Sutil idolatría

Artillería pesada

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Los seguidores de este blog saben que mi proceder es el de un francotirador que se divierte disparando, no ya balas o ni siquiera cartuchos de fogueo, sino cohetes de coloridos fuegos luminosos que se apagan apenas han explotado en el aire. Pero la celebración hoy del Corpus, fiesta tan seria y trascendente, me obliga a utilizar artillería pesada. Por ello, ruego al lector que tenga la paciencia de llegar hasta el final de un relato en el que vierto mis más sólidas e íntimas convicciones y seguridades.

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Pero, antes de adentrarme en la espesura espinosa de una impugnación, séame permitido, una vez más, dejar claro que la eucaristía es el sacramento constitutivo de la Iglesia. Con ello quiero decir que la eucaristía hace la Iglesia, que es la Iglesia, la comunidad de quienes viven el mensaje evangélico de Jesús, el cual se hace realmente presente en esta celebración ritual como “pan de vida” y “bebida de salvación”, memorial de su magna obra de salvación. Sus mismas palabras lo dejan muy claro: “tomad y comed, esto es mi cuerpo; tomad y bebed, esto es mi sangre”.

Desde muy temprano, la comunidad cristiana entendió que la especial composición de los elementos materiales utilizados como soporte sacramental, el pan y el vino, daba pie para incluir en ellos a todos los miembros de la comunidad, a cada uno como un grano de trigo y uva, de tal manera que, en la celebración eucarística, cada cristiano debe comportarse al mismo tiempo como comensal y comida. El proceso seguido hasta tal plenitud de participación en el sacramento requiere un arduo recorrido ascético de conversión purificadora y transformadora, parecido al que siguen los granos de trigo y uva para transformarse en pan y vino eucarísticos: siega, trillado, molienda, pisado, cocción, fermentación, trasiego purificador y consagración sacramental.

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La eucaristía se convierte así en una celebración en la que, al formar Jesús su Iglesia, Dios se hace realmente presente en la comunidad como alimento y bebida. Es este uno de los rasgos cristianos que ninguna otra religión conocida ha soñado siquiera en lo concerniente a los lazos que toda creencia establece entre Dios y los creyentes. Y con ser este rasgo tan original y excelso, dista mucho de ser el más sobresaliente y trascendente del cristianismo, como veremos después.

Las sospechas surgidas en la Edad Media sobre que la presencia de Jesús en la eucaristía podría explicarse como un mero simbolismo o metáfora desencadenó vivas discusiones sobre su “presencia real” en las especies sacramentales del pan y del vino. El soporte filosófico del desarrollo teológico permitió dar a los grandes teólogos, como santo Tomás de Aquino, con la visión que de las cosas ofrecía la teoría metafísica aristotélica de la entidad de la sustancia y los accidentes, entendiendo por la primera lo que realmente hace que la cosa sea tal y por los segundos, su forma de manifestarse en una determinada situación. Ello dio pie para idear un posible cambio imperceptible de la sustancia de una cosa sin modificar en nada su manifestación. Y, más en concreto, sentó la base filosófica para entender el misterio de la eucaristía como el cambio de la sustancia del pan eucarístico por la del cuerpo de Cristo, hecho en el que el pan deja de ser tal, aunque conserve todas sus apariencias. Y lo mismo en el caso del vino y la sangre. Es decir, el milagro de la celebración eucarística transustancia el pan y el vino en cuerpo y sangre, cuerpo de Cristo con apariencia de pan y sangre de Cristo  con apariencia de vino.

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Este fue el gran eureka teológico con el que se creyó resolver para siempre un gran misterio al darle soporte físico al enclaustramiento de Jesús en un pan y vino que dejaban de ser tales. Y así, al igual que el Verbo se hizo carne en Jesús, Jesús viene a inocular su cuerpo en el pan y su sangre en el vino eucarísticos. Podría decirse que la teología logró enclaustrar a Dios, convertirlo en cosa, darle entidad física.

Pues bien, este eureka filosófico, que permite incluso tocar y saborear a Dios, lejos de explicar y potenciar el portentoso sacramento de la eucaristía, lo único que ha logrado es desnaturalizarlo, oscureciéndolo y achicándolo considerablemente. Lo digo porque la eucaristía se ha convertido, con el tiempo, en una muy extraña celebración sacramental preceptiva, como es la misa dominical, que en nada se parece a la cena del Señor. Al estar Dios todo entero en cada una de las especies, bastaba colocar la hostia consagrada en un sagrario para enclaustrarlo y tenerlo a mano, para acompañarlo y consolarlo por su soledad y para exponerlo a la adoración de los fieles, o para exhibirlo paseándolo, en espectaculares celebraciones populares, por las calles de nuestros pueblos y ciudades, como ocurre en la festividad que hoy celebramos.

