Acción de gracias -13 Ver a Jesús

“Homo humanus”

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“Haré con la casa de Israel una nueva alianza”
, proclama Jeremías en la primera lectura de hoy. La cosa es tan definitiva y va tan en serio que el profeta la remacha con contundencia al dar cuenta de que Dios mismo, como si la escribiera a sangre y fuego, asegura: “meteré mi ley en su pecho”. Sea cual sea el rumbo que tome cada pueblo y los derroteros por los que vaya construyendo su historia, ni las más aviesas corrupciones de lo humano, tan amplias y persistentes, lograrán arrancar la ley que Dios ha inscrito en el corazón de los hombres, ley insobornable que nos exige crecer en edad y sabiduría. A fin de cuentas, la vida de cada hombre se reduce a un relato escrito con el propósito de mejorar día tras día, persiguiendo una perfección que nunca alcanzaremos mientras dure esta vida. A la aseveración popular de “no te acostarás sin saber una cosa más” merecería la pena agregarle: “y sin ser un poco mejor”. Afortunadamente, por mucho que lleguemos a saber y por muy buenos que lleguemos a ser, siempre tendremos por delante un largo trecho para saber mucho más y ser mucho mejores. Y también todo lo contrario.

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Cristo “aprendió a obedecer sufriendo”, se nos dice en la Carta a los Hebreos, en la segunda lectura de hoy. Tremendo sufrimiento el suyo. Tras sudar sangre, Jesús pidió a su Padre, “a gritos y con lágrimas”, que lo librara de la muerte. Sufrimiento sin embargo tan fecundo que consumó su magna obra de salvación. Jesús, el Hijo de Dios, vivió intensamente su condición humana, razón por la que se ha convertido en modelo axiológico o en figura primigenia de humanidad, en camino de conversión para la esforzada mejora que indefectiblemente todos perseguimos, camino que él recorre primero. A los cristianos no nos debería caber duda alguna sobre cómo mejorar nuestra condición o nuestra forma de vida, pues nos basta seguir en nuestro tiempo los pasos que Jesús dio en el suyo. En medio del barullo y del desconcierto mental en que nos sumerge una actualidad transida de intereses espurios, nuestro innato e insobornable deseo de mejorar nos llevará por buen camino si acertamos a mirar a un Jesús que, siendo manso y humilde de corazón, todo lo hizo bien: socorrió a sus semejantes y alivió sus sufrimientos al tiempo que predicaba un nuevo reino de Dios, forjado en incondicional perdón e inagotable misericordia.

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Por todo ello, no debería extrañarnos que en el evangelio de hoy, tomado de Juan, algunos griegos que se habían acercado a Jerusalén le dijeran al apóstol Felipe: “queremos ver a Jesús”. Podría decirse en lenguaje vulgar que, al hablar de cristianismo, Jesús es realmente la “madre del cordero”, es decir, el punto indispensable de referencia a la hora de aclarar y asentar un pensamiento coherente o de emprender un rumbo acertado al profesar una fe que es camino y gracia de salvación. Las reformas de una Iglesia que necesita ser reformada en todo tiempo han de hacerse, si no se quiere errar el camino, con las miras puestas en acoplar no solo su fe, sino también su proceder, a la vida y al proceder de Jesús. Afortunadamente, siempre habrá un largo trecho por delante para que podamos seguir implorando y reivindicando reformas.

09_44 - Cardenales y Obispos - Casulla Roja

La gran cuestión cristiana, hoy y siempre, será saber dónde está realmente Jesús como la única fuerza capaz de alimentar el deseo ardiente de lograr algo mejor de lo que se tiene, trátese de salud para un enfermo, de curación para un samaritano malherido, de acogida de un hijo pródigo o de luz para quien o está ciego o anda en tinieblas. Pero, ¿dónde podemos encontrar hoy realmente a Jesús? ¿Se ha reencarnado, acaso, en el papa de Roma, su “vicario”? ¿Se oculta, tal vez, silencioso y abandonado, en los sagrarios al abrigo de la penumbra de nuestros templos y catedrales? Y, aunque sea algo desdibujado, ¿no se lo puede ver también en las definiciones dogmáticas, en las páginas de tantos dispares mamotretos de teología y en los minuciosos reglamentos de vida religiosa? Sí, pero no. En todo ello, incluso en la figura campechana y fatigada del papa, no hay más que destellos suyos, pálidos reflejos, que muchas veces terminan siendo opacos e incluso contraproducentes. Pero, si no es ahí, ¿podremos verlo hoy realmente en alguna otra parte? De tener una fe que no sea un elenco de proclamas dogmáticas, no es difícil descubrirlo con todo su esplendor, hoy y siempre, por más que también los cristianos lo hayamos negado tantas veces, con funestas consecuencias para el rumbo descabellado que llevamos.

