente convencido, su desolación litúrgica dura solo unas horas, pues, en los primeros pálpitos de mañana, un gozoso aleluya dará al traste con su orfandad existencial. Entonces habrá cesado el crujir de dientes, habrán desaparecido todas las preocupaciones y, aunque el cielo esté cubierto de nubes y las UCI de los hospitales atiborradas de enfermos, una nueva luz guiará sus pasos y una nueva ilusión henchirá su pecho. 

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Pero otra cosa es la vida real, la de todos los días, cuando en el difícil peregrinaje del creyente se hace presente la noche oscura del alma, la soledad radical debida a la convicción de que Dios le ha dado la espalda o incluso de que ha desaparecido de su propio horizonte. El sufrimiento se enquista entonces de tal manera que termina corroyendo las razones más sólidas del existir. ¡Dolor indecible! Jesús lo experimentó en la cruz y sufrió por ello mucho más que por el desgarro de los clavos o por la asfixia inevitable que causa un cuerpo colgado. Me estoy refiriendo a la soledad radical del creyente. El agnóstico o el ateo, atento a sucedáneos de Dios, puede que no llegue a tener nunca tan desoladora experiencia, pero no podrá evitar los latigazos que descarga la inconsistencia de los sucedáneos a que ancla su vida.

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Y ocurre también que cuando una hecatombe flagela a toda la sociedad, esa tremenda sensación de ausencia u orfandad se sufre colectivamente como demuestra la frustración de preguntarse entonces desconsoladamente dónde está Dios. Como ahora refleja, por ejemplo, la pregunta de qué coños está haciendo Dios contra el virus que nos asfixia. El horror y la impotencia chillan en nuestro interior y no nos dejan oír su palabra vivificadora ni darnos cuenta de que, en esos precisos momentos, es cuando más cerca está de nosotros, supliendo con su fuerza nuestra debilidad.

Silencio y palabra. El silencio como escucha y la palabra como comunicación de sabiduría y de emotividad. Aun siendo opuestos, ambos se complementan y potencian en sus respectivas funciones: silencio para poder escuchar la palabra de Dios; palabra del ser humano para contar a Dios el propio acontecer. Por el silencio Dios entra en nuestro interior para llenarlo de su riqueza, de su palabra. En el silencio, percibimos su presencia y con nuestra palabra le agradecemos sus dones y le comunicamos nuestro amor. Sábado Santo, día de silencio, día de oración, día de amor.

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Pero no dejemos que este día transcurra sin una mirada de complicidad y apoyo moral a los miles de españoles que padecen la enfermedad de Parkinson, pues hoy se celebra su día mundial. Tengo algún amigo que la padece y, además, está muy implicado en una asociación de mutuo apoyo, sumamente beneficiosa para animar a los enfermos a afrontar mejor sus efectos incapacitantes. Este día mundial viene celebrándose desde 1997 en recuerdo del médico que la diagnosticó por primera vez y tomó las primeras iniciativas para hacerle frente. El Párkinson es una enfermedad neurodegenerativa que afecta a unos doscientos mil españoles y a unos diez millones en todo el mundo. “El temblor es uno de los síntomas motores de esta enfermedad, y también el más conocido.  Sin embargo, existen otros síntomas que en muchas ocasiones son más invalidantes, como son los síntomas no motores. Entre estos destacan los problemas del sueño, la depresión, los trastornos de control de impulsos, o los problemas cognitivos”.

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Sábado Santo, día de espera y de tránsito para el creyente y día, por otro lado, de esperanza para tantos enfermos de Párkinson. Esta noche resucitaremos a la alegría constitutiva del cristianismo, a la presencia explosiva de Dios en nuestras vidas. Pronto saldremos también nosotros del sepulcro del coronavirus y afrontaremos, decididamente, no una vida eterna de sonrisa perenne, sino una vida de retos que, de hacerlo bien, dejarán enterradas para siempre muchas de las imbecilidades que han venido ahogándonos en el pasado. ¡Silencio, por favor, se rueda el tránsito de Jesús, se rueda nuestra esperanza!

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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