Desayuna conmigo (miércoles, 15.4.20) Templos llenos de vida

Tumbas vacías

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Tras una catequesis sobre que todos somos colaboradores de Jesús en la construcción que ha emprendido Dios, san Pablo asegura a los corintios de forma interrogativa: “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? (I Cor 3:16) y, un poco más adelante: “vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo” (I Cor. 6:19). En alguna ocasión ya me he manifestado en el sentido de que san Pablo hace una lectura del evangelio desde la fuerza de su conversión mística, lectura que expone y defiende con ardor en todos sus escritos y que ha sido la base principal de la dogmática católica. En ella se acentúa la perspectiva que va del hombre a Dios: fe, misterio, adoración, trabajo evangelizador consistente en decirnos quiénes son realmente Jesús y Dios.

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Pero, ¿no cabe hacer otra lectura, más apropiada para nuestro tiempo, prefiriendo la perspectiva que va de Dios al hombre, que es en quien se concretan sus obras de creación y salvación? Teniendo entre manos la misma verdad y la misma realidad, la nueva perspectiva cambia mucho nuestro quehacer cristiano. Mientras la primera subraya la divinización del hombre, la segunda destaca la humanización de nuestros comportamientos. En la primera, el punto al que se mira es Dios mismo; en la segunda, el hombre.

Los textos citados de san Pablo, que fundamentan la primera, entreabren la puerta para la segunda: el hombre es templo de Dios, es decir, a Dios vamos a encontrarlo, pero no en los cielos sino en un hombre convertido en centro de operaciones del quehacer cristiano. En otras palabras, Dios no nos necesita para nada, pero los hombres sí que nos necesitan. Más aún, pues a Dios lo alcanzamos y tocamos porque se hace necesitado en el hombre. Jesús así nos lo demostró cuando se ocupó de los necesitados y menesterosos que encontró en su camino, según testifica Pedro en Hechos, 10:38, cuando dice que “pasó por el mundo haciendo el bien”.

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Todo esto viene a cuento aquí porque hoy celebramos el primer aniversario del incendio que casi destruyó por completo la catedral de Nôtre Dame de Paris. El revuelo que se armó fue mundial al temerse que se perdería una joya arquitectónica y artística de valor incalculable. La conmoción espiritual y emocional fue de tal calibre que por doquier surgieron los apoyos económicos multimillonarios para restaurarla e incluso para mejorarla de inmediato, empeño en que se está avanzando a buen ritmo. En solo las primeras 24 horas tras el incendio se recaudaron más de 800 millones de euros.

Tras valorar de forma razonable la excepcional categoría artística del monumento y reconocer su importancia religiosa de primer orden, uno no puede menos de preguntarse por qué, si somos capaces de juntar tal millonada en tan poco tiempo para restaurar un “templo muerto” de Dios, permitimos que a diario se destruyan miles de sus templos vivos, incuestionablemente más hermosos que esa catedral, el templo que son todos y cada uno de los que mueren por falta de alimentos o de medios para preservar su salud. Lo dicho nada tiene que ver con el supuesto derroche del perfume que la Magdalena derramó sobre los pies de Jesús (Jn 11:2).

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No digo, ni mucho menos, que restaurar esa catedral sea un derroche, pero sí apunto la necesidad del cambio de perspectiva antes indicado: siendo incalculable el valor de Nôtre Dame, lo es mucho más el de cualquier hombre, incluso el del mayor desarrapado y mugriento. Hasta que los cristianos no entendamos esta verdad cristalina y esplendorosa del evangelio que profesamos y que queremos difundir, no estaremos en condiciones de presentar algo que de suyo no solo es válido, sino también muy atractivo para los hombres de nuestro tiempo.

Cierto que en la perspectiva aquí  deseada se sitúan no solo cristianos como los misioneros y cuantos vocacionalmente se dedican a conseguir los objetivos de Cáritas, sino también muchos otros seres humanos que ni siquiera necesitan hablar de Dios para cumplir la hermosa y sacrosanta misión de obrar como Jesús. Pero es obvio que lo que normalmente entendemos por Iglesia católica, la Iglesia clerical, no se mueve en esa dirección.

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El día nos recuerda otra catástrofe de dimensiones mundiales como fue el hundimiento del Titanic un día como hoy de 1912. Para hacernos una idea, ese siniestro costó a las compañías de seguros más de 25 millones de dólares, una cantidad astronómica si tenemos en cuenta que entonces la onza de oro valía unos 20 dólares y hoy supera los 1500. Recordemos, además, que en el incendio de Nôtre Dame solo hubo tres heridos y en el hundimiento del Titanic murieron más de mil quinientas personas, lo que hizo que se tratara de un siniestro muchísimo más dramático y de muchísimo más coste por el valor incalculable de cada vida humana.

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El día nos recuerda, además, el nacimiento de Leonardo da Vinci en 1452, nacimiento que ha dado lugar recientemente a que hoy se celebre también el día mundial del arte. Da Vinci es un símbolo mundial de tolerancia y paz, de libertad de expresión y multiculturalismo, y también de fraternidad. Para mí, en particular, este año es como si Leonardo se me hubiera metido en casa y, cual un miembro más de la familia, nos acompañara a desayunar, comer y cenar. Lo digo porque, poco antes de que el coronavirus viniera a remplazarlo, en el colegio de mi nieto de cinco años desarrollaron un bonito programa para familiarizar a los niños con el arte que estuvo centrado en él y que contó incluso con actividades extraescolares. Era delicioso ver cómo los peques se referían a Leonardo como un amigo.

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Y si polifacético fue Leonardo en cuanto artista, arquitecto, ingeniero e inventor, polifacético nos parece también, en otro orden de cosas, el personaje que llenó hace años nuestras propias fantasías, un famoso robagallinas, delincuente escurridizo que trajo mucho tiempo en jaque a la guardia civil y que, tras ser atrapado y encarcelado, porque al final los malos siempre pierden, aprovechó su encarcelamiento para convertirse en un hombre de provecho como abogado y escritor. Es obvio que me estoy refiriendo a nuestro famoso El Lute, Eleuterio Sánchez, nacido un día como hoy de 1942. Desde aquí le damos la enhorabuena por sus años y, sobre todo, por su trayectoria humana y por la diversión y el entretenimiento que sus ingeniosas andanzas de auténtico juego de "guardias y ladrones" nos aportaron en aquellos tiempos tan tediosos y aburridos.

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Jamás a ningún hombre, por muy instruido, sabio o escurridizo que sea, se le habría ocurrido elevar al ser humano a la categoría de morada de Dios. Esa es la altura en la que el cristianismo coloca al hombre. Para ser muy eficaces en nuestros cometidos específicos los cristianos solo tendríamos más que ser consecuentes con tan espléndida verdad. Y si, tras profesarla, la viviéramos en serio, los más de dos mil quinientos millones de cristianos que hay en el mundo nos convertiríamos en focos de luz, de belleza y de bondad con tal fuerza que contagiaríamos fácilmente a los demás, aunque solo fuera por sana envidia. El cristianismo aporta a los seres humanos una enorme riqueza que, en nuestro tiempo, no puede ser ignorada y, mucho menos, despreciada. Ni el genio de Leonardo, ni las habilidades de El Lute, ni el valor de todas las obras de arte, incluida Nôtre Dame, ni las riquezas y la súper seguridad tan efímera, valga el oxímoron, del Titanic tienen valor frente a la morada que Dios se ha construido en el hombre. El Jesús pascual, con quien alternamos litúrgicamente en estos días,ha vaciado las tumbas que éramos para convertirlas en templos llenos de vida.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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