Acción de gracias – 6 Situaciones límite

Envergadura del ser humano


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Aun sin compartir su desahogo final, tan pesimista y demoledor, sobre que “mis ojos no verán más la dicha”, un hombre como yo, de ochenta años, no debería encontrar objeción alguna a identificarse plenamente con Job cuando valora toda su vida como “un soplo” y se ve como un esclavo en busca de sombra o un jornalero que se desloma por un mísero salario. Si bien el desventurado Job estaba siendo sometido a una dura prueba de la que salió airoso, al hombre de ochenta años aludido le ocurre algo parecido en su sincera mirada a un pasado que lo deja petrificado, sin ni siquiera un hierro candente al que agarrarse ni un trozo de pan duro que llevarse a la boca. Da vértigo el vacío que uno va dejando tras de sí.


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Frente a la magistral estrategia de predicación que exhibe Pablo en la segunda lectura de hoy, dirigiéndose a los Corintios, en la que asegura que se pone en la piel de sus oyentes siendo, por ejemplo, pobre con los pobres para ganarlos para su causa, no se entiende bien su afán por demostrar que no predica el Evangelio por gusto, sino porque se ve forzado a hacerlo para ganarse el salario de ser también él beneficiario de lo que se anuncia. De todos es bien sabido que cualquier profesión ejercida con gusto es más productiva y, obviamente, a juzgar por el conjunto de su obra, la predicación de ese mismo Evangelio fue la gran pasión de Pablo. Sin ella, seguro que no habría logrado hacerse débil con los débiles o esclavo con los esclavos para testimoniar entre ellos una buena nueva creíble. Pablo no fue tentado por Dios para vaciarse totalmente de sí mismo en su predicación, sino que, por propia vocación, se convirtió en otro Job que también refleja esplendorosa, en su vida y en su predicación, la imagen de Dios devenido Cristo.

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Siguiendo esta línea de la nada que sirve bien al todo, fijémonos un momento en la estampa de Jesús. A tenor del evangelio de hoy, inicia su andadura de taumaturgo curando a la suegra de Pedro y atrayendo a “todos los enfermos y endemoniados”, anhelantes de que hiciera con ellos otro tanto, al tiempo que rehúye la notoriedad y se entrega de madrugada a la oración, conversando con su Padre, para alimentarse y robustecerse en su propia fe a fin de cumplir debidamente su difícil misión . En Job, en Pablo y en Jesús, el Dios en quien creemos los cristianos, necesariamente presente en todas sus obras, se manifiesta con especial esplendor como un sagaz estratega o avezado vendedor, pues el anonadamiento de los protagonistas hace refulgir el amor y la misericordia divinos que predican.

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Si, mirando con sinceridad a su pasado, un hombre de ochenta años valora su vida como un soplo e incluso, en el caso de haber dejado huellas, le parece que su tiempo se ha llenado solo de nimiedades, y hasta se sonroja al verse envuelto en pura vanidad, diríamos que es un hombre ecuánime y juicioso y que su valoración, por pesimista que parezca, no es realmente negativa. Job dio en el clavo al no declinar en su fe pese a las calamidades que le iban saliendo al paso, sin saber siquiera que estaba siendo sometido a una prueba. Los grandes personajes históricos, tras haber llevado vidas muy sacrificadas, han sido por lo general muy combatidos y despreciados. No haberse beneficiado muchas veces de sus geniales obras es algo que los ennoblece, pues, aun siendo suyas, han logrado hacer obras que pertenecen en última instancia a toda la humanidad. Si tal ocurre con los genios, ni que decir tiene lo que nos pasa al común de los mortales, que pasamos por este mundo sin dejar en él más huella que el efímero recuerdo que de nosotros conserven nuestros amigos y tal vez una impronta indeleble en el corazón del puñadito de personas que realmente nos hayan amado.

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Pero, por muy pesimista a fuerza de realista que sea la visión que un hombre longevo y sensato pueda tener de su pasado, afortunadamente la vida de todo hombre, incluso la del que ha maltratado los valores y sobreabundado en contravalores, ofrece otro punto de vista y admite una tasación más ecuánime y favorable. Me refiero a la visión que de ella tiene y a la valoración que de ella hace el responsable único de su existencia. Hablo de la mirada penetrante y dulce que, según el canto litúrgico, Dios dirige a su criatura cuando, sonriendo, dice su nombre. Se trata de la mirada complacida y sostenida de Dios a nuestros ojos, mirada que por sí sola responde en profundidad al por qué y al para qué hemos sido creados cada uno de nosotros. El juicio despiadado que nos hacemos a nosotros mismos y la condena sin paliativos a que nos sentenciamos por tener las manos vacías se desvanecen ante la certeza de que Dios nos considera dignos de su amor. Llegado el momento del juicio global descarnado, lo que hemos dado en llamar el juicio final, ese amor se muestra como lo que Dios es realmente, como pura bondad y misericordia.

