Desayuna conmigo (jueves, 10.9.20) Suicidio asistido

La excelencia de la compasión

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Hoy nos toca habérnoslas con un tema sumamente escabroso, con aristas muy cortantes, algo así como caminar descalzos por el filo de una navaja. Abordar el suicidio como es debido requiere finura y tacto por mi parte, que espero tener, y, además, la paciencia sosegada del lector, benevolencia con la que me atrevo a contar de antemano. Lo digo porque se trata de un tema tabú, opaco, tenebroso, diabólico y sumamente morboso. Cualquier suicidio desencadena un rosario de preguntas agrias en busca de las razones de la degradación humana a que ha llegado su autor, bien por el desorden de su propia vida o por el desastre que ha podido ser su vida familiar o por un fracaso rotundo de su vida profesional. El suicida viene a ser como un ave voladora completamente desplumada que, acostumbrada a surcar majestuosamente los cielos, se ve degradado a reptar por los suelos. Es una verdad incuestionable que, cuando desaparecen todas las razones para vivir, la vida pierde toda razón de ser. El cielo del suicida se entenebrece y el túnel en que se ha convertido su vida se cierra a cal y canto. De ahí el zarpazo que apaga la luz y el pretendido desembarco en la nada como alivio o remedio de una situación insoportable.

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Si bien he vivido situaciones en las que he llegado a pensar que, para eso, era mejor no haber nacido o estar muerto, la verdad es que nunca he tenido pensamientos suicidas ni me he visto tentado, ni poco ni mucho, por la posibilidad de ponerme fuera de circulación y ¡aquí, paz, y después, gloria! Pero he vivido el suicidio de cerca, suicidios que me han calado hondo por tratarse de familiares o amigos, suicidios que por ello precisamente también yo he “padecido”. Hablo de “padecer” porque cada uno de ellos, y también cada suicidio del que llego a tener noticia, me causa una desazón abisal, una frustración sin clavo ardiendo al que agarrarse, pero que, como contrapunto, me produce una sensación de infinita compasión. ¡Qué no sufrirá un suicida desde el momento en que el escape de la vida se le ofrece como el único remedio posible para sus males! ¿Merece que lo condenemos como proscrito, que es lo que solemos hacer, o más bien deberíamos reflexionar sobre sus horribles padecimientos, sean físicos o psíquicos, hasta despertar en nosotros las hormonas de la compasión, ese sentimiento que tanto nos honra? Vitupero sin paliativos la primera actitud para abrazar con fervor la segunda.

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Todo esto viene a cuento de que hoy celebramos el “día internacional para la prevención del suicidio”. Prevención quiere decir adelantarse en lo posible a una hecatombe, procurando conocer sus causas para ponerles remedio antes de que se produzcan los daños. Se trata de una celebración, promovida en el año 2003 por la Asociación Internacional para la Prevención del Suicidio en colaboración con la OMS con el propósito de crear la conciencia de que podemos prevenir, y por tanto evitar, muchos suicidios. ¿De cuántos hablamos? De aproximadamente un millón al año. Un millón de suicidas,  bastantes más muertes de las que se ha cobrado hasta ahora la pandemia del coronavirus en todo el mundo, y varios millones más de parientes y amigos que se ven metidos en la danza de tan macabras muertes.

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Se dan muchos suicidios entre los niños y adolescentes por razón de la degradación de la vida familiar o escolar, por aislamiento social o por consumo de drogas. También se dan muchos entre los adultos de ambos sexos, debidos principalmente a la violencia doméstica o al estrés que produce el hecho de vivir con dificultades de todo tipo. E incluso se producen también muchos entre las personas mayores por el deterioro de la edad o por el abandono familiar que sufren. En suma, podríamos concluir que el suicidio no está condicionado a la edad, pues solo tiene que ver con unas condiciones de vida que la hacen aborrecible o incluso imposible.

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Es realmente difícil prevenir un suicidio, pero muchas veces el suicida lleva escrita en la frente su intención al ir dejando signos por doquier. La del suicidio es una enfermedad mental que se gesta lentamente a lo largo de un período de tiempo durante el que no dejan de aparecer síntomas reveladores, sea por la forma de hablar del suicida, sea por su forma de comportarse. El lema “trabajar juntos para prevenir los suicidios”, elegido para el trienio 2018-2020, reclama nuestra atención sobre un enorme problema cuya solución requiere de toda la sociedad mucha más atención que la que realmente se le presta.