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La respuesta es tan obvia y fácil que ni siquiera sería preciso darla, pues Jesús está presente y vivo en cada ser humano, de cualquier condición que sea.  De ahí que, aunque no seamos conscientes de ello, con él nos cruzamos muchas veces cada día en la calle y con él entablamos muchas relaciones a lo largo de nuestra vida. Si no lo vieran así nuestros ojos, debería percibirlo claramente nuestra fe. Su presencia en el ser humano, incluso en el pordiosero y en el discapacitado mental, es mucho más real y fuerte que la que pueda tener en cualquier otra parte, incluida la función de papa o incluso la eucaristía, pues su presencia en el ser humano es “personal”, mientras que en la eucaristía, pongamos por caso como la cosa más preciada y sagrada del cristianismo, lo es solo “sacramental”, es decir, “instrumental”.

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Subrayo lo de en “todo otro ser humano, de cualquier condición que sea”. La respuesta es tan exigente como trascendente. Exigente, porque, conforme a la fe que profesamos, no debemos negar nada a ningún ser humano de todo aquello que esté en nuestra mano darle, aunque se trate de una piltrafa de hombre, de un drogadicto, de un enfermo desahuciado, de un criminal e incluso de un enemigo empeñado en cargarnos con una pesada cruz. Trascendente, porque, obrando así, la vida cobra otro sabor y alcanza otra dimensión: al darnos incondicionalmente a los otros comenzamos a saber y saborear realmente quiénes somos y a valorar como es debido la razón de por qué existimos.

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En el galimatías ideológico y en la encrucijada religiosa en que hoy vivimos, la figura de Jesús no solo aclara y sosiega nuestro ánimo, sino también se convierte en la flecha que indica la dirección correcta que debemos seguir. Nuestra actual forma de vida, tan polarizada por el consumo y la explotación de cuanto se pone a nuestro alcance, trátese de cosas, plantas, animales o seres humanos, debe someterse a una severa conversión que nos lleve a renacer y a mirarnos en el espejo del “hombre” que todo lo hizo bien. En este blog ya hemos insistido muchas veces en que Jesús es la figura primigenia de humanización que nos muestra sin equívocos lo que realmente es humano y nos da la fuerza necesaria para caminar tras él con el peso de una cruz que conduce a la resurrección.

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En el s. XX y lo que va de este, algunas naciones, para darse importancia y hacerse respetar, se han armado hasta los dientes con artefactos atómicos, nucleares, bacteriológicos y químicos, justificados como defensa preventiva, en el sentido de proclamar: “si te metes conmigo, ya sabes a lo que te expones”. Lo malo del caso es que el tiempo pasa, el arsenal destructivo crece y los hombres se suceden unos a otros en la cadena de mandos, con el peligro de que se haga con el poder algún desalmado y pretenda convertirse en Dios. Naciones poderosas, a fin de cuentas, por el terror que inspira cuestionarse su papel en el mundo. Y, sin embargo, el cristianismo tiene el arma más destructiva que pueda imaginarse, con un poderío muy superior a dicho arsenal: la cruz de Jesús y el amor que atesora, capaz de erradicar todo “pecado”, todo contravalor. Ninguna nación tiene, pues, un arma de destrucción masiva tan poderosa como la Iglesia católica, obligada por imperativo evangélico a ver en cada ser humano, incluso en el más contrahecho y degradado, al mismo Jesús. El amor incondicional a todo ser humano individualizado es un poder de tal calibre que, de ejercerse debidamente, pienso incluso que el “homo sapiens sapiens” que somos, producto de millones de año de evolución, avanzaría muy rápidamente un peldaño en la escala evolutiva y daría paso a una nueva especie de homínido, al “homo humanus”. ¡Tan hondos y trascendentales serían los cambios! De hecho, igual que en otra época convivieron los "neandertales" y los "sapiens", en la nuestra ya conviven los "sapiens" y los "humanus".

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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