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Al final de la vida, importa mucho más la valoración que Dios hace de ella que la aterradora impresión que nos pueda producir a cada uno de nosotros. Aunque hubiéramos sido capaces de escribir la Biblia o el Quijote, de esculpir el Moisés o de pintar las Meninas, siendo honestos con nosotros mismos, no podríamos menos de sentirnos parásitos viendo cómo nuestros sueños de bondad y mejora ruedan por los suelos. Lo cierto es que mejorar nuestra forma de vida es una tarea colectiva ardua, que progresa muy lentamente, pasito a paso, y que requiere la paciencia de Job. Aspirar a ella es, según mi maestro fray Eladio Chávarri, lo que mantiene activa una historia que comenzó hace unos quince mil millones de años y que posiblemente dure otros tantos o más, siguiendo el desarrollo que hoy conocemos y del que,  mientras vivimos, formamos parte.

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Mientras Job, desconcertado y hundido en la miseria por la prueba a que había sido sometido, se veía como un desecho humano, Dios lo valoraba orgulloso como gloria y esplendor de su propia obra. Partiendo de tal confianza y de tan fundado criterio, los cristianos deberíamos ser los primeros en valorar la vida humana en general y la de cada hombre en particular como Dios las valora. De situarnos en su atalaya, percibiríamos claramente la envergadura entitativa del ser humano, perfecto microcosmos en su nimiedad y receptor insaciable de la bondad y de la misericordia que Dios regala a raudales. Aunque nos parezca que no valemos un comino, cada uno de nosotros hace palpitar aceleradamente el corazón divino. El nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”, de san Agustín, es solo el eco de que, al habernos creado para él, el corazón de Dios no reposará hasta que nos recupere del todo.

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¿Qué somos en última instancia los seres humanos?  Habiendo sido creados a imagen y semejanza del Dios en quien creemos, nos convertimos en recipiente del universo entero. Somos potencialidad tras muchas metas, las ya alcanzadas a lo largo de nuestra rica historia y las que sin duda alguna alcanzaremos en el futuro. Mencionar nuestros más sobresalientes logros, sean producto de nuestras manos, de nuestro ingenio o de nuestro corazón, nos llevaría a emborronar muchas hojas y solo serviría para subrayar nuestra gran envergadura entitativa. La evolución de la naturaleza y nuestro propio ingenio nos han conducido, a lo largo de los tres últimos millones de años, del “homo erectus” que fuimos a los dominicos del “homo sapiens sapiens” que ahora somos. Solo un loco podría imaginar el tipo de “homo” en que desembocará en el futuro lo que hoy somos. Aunque en el orden de la redención ya se haya alcanzado la “plenitud de los tiempos”, según confiesa nuestra fe, es de suponer que en el de la evolución orgánica y mental quede por delante todavía un largo recorrido. Ni el hombre de hace tres millones de años, ni nosotros ni el que nos suceda son el hombre a secas, el hombre esencial, aunque todos lo seamos por lo que toca al propio tiempo y condición.

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En cuanto al hombre que hoy somos, llevamos un año enzarzados en una cruel batalla contra un virus que, a la chica callando, se nos coló por la puerta de atrás y nos cogió con los pantalones bajados. Al día de hoy y a juzgar por las bajas, el mal bicho del coronavirus sigue ganándonos la partida a pesar de lo mucho que la sociedad lleva invertido para erradicarlo y de que los mejores investigadores y un gran ejército de sanitarios se emplean a fondo para descubrir sus debilidades, pararle los pies y amortiguar sus destrozos. El desafío de la covid-19 ha servido para aunar capital, ingenio y esfuerzo en un encomiable proyecto común que ennoblece la humanidad entera. Escandaliza, sin embargo, que, en este contexto, el capitalismo y la política traten de sacar rédito de los progresos para la contención del virus y de la manipulación de las vacunas. ¿Qué humanidad o qué tipo de hombre saldrá vivo de esta contienda? Está todavía por ver que el sentido común, obligado por las circunstancias a hacerse presente en nuestros días, doblegue la rapiña que lamentablemente frena la inmunización que necesitamos, sabiendo, como ahora sí que sabemos, lo frágil que es la vida humana y lo mucho que cuesta conservarla. Los muertos y quienes se han dejado la piel y la salud en la lucha contra el coronavirus deberían obligar a los capitalistas a replantearse sus salvajes pautas económicas y a los políticos depredadores a servir realmente al pueblo. Tratar de ganar dinero y votos en estas circunstancias da alas a un virus que tanto dolor está causando. Recordemos especialmente hoy que Jesús inició su misión curando dolencias y enfermedades.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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