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Como aportación especial de este blog, no me duelen prendas en sugerir la suma conveniencia de crear en cada nación algún mecanismo cuya misión sea la de asistir al suicida en su propósito, es decir, la de no abandonarlo cobardemente a su tenebrosa suerte. No me refiero a la conveniencia o al deber que todos tenemos de ser solidarios los unos con los otros en todos y cada uno de los problemas que a lo largo de la vida se nos plantean a todos, deber que en nuestro caso bien podría concretarse en prestar una mayor atención a la prevención de que venimos hablando. Es preciso ir más allá y llegar hasta el fondo del asunto, ofreciendo al potencial suicida asistencia y acompañamiento en el momento de acometer su propósito.

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Me refiero a lo que solemos denominar “suicidio asistido”, al hecho de no abandonar al suicida, dejándolo solo, en el momento más importante de su vida, para que no se vea precisado a ejecutar su propósito de forma tan cruel y deshumanizada como arrojarse a las vías de un tren, destriparse contra una acera o colgarse de un árbol.  Me estoy refiriendo a la excelencia del comportamiento solidario, a pura compasión humana. El solo hecho de disponer de un mecanismo social como ese contribuiría a despejar, por sí solo, muchas de las nubes que ocultan por completo los horizontes vitales de los suicidas, pues les demostraría que la sociedad no solo está atenta a su problema, sino también se ocupa de ayudarlos en su duro trance. Y, llegado el momento, los potenciales suicidas contarían, cuando menos, con el apoyo psicológico de unos profesionales que incluso podrían darles razones para desistir de su intento y seguir viviendo. Ahora bien, para hacer creíble tal salida es preciso que el suicidio asistido sea operativo, es decir, que los suicidas estén convencidos de que la sociedad los ayudará a morir sin que se vean forzados a hacerlo de forma bestial y en la más completa soledad.

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¿Estoy hablando de una pura ilusión o de una ensoñación alucinógena? Nada de eso. Ante todo, no deberíamos tener ningún miedo a plantearnos un tema tan importante y del que huimos como si del mismo demonio y de su averno se tratara.  Para un creyente está fuera de toda discusión que Dios es el dueño de toda vida y que el de “no matarás” es un mandamiento sin vuelta de hoja. Pero Dios regala la vida a cada viviente para que la viva libremente. Ahora bien, aunque nos cueste entenderlo, la muerte, que es siempre y en toda circunstancia la consumación de la vida, es el acto más densamente vital. La vida de cada cual es suya, razón por la que nadie podrá privarle del derecho a morir cuando y como quiera. Sin duda, cada uno tendremos que dar cuenta de cuanto hacemos a lo largo de nuestra vida, pero no parece que sea una gran responsabilidad acobardarse y renunciar a la vida misma ante un prolongado sufrimiento insoportable, sea físico o mental.

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El cristianismo es una religión de resurrección, de alegría, de felicidad, pero que ha de ser vivida a lo largo del tiempo en situación de esfuerzo, de cruz, de muerte. En otras palabras, el cristianismo es una religión de esperanza, de bellas promesas rubricadas por el dolor y el sacrificio redentor del Salvador. A Jesús lo ajusticiaron y su muerte lo convirtió en pan de vida y cáliz de salvación. Sin ánimo de comparar muertes, la de los suicidas no deja de ser también un ajusticiamiento social debido a que la sociedad les cierra todas las puertas y no les deja ninguna escapatoria. Seríamos muy injustos si cargáramos sobre las espaldas del suicida toda la responsabilidad de su propia muerte. Prevenir los suicidios y, llegado el caso, ayudar a morir a los suicidas de forma humana requiere que todos demos a su vida un valor que podría llegar a ser incluso salvador. Insisto en que comprender estas cosas como es debido y prestar a los suicidas el apoyo por el que clama a gritos su radical desesperación requiere una compasión humana aquilatada y decidida.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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