Sabiendo que la gracia de todo sacramento se circunscribe al significado natural o propio de las especies utilizadas, todo lo que en la eucaristía rebase su condición de alimento y bebida es espurio, extraño, superpuesto, pues no cabe concebir que el pan y el vino puedan tener alguna otra finalidad apropiada que la de ser comida y bebida. Por ello, debería resultar obvio que la función de la eucaristía no puede ser la de atrapar a Dios en el pan para que nos postremos ante él, lo adoremos y lo saquemos en procesión o, más extraño todavía, lo subamos a las torres y a los tejados para bendecir el mundo entero en épocas de epidemias, sino solo y exclusivamente para que lo “comamos”. Es decir, Dios está en la eucaristía solo para ser comido y bebido en una celebración comunitaria. El cambio significativo sacramental de las especies del pan y del vino solo se da en la celebración de la cena del Señor. Fuera de ella, tales especies pierden por completo su dimensión sacramental. En la antigüedad, la eucaristía se guardaba únicamente como viático para la comunión de los enfermos que no podían acudir a la iglesia.  

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Adorar la eucaristía es un acto que nada tiene que ver con su condición de “comida” y, por tanto, vacío de contenido e idolátrico al adorar un trozo de pan como si de Dios mismo se tratara. La idolatría, que pretende atrapar a Dios en una cosa o imagen, es una de las más grandes tentaciones o pasiones de los seres humanos. El gran papel de la eucaristía, su excelencia religiosa, se limita a ser “comida de salvación”. Y eso es algo tan grande que, además de que ninguna otra religión ose disponer de tal riqueza, permite formar una auténtica comunidad de creyentes al aunarlos en un solo “cuerpo místico”. Ya lo hemos dicho: la eucaristía es la Iglesia. Participar en ella nos convierte a los cristianos en cuerpo y sangre de Cristo, en comensales que, al tiempo que se alimentan de Cristo y de los hermanos, se transforman en comida para ellos. El comer el cuerpo del Señor indignamente, de que habla san Pablo, se refiere a participar en la eucaristía saltándose las condiciones que impone el hecho de ser comunidad.

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A Dios solo podemos adorarlo en espíritu y en verdad, espíritu y verdad que solo encuentran en el hombre un acomodo material. Esa dimensión del hombre es lo que distingue al cristianismo de todas las demás religiones y lo eleva muy por encima de todas ellas. Todo hombre, cualesquiera sean su condición y apariencia, es templo del Espíritu Santo y refleja en su rostro el de Dios, es su encarnación. Observemos que Jesús, refiriéndose al pan, dice: “esto es mi cuerpo para ser comido”, mientras que, dirigiéndose al hombre, dice: “este soy yo para ser servido”. Hay una diferencia cualitativa abisal entre “esto es mi cuerpo” y “este soy yo”. La presencia real de Jesús en el primero es sacramental; en el segundo, personal. Por ello, no es coherente arrodillarse ante un alimento, oculto en un sagrario o paseado en una custodia por las calles de las ciudades, pero sí lo es hacerlo ante un ser humano, aunque esté muy deteriorado o sea muy deforme.

La de hoy, fiesta del Corpus, sería una gran fiesta y este sería realmente uno de los jueves más relucientes que el sol si, de veras, celebráramos la cena del señor, cena en la que, haciéndose presente Jesús en el sacramento eucarístico en forma de pan para ser comido y de vino para ser bebido, nos convierte a todos nosotros en comida y comensales, en comunidad cristiana, en cuerpo místico, en hermanos que invocan al unísono a un mismo Padre.

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Pido disculpas a quienes hayan podido sentirse descolocados o incluso escandalizados por el relato que precede, sabiendo que en el cristianismo hay una tradición muy arraigada y preciosista que se nutre de la adoración al Santísimo y que ha dado cuantiosos frutos de espiritualidad, pero que deforma y desnaturaliza una eucaristía que no es presencia física de Dios, sino otra cosa de muchísima mayor trascendencia conceptual y espiritual.

La eucaristía, sin magnificaciones innecesarias ni funambulismos conceptuales que la desnaturalizan, como memorial de la obra salvadora de Jesús en forma de comida y bebida es cimiento y armazón de su magnífica obra en favor del hombre. A fin de cuentas, para el cristiano y para Dios mismo lo que cuenta es el hombre. Todo hombre, incluso el más deforme, importa más que todas las celebraciones eucarísticas. A Dios no podemos herirlo en la eucaristía, pero sí en el hombre. De ahí que solo deberíamos hincar la rodilla ante ese hombre en el que está presente personalmente el mismo Jesús, pues fue él mismo quien nos aseguró que cuanto hagamos a los demás hombres a él se lo hacemos. La comprensión de esta sola verdad, además de hacernos estallar de gozo, bastaría para convertirnos en luminarias para alumbrar el difícil camino que le toca recorrer a la humanidad en cualquier tiempo.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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