Acción de gracias -13 Ver a Jesús
“Homo humanus”
La gran cuestión cristiana, hoy y siempre, será saber dónde está realmente Jesús como la única fuerza capaz de alimentar el deseo ardiente de lograr algo mejor de lo que se tiene, trátese de salud para un enfermo, de curación para un samaritano malherido, de acogida de un hijo pródigo o de luz para quien o está ciego o anda en tinieblas. Pero, ¿dónde podemos encontrar hoy realmente a Jesús? ¿Se ha reencarnado, acaso, en el papa de Roma, su “vicario”? ¿Se oculta, tal vez, silencioso y abandonado, en los sagrarios al abrigo de la penumbra de nuestros templos y catedrales? Y, aunque sea algo desdibujado, ¿no se lo puede ver también en las definiciones dogmáticas, en las páginas de tantos dispares mamotretos de teología y en los minuciosos reglamentos de vida religiosa? Sí, pero no. En todo ello, incluso en la figura campechana y fatigada del papa, no hay más que destellos suyos, pálidos reflejos, que muchas veces terminan siendo opacos e incluso contraproducentes. Pero, si no es ahí, ¿podremos verlo hoy realmente en alguna otra parte? De tener una fe que no sea un elenco de proclamas dogmáticas, no es difícil descubrirlo con todo su esplendor, hoy y siempre, por más que también los cristianos lo hayamos negado tantas veces, con funestas consecuencias para el rumbo descabellado que llevamos.
La respuesta es tan obvia y fácil que ni siquiera sería preciso darla, pues Jesús está presente y vivo en cada ser humano, de cualquier condición que sea. De ahí que, aunque no seamos conscientes de ello, con él nos cruzamos muchas veces cada día en la calle y con él entablamos muchas relaciones a lo largo de nuestra vida. Si no lo vieran así nuestros ojos, debería percibirlo claramente nuestra fe. Su presencia en el ser humano, incluso en el pordiosero y en el discapacitado mental, es mucho más real y fuerte que la que pueda tener en cualquier otra parte, incluida la función de papa o incluso la eucaristía, pues su presencia en el ser humano es “personal”, mientras que en la eucaristía, pongamos por caso como la cosa más preciada y sagrada del cristianismo, lo es solo “sacramental”, es decir, “instrumental”.
Subrayo lo de en “todo otro ser humano, de cualquier condición que sea”. La respuesta es tan exigente como trascendente. Exigente, porque, conforme a la fe que profesamos, no debemos negar nada a ningún ser humano de todo aquello que esté en nuestra mano darle, aunque se trate de una piltrafa de hombre, de un drogadicto, de un enfermo desahuciado, de un criminal e incluso de un enemigo empeñado en cargarnos con una pesada cruz. Trascendente, porque, obrando así, la vida cobra otro sabor y alcanza otra dimensión: al darnos incondicionalmente a los otros comenzamos a saber y saborear realmente quiénes somos y a valorar como es debido la razón de por qué existimos.
En el galimatías ideológico y en la encrucijada religiosa en que hoy vivimos, la figura de Jesús no solo aclara y sosiega nuestro ánimo, sino también se convierte en la flecha que indica la dirección correcta que debemos seguir. Nuestra actual forma de vida, tan polarizada por el consumo y la explotación de cuanto se pone a nuestro alcance, trátese de cosas, plantas, animales o seres humanos, debe someterse a una severa conversión que nos lleve a renacer y a mirarnos en el espejo del “hombre” que todo lo hizo bien. En este blog ya hemos insistido muchas veces en que Jesús es la figura primigenia de humanización que nos muestra sin equívocos lo que realmente es humano y nos da la fuerza necesaria para caminar tras él con el peso de una cruz que conduce a la resurrección.
En el s. XX y lo que va de este, algunas naciones, para darse importancia y hacerse respetar, se han armado hasta los dientes con artefactos atómicos, nucleares, bacteriológicos y químicos, justificados como defensa preventiva, en el sentido de proclamar: “si te metes conmigo, ya sabes a lo que te expones”. Lo malo del caso es que el tiempo pasa, el arsenal destructivo crece y los hombres se suceden unos a otros en la cadena de mandos, con el peligro de que se haga con el poder algún desalmado y pretenda convertirse en Dios. Naciones poderosas, a fin de cuentas, por el terror que inspira cuestionarse su papel en el mundo. Y, sin embargo, el cristianismo tiene el arma más destructiva que pueda imaginarse, con un poderío muy superior a dicho arsenal: la cruz de Jesús y el amor que atesora, capaz de erradicar todo “pecado”, todo contravalor. Ninguna nación tiene, pues, un arma de destrucción masiva tan poderosa como la Iglesia católica, obligada por imperativo evangélico a ver en cada ser humano, incluso en el más contrahecho y degradado, al mismo Jesús. El amor incondicional a todo ser humano individualizado es un poder de tal calibre que, de ejercerse debidamente, pienso incluso que el “homo sapiens sapiens” que somos, producto de millones de año de evolución, avanzaría muy rápidamente un peldaño en la escala evolutiva y daría paso a una nueva especie de homínido, al “homo humanus”. ¡Tan hondos y trascendentales serían los cambios! De hecho, igual que en otra época convivieron los "neandertales" y los "sapiens", en la nuestra ya conviven los "sapiens" y los "humanus".
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